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La casa que Kaka Homayoun poseía en Jalalabad era de dos pisos y tenía un balcón desde el que se dominaba un extenso jardín con manzanos y caquis rodeado por un muro. En verano, el jardinero recortaba los setos, dándoles formas de animales, y había una piscina con losetas de color esmeralda. Me senté con los pies colgando al borde de la piscina, vacía excepto por la capa de nieve a medio derretir que había depositada en el fondo. Los hijos de Kaka Homayoun jugaban al escondite en el otro extremo del jardín. Las mujeres cocinaban y se olía el aroma de las cebollas que estaban friendo, se oía el silbido de la olla a presión, la música, las risas. Baba, Rahim Kan, Kaka Homayoun y Kaka Nader estaban sentados en el balcón, fumando. Kaka Homayoun les explicaba que había traído el proyector para enseñarles las diapositivas de Francia. Hacía diez años que había regresado de París y aún seguía pasando esas estúpidas diapositivas.

Pero daba igual. Baba y yo éramos finalmente amigos. Habíamos ido juntos al zoo unos días antes, habíamos visto al león Marjan y le habíamos arrojado una piedrecita al oso cuando nadie nos miraba. Después habíamos ido al restaurante de Dad-khoda Kabob, que estaba enfrente del Cinema Park, y habíamos comido kabob de cordero con naan recién salido del tandoor. Baba me había contado historias de sus viajes a la India y a Rusia, de la gente que había conocido, como la pareja de Bombay sin brazos ni piernas que llevaban casados cuarenta y siete años y habían sacado once hijos adelante. Fue divertido pasar el día con Baba escuchando sus historias. Finalmente tenía todo lo que había querido durante tantos años. Y, sin embargo, me sentía tan vacío como la piscina descuidada sobre la que colgaban mis pies.

Al anochecer, las esposas y las hijas sirvieron la cena: arroz, kofta y qurma de pollo. Cenamos al estilo tradicional, sentados en cojines repartidos por toda la habitación, con el mantel extendido en el suelo, utilizando las manos y compartiendo bandejas comunes entre grupos de cuatro o cinco personas. Yo no tenía hambre, pero me senté igualmente a comer junto a Baba, Kaka Faruq y los dos chicos de Kaka Homayoun. Baba, que se había tomado unos cuantos whiskys antes de la cena, seguía vociferando sobre el concurso de cometas, sobre cómo los había superado a todos y había llegado a casa con la última cometa. Su voz de trueno dominaba la estancia. La gente levantaba la cabeza del plato para proclamar sus felicitaciones. Kaka Faruq me dio unos golpecitos en la espalda con la mano limpia. Yo me sentía como si me estuviesen clavando un cuchillo en un ojo.

Más tarde, bien pasada la medianoche, después de unas cuantas horas de póquer entre Baba y sus primos, los hombres se acostaron en colchones dispuestos en paralelo en la misma habitación donde habíamos cenado. Las mujeres subieron al piso de arriba. Pasada una hora, yo seguía sin poder conciliar el sueño. Daba vueltas de un lado a otro mientras mis parientes gruñían, resoplaban y roncaban. Me senté. Un rayo de luna entraba por la ventana.

– Vi cómo violaban a Hassan -le dije a la nada.

Baba se estiró en medio del sueño. Kaka Homayoun refunfuñó. Una parte de mí esperaba que alguien se despertara y me escuchase para de ese modo no tener que continuar viviendo con aquella mentira. Pero nadie se despertó, y, durante el silencio que siguió, comprendí la naturaleza de mi nueva maldición: debería vivir con aquella culpa.

Pensé en el sueño de Hassan, aquel en el que los dos nadábamos en el lago. «No hay ningún monstruo -había dicho-, sólo agua.» Pero se había equivocado. En el lago había un monstruo. Había agarrado a Hassan por los tobillos y lo había arrastrado hasta el fondo tenebroso. Y ese monstruo era yo.

Aquella noche me convertí en insomne.

No hablé con Hassan hasta mediados de la semana siguiente. Yo había comido con pocas ganas y Hassan estaba lavando los platos. Me disponía a ir a mi habitación cuando Hassan me preguntó si quería subir a la montaña. Le dije que estaba cansado. Hassan también parecía cansado… Había adelgazado, tenía los ojos hinchados y mostraba oscuras ojeras. Sin embargo, cuando volvió a preguntármelo, acepté a regañadientes.

