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El callejón era un caos de escombros y desperdicios. Ruedas viejas de bicicleta, botellas con las etiquetas despegadas, revistas con hojas arrancadas y periódicos amarillentos, todo disperso entre una pila de ladrillos y bloques de cemento. Apoyada en la pared había una estufa oxidada de hierro forjado con un boquete abierto en un lado. Entre toda aquella basura había dos cosas que no podía dejar de mirar: una era la cometa azul recostada contra la pared, cerca de la estufa de hierro forjado; la otra eran los pantalones de pana marrones de Hassan tirados sobre un montón de ladrillos rotos.

– No sé -decía Wali-. Mi padre dice que es pecado.

Parecía inseguro, excitado, asustado, todo a la vez. Hassan estaba tendido con el pecho contra el suelo. Kamal y Wali le apretaban ambos brazos, doblados por el codo, contra la espalda. Assef permanecía de pie, aplastándole la nuca con la suela de sus botas de nieve.

– Tu padre no se enterará -repuso Assef-. Y darle una lección a un burro irrespetuoso no es pecado.

– No lo sé… -murmuró Wali.

– Haz lo que te dé la gana -dijo Assef. Se dirigió entonces a Kamal-. ¿Y tú qué?

– Por mí…

– No es más que un hazara -apuntó Assef. Pero Kamal seguía apartando la vista-. De acuerdo -espetó Assef-. Lo único que quiero que hagáis, cobardicas, es sujetarlo. ¿Podréis?

Wali y Kamal hicieron un gesto afirmativo con la cabeza. Parecían aliviados.

Assef se arrodilló detrás de Hassan, colocó ambas manos sobre las caderas de su víctima y levantó sus nalgas desnudas. Luego apoyó una mano en la espalda de Hassan mientras con la otra se desabrochaba la hebilla del cinturón. Se bajó la cremallera de los vaqueros, luego los calzoncillos y se puso justo detrás de Hassan. Éste no ofreció resistencia. Ni siquiera se quejó. Movió ligeramente la cabeza y le vi la cara de refilón. Vi su resignación. Era una mirada que ya había visto antes. La mirada del cordero.

El día siguiente es el décimo de Dhul-Hijjah -el último mes del calendario musulmán- y el primero de los tres días de Eid Al-Adha, o Eid-e-Qorban, como lo denominan los afganos, cuando se conmemora el día en que el profeta Ibrahim estuvo a punto de sacrificar a Dios a su propio hijo. Baba ha vuelto a escoger personalmente el cordero para este año, uno blanco como el talco, con orejas negras y torcidas.

Estamos todos en el jardín trasero, Hassan, Alí, Baba y yo. El mullah recita la oración y se acaricia la barba. Baba murmura para sus adentros: «Acaba ya.» Parece molesto con la interminable oración, el ritual que transforma la carne en halal. Baba se burla de toda la simbología que hay detrás de este Eid, igual que se mofa de todo lo que tenga que ver con la religión. Pero respeta la tradición del Eid-e-Qorban. La tradición manda dividir la carne en tercios, uno para la familia, otro para los amigos y otro para los pobres. Baba la entrega siempre entera a los pobres. Dice que los ricos ya están bastante gordos.

El mullah da por finalizada la oración. Ameen. Coge el cuchillo de cocina más grande y afilado. La tradición exige que el cordero no vea el cuchillo. Alí le da al animal un terrón de azúcar…, otra costumbre, para que la muerte sea más dulce. El cordero patalea, pero no mucho. El mullah lo ciñe por debajo de la mandíbula y acerca la hoja del cuchillo al cuello. Miro los ojos del cordero sólo una fracción de segundo antes de que el mullah le abra la garganta con un movimiento experto. Es una mirada que turbará mis sueños durante semanas. No sé por qué siempre contemplo ese ritual anual que tiene lugar en nuestro jardín trasero; mis pesadillas persisten hasta mucho después de que hayan desaparecido las manchas de sangre en la hierba. Pero siempre lo veo. Me atrae esa expresión resignada que reflejan los ojos del animal. Por absurdo que parezca, me imagino que el animal lo nota, que sabe que su fallecimiento inminente sirve a un propósito elevado. Es la mirada…

Aparté la vista y me alejé del callejón. Algo caliente resbalaba por mis muñecas. Pestañeé y vi que seguía mordiéndome el puño con fuerza, lo bastante fuerte como para que empezaran a sangrarme los nudillos. Me di cuenta de algo más. Estaba llorando. Desde la esquina escuchaba los gruñidos rápidos y rítmicos de Assef.

