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Aquel verano de 1976, el último de paz y anonimato de Afganistán, cumplí trece años. La relación entre Baba y yo había vuelto a enfriarse. Creo que la causa fue el estúpido comentario sobre tener criados nuevos que hice el día que plantábamos tulipanes. Me arrepentía de haberlo dicho, de verdad, pero creo que, de cualquier modo, nuestro feliz y breve interludio habría llegado a su fin. Tal vez no tan pronto, pero habría llegado. Hacia finales de verano, los rasguños del cuchillo y el tenedor contra el plato habían sustituido a las charlas de la cena y Baba había retomado la costumbre de retirarse al despacho después de cenar. Y de cerrar la puerta. Yo había vuelto a manosear los versos de Hafez y Khayyam, a morderme las uñas hasta la cutícula y a escribir cuentos que guardaba amontonados debajo de la cama; por si acaso, aunque dudaba que Baba volviera a pedirme que se los leyera.

La consigna de Baba con respecto a las fiestas que organizaba en casa era la siguiente: o se invitaba a todo el mundo o no había fiesta. Recuerdo haber examinado más de una vez la lista de invitados una semana antes de mi fiesta de cumpleaños y no reconocer a las tres cuartas partes de los más de cuatrocientos kakas y khalas que iban a traerme regalos y a felicitarme por haber vivido hasta los trece. Después me di cuenta de que en realidad no venían por mí. Era mi cumpleaños, pero sabía quién era la verdadera estrella del espectáculo.

Durante días, la casa se vio invadida de gente que había contratado Baba. Estaba Salahuddin, el carnicero, que apareció remolcando un ternero y dos corderos y se negó a cobrar ninguno de los tres. Él, personalmente, sacrificó a los animales en el jardín a la sombra de un álamo. «La sangre es buena para el árbol», recuerdo que decía a medida que la hierba que rodeaba el álamo se empapaba de sangre. Hombres que yo no conocía trepaban a los robles con carretes de pequeñas bombillas y metros de cable. Otros preparaban docenas de mesas en el jardín y las cubrían luego con manteles. La noche anterior a la gran fiesta, un amigo de Baba, Del-Muhammad, propietario de un restaurante de kabob en Shar-e-nau, llegó a casa con un cargamento de especias. Igual que el carnicero, Del-Muhammad (Dello, como lo llamaba Baba) se negó a cobrar por sus servicios. Decía que Baba ya había hecho bastante por su familia. Fue Rahim Kan quien me contó al oído, mientras Dello adobaba la carne, que Baba le había prestado a Dello dinero para abrir el restaurante. Baba se había negado a recuperar el préstamo hasta el día en que Dello apareció en casa montado en un Benz e insistió en que no se iría hasta que Baba cogiera el dinero.

Me imagino que en muchos aspectos, al menos en los aspectos que se tienen en cuenta para juzgar una fiesta, mi bash de cumpleaños fue un éxito descomunal. Nunca había visto la casa tan llena. Invitados con copas en la mano charlaban por los pasillos, fumaban en las escaleras y se recostaban en los umbrales de las puertas. Se sentaban donde encontraban un rincón para hacerlo, en las mesas de la cocina, en el vestíbulo, incluso debajo de la escalera. En el jardín se confundían bajo el resplandor de las luces, azules, rojas y verdes, que centelleaban en los árboles. Sus caras se veían iluminadas por la luz de las lámparas de queroseno que había repartidas por todas partes. Baba había ordenado que se levantara en la terraza un escenario que dominaba todo el jardín y había sembrado el lugar de altavoces. Ahmad Zahir estaba allí, tocando el acordeón y cantando por encima de una masa de cuerpos danzantes.

Yo tuve que saludar personalmente a todos los invitados… Baba se encargó de ello. Nadie diría al día siguiente que su hijo no había aprendido modales. Besé centenares de mejillas, abracé a completos desconocidos y agradecí sus regalos. Me dolía la cara de tanto forzar aquella falsa sonrisa.

Me encontraba con Baba en el jardín cerca del bar cuando alguien dijo:

– Feliz cumpleaños, Amir.