Subimos a la montaña. Las botas se nos hundían en la nieve fangosa. Ninguno de los dos abrió la boca. Nos sentamos bajo nuestro granado, consciente yo de que había cometido un error. No debía haber subido a la montaña. Aquellas palabras que había escrito en el tronco del árbol con el cuchillo de cocina de Alí: «Amir y Hassan, sultanes de Kabul»… No soportaba mirarlas.

Me pidió que le leyera el Shahnamah y le dije que había cambiado de idea, que quería regresar y encerrarme en mi habitación. Él apartó la vista y se encogió de hombros. Bajamos por donde habíamos subido en silencio. Y por primera vez en mi vida, me sentí impaciente ante la llegada de la primavera.

Mis recuerdos del resto de aquel invierno de 1975 son bastante vagos. Recuerdo que me sentía feliz cuando Baba estaba en casa. Comíamos juntos, íbamos al cine, visitábamos a Kaka Homayoun o a Kaka Faruq. A veces venía a vernos Rahim Kan y Baba permitía que me sentara con ellos en el despacho a tomar el té. Incluso me pidió que leyera alguno de mis cuentos. Yo creía que aquella situación duraría. Y creo que Baba también lo creía. Ambos deberíamos haber sido menos ingenuos. Durante los meses posteriores al concurso de cometas, Baba y yo nos sumergimos en una dulce ilusión, nos veíamos el uno al otro como nunca nos habíamos visto y como nunca volveríamos a vernos. En realidad, nos habíamos engañado creyendo que un juguete hecho de papel de seda, cola y bambú podía salvar el abismo que nos separaba.

Cuando Baba viajaba, y viajaba mucho, yo me encerraba en mi habitación. Leía un libro cada dos días, escribía cuentos, aprendía a dibujar caballos. Oía a Hassan trasteando en la cocina por las mañanas, el tintineo de los cubiertos, el silbido de la tetera…, esperaba a oír que se cerrara la puerta y, sólo entonces, bajaba a comer. Tracé un círculo en el calendario en torno a la fecha del primer día de colegio e inicié una cuenta atrás.

Para mi consternación, Hassan seguía intentando reavivar las cosas entre nosotros. Recuerdo la última vez. Yo me encontraba en mi dormitorio, leyendo una traducción abreviada al farsi de Ivanhoe, cuando llamó a la puerta.

– ¿Quién es?

– Voy a la panadería a comprar naan -dijo desde el otro lado-. Me preguntaba si tú…, si querrías venir conmigo.

– Creo que me quedaré leyendo -respondí acariciándome las sienes. En los últimos tiempos, cada vez que veía a Hassan me entraba dolor de cabeza.

– Hace un día muy soleado -replicó.

– Ya lo veo.

– Nos divertiríamos dando un paseo.

– Ve tú.

– Me gustaría que vinieses -dijo, e hizo una pausa. Algo golpeó contra la puerta, tal vez su frente-. No sé qué he hecho, Amir agha. Me gustaría que me lo dijeses. No sé por qué ya no jugamos.

– No has hecho nada, Hassan. Vete y ya está.

– Dímelo y dejaré de hacerlo.

Hundí la cabeza en mi regazo y presioné las sienes entre las rodillas, como un torno.

– Te diré lo que quiero que dejes de hacer -dije, cerrando los ojos con fuerza.

– Cualquier cosa.

– Quiero que dejes de acosarme. Quiero que te marches -le espeté.

Deseaba que me hubiese respondido, que hubiese dado un portazo, que me hubiese echado una bronca… Habría facilitado las cosas, las habría mejorado. Pero no hizo nada de eso, y cuando al cabo de unos minutos abrí la puerta, no estaba allí. Me arrojé sobre la cama, enterré la cabeza bajo la almohada y me eché a llorar.

Después de aquello, Hassan se movió por la periferia de mi vida. Me aseguré de que nuestros caminos se cruzaran lo menos posible y planificaba mi jornada para que así fuera. Porque cuando él estaba cerca de mí, el oxígeno desaparecía de la estancia. Sentía una presión en el pecho y me faltaba el aire; permanecía inmóvil y luchaba por respirar en mi pequeña burbuja de atmósfera sin aire. Pero, incluso sin estar físicamente, él estaba siempre allí. Estaba en la ropa lavada y planchada que me dejaba todas las mañanas sobre la silla de mimbre, en las zapatillas calientes que me encontraba en la puerta de mi habitación, en la madera que ardía en la estufa cuando yo bajaba a desayunar. Por dondequiera que mirara encontraba signos de su fidelidad, de su maldita e inquebrantable fidelidad.