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A principios de aquella primavera, unos días antes de que empezara el nuevo año escolar, Baba y yo nos dedicamos a plantar tulipanes en el jardín. La nieve se había fundido en su mayor parte y las montañas del norte aparecían ya salpicadas de manchas de hierba verde. Era una mañana fría y gris. Baba estaba agachado a mi lado, cavando la tierra y plantando los bulbos que yo le pasaba. Estaba diciéndome que la mayoría de la gente pensaba que era mejor plantar los tulipanes en otoño, pero que no era así, cuando de pronto lo interrumpí.

– Baba, ¿has pensado alguna vez en cambiar de criados?

Soltó el bulbo de tulipán y enterró el plantador en la tierra. Se quitó los guantes de jardinero. Lo había sorprendido.

– Chi? ¿Qué has dicho?

– Sólo estaba preguntándomelo, eso es todo.

– ¿Por qué querría hacerlo? -dijo Baba secamente.

– No lo harías, me imagino. Era únicamente una pregunta -añadí con un susurro. Sentía haberlo dicho.

– ¿Es por algo que pasa entre Hassan y tú? Sé que os pasa algo, pero, sea lo que sea, eres tú quien debe solucionarlo, no yo. Yo permanezco al margen.

– Lo siento, Baba.

Volvió a ponerse los guantes.

– Yo me crié con Alí -dijo entre dientes-. Fue mi padre quien lo trajo aquí. Él lo quería como a un hijo. Alí lleva cuarenta años con mi familia. Cuarenta malditos años. ¿Y piensas que voy a echarlo? -Se volvió hacia mí con una cara tan roja como los tulipanes-. Jamás te he puesto la mano encima, Amir, pero si vuelves a decirlo… -Apartó la vista, sacudiendo la cabeza-. Me avergüenzas. Hassan… Hassan no se irá a ningún lado, ¿me has entendido? -Bajé la vista, cogí un puñado de tierra y lo dejé escapar entre los dedos-. He dicho si me has entendido -rugió Baba.

Me encogí de miedo.

– Sí, Baba.

– Hassan no se irá a ninguna parte -me espetó Baba. Cavó un nuevo hoyo, con más fuerza de la necesaria-. Se quedará aquí, con nosotros, en el lugar al que pertenece. Su hogar es éste y nosotros somos su familia. ¡Nunca vuelvas a hacerme esa pregunta!

– No lo haré, Baba. Lo siento.

Plantamos en silencio el resto de los tulipanes.

Me sentí muy aliviado cuando las clases empezaron a la semana siguiente. Estudiantes armados con libretas nuevas y lápices afilados paseaban sin prisas por el patio, levantando polvo, charlando en corrillos, esperando los silbidos de los delegados. Baba me llevó en coche por el camino de tierra que conducía hasta la entrada de la escuela de enseñanza media Istitqlal. El colegio era un edificio de dos plantas con ventanas rotas y tenebrosos pasadizos adoquinados. Retazos de la pintura amarilla original asomaban por debajo de los trozos de yeso desprendidos. La mayoría de los niños iban al colegio a pie, y el Mustang negro de Baba levantaba más de una mirada de envidia. Debí haber sonreído orgulloso al bajar del coche (mi antiguo yo lo habría hecho), pero lo único que conseguí fue esgrimir un gesto de incomodidad. Eso y vacío. Baba se fue sin decirme adiós.

No me reuní con los demás para la acostumbrada comparación de las cicatrices que nos había dejado la lucha de cometas y esperé solo a que nos llamaran a formar. Finalmente sonó el timbre y nos dirigimos al aula en dos filas. Me senté al fondo. Mientras el profesor de farsi nos entregaba los libros de texto, recé para que me pusieran muchísimos deberes.

El colegio me ofrecía una excusa para permanecer encerrado en mi habitación durante horas interminables. Y, por un rato, alejaba de mi cabeza lo que había sucedido aquel invierno, lo que yo había permitido que sucediera. Durante unas cuantas semanas anduve enfrascado en la gravedad y la aceleración, los átomos y las células, las guerras anglo-afganas, en lugar de pensar en Hassan y lo que le había sucedido. Pero, siempre, mi cabeza acababa regresando al callejón. A los pantalones de pana marrones sobre los ladrillos. A las gotas de sangre que teñían la nieve de rojo oscuro, casi negro.