Era Assef, con sus padres. El padre de Assef, Mahmood, era un hombre bajito y desmadejado, de piel oscura y cara pequeña. Su madre, Tanya, era una mujer menuda y nerviosa que sonreía y tenía muchos tics. Assef estaba entre los dos, sonriente. Los sobrepasaba a ambos en altura y les pasaba el brazo por encima de los hombros. Los condujo hasta nosotros, como si fuese él quien los había llevado allí. Como si él fuese el padre y ellos sus hijos. Me sacudió una sensación de vértigo. Baba les dio las gracias por su presencia.

– He elegido personalmente tu regalo -dijo Assef.

La cara de Tanya se contrajo y sus ojos volaron rápidamente desde Assef hasta mí. Sonrió, poco convencida, y parpadeó. Me pregunté si Baba lo habría advertido.

– ¿Sigues jugando a fútbol, Assef jan? -le preguntó Baba, que siempre había querido que trabase amistad con Assef.

Éste sonrió. Era horripilante lo dulce que podía parecer.

– Naturalmente, Kaka jan.

– Extremo derecho, si no recuerdo mal.

– Este año juego de delantero centro -dijo Assef-. En esa posición se meten más goles. La semana próxima jugamos contra el equipo de Mekro-Rayan. Será un buen encuentro. Tienen buenos jugadores.

Baba hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– De joven yo también jugaba de delantero centro.

– Apuesto a que aún podría, si quisiera -comentó Assef, y honró a Baba con un guiño de simpatía.

Baba se lo devolvió.

– Veo que tu padre te ha transmitido sus modales aduladores, mundialmente famosos…

Le dio un codazo al padre de Assef y a punto estuvo de tirarlo al suelo. La carcajada de Mahmood fue casi tan convincente como la sonrisa de Tanya y de pronto me pregunté si quizá, de algún modo, su hijo los tendría asustados. Intenté fingir una sonrisa, pero no conseguí más que una débil inclinación de las comisuras de los labios. Se me revolvía el estómago de ver a mi padre haciendo migas con Assef.

Assef me miró entonces.

– Wali y Kamal también han venido. No querían perderse tu cumpleaños por nada del mundo -dijo, con una carcajada a punto de aflorar de su boca. Yo asentí en silencio-. Mañana vamos a jugar un pequeño partido de voleibol en mi casa -anunció-. Tal vez te apetecería venir. Trae contigo a Hassan, si quieres.

– Eso suena divertido -replicó Baba gritando-. ¿Qué opinas, Amir?

– No me gusta el voleibol -murmuré.

Vi el débil pestañeo de Baba y siguió entonces un silencio incómodo.

– Lo siento, Assef jan -dijo Baba encogiéndose de hombros. Eso dolía, él disculpándose por mí…

– No pasa nada -repuso Assef-. Pero la invitación sigue en pie, Amir jan. Bueno, es igual. Como sé que te gusta mucho leer, te he comprado un libro. Uno de mis favoritos. -Me entregó un paquete envuelto en papel de regalo-. Feliz cumpleaños.

Vestía una camisa de algodón y pantalones azules, corbata de seda roja y mocasines negros relucientes. Olía a colonia y llevaba el pelo rubio repeinado hacia atrás. Superficialmente, era el sueño de cualquier padre hecho realidad: un chico fuerte, alto, bien vestido y de buenos modales, con talento y aspecto impresionantes, sin mencionar su habilidad para bromear con los adultos. Pero en mi opinión, sus ojos lo traicionaban. Cuando yo los miraba, la fachada se derrumbaba y revelaba el centelleo de locura que se ocultaba tras ellos.

– ¿No vas a aceptarlo, Amir? -me dijo Baba en ese momento.

– ¿Qué?

– Tu regalo -contestó irritado-. Assef jan está ofreciéndote un regalo.

– Oh -dije. Cogí el paquete de Assef y bajé la vista. En ese instante deseaba poder estar solo en mi habitación, con mis libros, lejos de aquella gente.

– ¿Y bien? -añadió Baba.

– ¿Qué?

Baba hablaba en voz baja, el tono que adoptaba cuando yo lo avergonzaba en público.

– ¿No piensas darle las gracias a Assef jan? Ha sido todo un detalle por su parte.

Ojalá Baba hubiera dejado de llamar a Assef de aquella manera. ¿En cuántas ocasiones me llamaba a mí Amir jan?