Tenía una última oportunidad para tomar una decisión. Una oportunidad final para decidir quién iba a ser yo. Podía irrumpir en ese callejón, dar la cara por Hassan igual que él había hecho por mí tantas veces en el pasado y aceptar lo que pudiera sucederme. O podía correr.

Al final corrí.

Corrí porque era un cobarde. Tenía miedo de Assef y de lo que pudiera hacerme. Tenía miedo de que me hiciese daño. Eso fue lo que me dije en cuanto volví la espalda al callejón, a Hassan. Eso fue lo que me obligué a creer. En realidad anhelaba acobardarme, porque la alternativa, el verdadero motivo por el que corría, era que Assef tenía razón: en este mundo no hay nada gratis. Tal vez Hassan fuera el precio que yo debía pagar, el cordero que yo tenía que sacrificar para ganar a Baba. ¿Era un precio justo? La respuesta flotaba en mi mente sin que yo pudiera impedirlo: era sólo un hazara, ¿no?

Deshice corriendo el camino por donde había ido. Recorrí a toda velocidad el bazar desierto. Me acerqué dando tumbos a un puesto y me agaché junto a las puertas basculantes cerradas con candado. Permanecí allí, jadeante, sudando, deseando que las cosas hubieran sido de cualquier otra manera.

Unos quince minutos más tarde, oí voces y pisadas que se acercaban corriendo. Me agazapé detrás del puesto y vi pasar a toda prisa a Assef y a los otros dos, que se reían mientras bajaban por la calle desierta. Me obligué a esperar diez minutos más. Regresé entonces hacia el camino lleno de baches que corría paralelo al barranco nevado. Entorné los ojos y forcé la vista en la oscuridad hasta que divisé a Hassan, que se acercaba lentamente hacia mí. Nos encontramos junto a un abedul deshojado que había al borde del barranco.

Llevaba la cometa azul, eso fue lo primero que vi. Y no puedo mentir ahora y decir que mis ojos no la repasaron en busca de algún desgarrón. Su chapan estaba manchado de barro por delante y llevaba la camisa rasgada por debajo del cuello. Se detuvo. Se balanceó como si fuera a caerse. Luego se enderezó y me entregó la cometa.

– ¿Dónde estabas? He estado buscándote por todas partes -le dije. Decir aquello era como morder una piedra.

Hassan se pasó la manga por la cara para limpiarse los mocos y las lágrimas. Esperé a que dijera algo, pero permaneció en silencio, en la penumbra. Agradecí aquellas primeras sombras del anochecer que caían sobre el rostro de Hassan y ocultaban el mío. Me alegré de no tener siquiera que devolverle la mirada. ¿Sabría él que yo lo sabía? Y de saberlo, ¿qué vería si le miraba a los ojos? ¿Culpa? ¿Indignación? O, que Dios me perdonara, lo que más temía, ¿candorosa devoción? Eso, por encima de todo, era lo que no soportaría ver.

Empezó a hablar, pero le falló la voz. Cerró la boca, la abrió y volvió a cerrarla. Retrocedió un paso. Se secó la cara. Y eso fue lo más cerca que estuvimos nunca Hassan y yo de hablar de lo sucedido en el callejón. Creía que iba a echarse a llorar, pero, para mi alivio, no fue así y yo simulé no haber oído cómo le fallaba la voz. Igual que simulé no haber visto la mancha oscura que había en la parte de atrás de sus pantalones, ni aquellas gotas diminutas que le caían entre las piernas y teñían de negro la nieve.

– Agha Sahib estará preocupado -fue todo lo que logró decir. Me dio la espalda y partió cojeando.

Sucedió tal y como me lo había imaginado. Abrí la puerta del despacho lleno de humo e hice mi entrada. Baba y Rahim Kan estaban tomando el té y escuchando las noticias de la radio. Volvieron la cabeza y una sonrisa se dibujó en la boca de mi padre. Abrió los brazos. Dejé la cometa en el suelo y me encaminé hacia sus velludos brazos. Hundí la cara en el calor de su pecho y lloré. Baba me abrazó y me acunó de un lado a otro. Entre sus brazos olvidé lo que había hecho. Y eso fue bueno.