Una tarde aburrida y brumosa de aquel verano le pedí a Hassan que subiera a la montaña conmigo. Le dije que quería leerle un nuevo cuento que había escrito. Él estaba tendiendo la ropa en el patio y la precipitación con que terminó su tarea hizo que me percatara de su impaciencia.

Trepamos por la montaña hablando de tonterías. Me preguntó por la escuela, por lo que estaba aprendiendo, y yo le hablé de los profesores, sobre todo del malvado profesor de matemáticas que castigaba a los alumnos que hablaban colocándoles una vara plana de metal entre los dedos y luego apretándoselos. Hassan puso mala cara ante mis explicaciones y dijo que esperaba que yo nunca tuviera que pasar por esa experiencia. Yo le respondí que hasta aquel momento había tenido suerte, aunque yo sabía bien que la suerte no tenía nada que ver con aquello. Yo también hablaba en clase, pero mi padre era rico y conocido por todo el mundo, de modo que quedaba perdonado del tratamiento con la vara de metal.

Nos sentamos junto al muro del cementerio, a la sombra del granado. En cuestión de un mes o dos, la ladera quedaría alfombrada por hierbas amarillentas quemadas por el sol; sin embargo, aquel año las lluvias de primavera habían durado más de lo habitual, prolongándose hasta principios de verano, y la hierba seguía verde, salpicada por pequeños grupos de flores silvestres. Por debajo de donde nos encontrábamos, las casas blancas de tejado plano de Wazir Akbar Kan brillaban a la luz del sol. En los patios, las coladas colgadas en los tendederos bailaban como mariposas, animadas por la brisa del mar.

Habíamos cogido del árbol una docena de granadas. Saqué el libro que había elegido, lo abrí por la primera página y lo dejé en el suelo. Me puse en pie y cogí una granada madura que había caído del árbol.

– ¿Qué harías si la lanzara contra ti? -le pregunté, jugueteando arriba y abajo con la fruta.

La sonrisa de Hassan se debilitó. Parecía mayor de lo que yo recordaba. No, no mayor de lo que recordaba, simplemente mayor. ¿Era posible? Su rostro bronceado aparecía surcado por líneas y su boca y sus ojos estaban rodeados de arrugas.

– ¿Qué harías? -repetí.

Se quedó blanco. En el suelo, a su lado, la brisa levantaba las hojas grapadas con el cuento que había prometido leerle. Le lancé la granada al pecho y la pulpa roja explotó salpicándolo todo. El grito de Hassan estuvo cargado de sorpresa y dolor.

– ¡Dame ahora a mí! -le grité. Hassan observó la mancha en su pecho y luego a mí-. ¡Levántate! ¡Dame!

Hassan se levantó, pero no hizo nada. Estaba aturdido, como alguien que se ve arrastrado hacia las profundidades del mar por una gran ola cuando, sólo unos momentos antes, se encontraba disfrutando de un agradable paseo por la playa.

Le lancé otra granada, al hombro esta vez. El jugo le salpicó en la cara.

– ¡Dame a mí! -exclamé-. ¡Venga, dame, maldito seas!

Deseaba que lo hiciese. Deseaba que me diera el castigo que me merecía para así poder dormir por las noches. Tal vez entonces las cosas volvieran a ser como siempre habían sido entre nosotros. Pero Hassan no hizo nada, a pesar de que yo le daba una y otra vez.

– ¡Eres un cobarde! -dije-. ¡No eres más que un condenado cobarde!

No sé cuántas veces le di. Lo único que sé es que, cuando finalmente paré, agotado y jadeante, Hassan estaba teñido de rojo como si le hubiera disparado un batallón. Caí de rodillas, cansado, acabado, frustrado.

Entonces Hassan cogió una granada y se acercó a mí, la abrió y se la aplastó contra la frente.

– Así -murmuró, mientras el jugo se deslizaba por su cara como la sangre-. ¿Estás satisfecho? ¿Te sientes mejor?

Y se volvió y descendió por la colina.

Dejé que las lágrimas rodaran libremente y me quedé allí, balanceándome sobre las rodillas.

– ¿Qué voy a hacer contigo, Hassan? ¿Qué voy a hacer contigo?

En cuanto las lágrimas se secaron y me arrastré colina abajo, ya sabía la respuesta a esa pregunta.