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– O sea, que según tú le han salido patas y se ha ido él solo. ¿Es eso lo que ha ocurrido, dege?

– Lo que digo… -empezó Laila, tratando de conservar la calma. Por lo general conseguía contenerse cuando era objeto del escarnio y las acusaciones de Mariam. Pero los tobillos se le habían hinchado, le dolía la cabeza y ese día el ardor de estómago era especialmente intenso-. Lo que digo es que a lo mejor tú misma lo cambiaste de sitio.

– ¿Que yo lo he cambiado de sitio? -Mariam abrió un cajón. Espátulas y cuchillos tintinearon al entrechocar-. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Unos meses? Yo vivo en esta casa desde hace diecinueve años, dojtar yo. He guardado ese cucharón en este cajón desde que tú ibas en pañales.

– Aun así -insistió Laila con los dientes apretados, a punto de estallar-, es posible que lo pusieras en otra parte y ya no te acuerdes.

– Y es posible que tú lo pusieras en otra parte para irritarme.

– Eres una mujer amargada y mezquina -espetó Laila.

Mariam dio un respingo, pero se recobró y frunció los labios.

– Y tú eres una puta. Una puta y una dozd. ¡Una puta ladrona, ni más ni menos!

Después habían llegado los gritos. Habían blandido cacharros, pero sin lanzarlos, y se habían proferido unos insultos tales que Laila se ruborizaba al recordarlos. Desde entonces no se habían vuelto a dirigir la palabra. Laila seguía sorprendida por la facilidad con que había perdido los estribos, pero lo cierto era que en cierto modo le había gustado lo que había sentido al gritar a Mariam, al insultarla y maldecirla, al tener un objetivo sobre el que descargar toda la ira y el dolor que hervían en su interior.

Con súbita perspicacia, Laila se preguntó si Mariam no experimentaría algo parecido.

Después ella había subido corriendo las escaleras y se había arrojado sobre la cama de Rashid. Abajo, Mariam seguía gritando: «¡Sucia desvergonzada! ¡Sucia desvergonzada!» Laila gemía con la cara contra la almohada, y de pronto la asaltó el dolor por la pérdida de sus padres con una intensidad abrumadora que no había sentido desde los terribles días que sucedieron al ataque. Se quedó tumbada, estrujando las sábanas entre los puños, hasta que de pronto se le cortó la respiración. Se sentó y rápidamente se llevó las manos al vientre.

El bebé acababa de dar la primera patada.

33

Mariam

Un día de la primavera de 1993, por la mañana temprano, Mariam se hallaba junto a la ventana de la sala de estar contemplando a Rashid, que salía de casa acompañado de la muchacha. Ella se tambaleaba, doblada por la cintura, con un brazo en torno al abultado vientre, cuya forma se intuía bajo el burka. Nervioso y sumamente protector, Rashid la sujetaba por el codo, guiándola por el patio como un guardia de tráfico. Hizo un gesto a la chica indicándole que esperara y se apresuró hacia el portón, luego le señaló que avanzara, mientras abría el portón despacio, empujándolo con un pie. Cuando la joven llegó a su altura, él la cogió de la mano y la ayudó a traspasar el umbral. A Mariam casi le pareció oírle decir: «Ten cuidado ahora, flor mía, mi gul.»

Regresaron al día siguiente por la tarde.

Mariam vio que Rashid entraba en el patio el primero y que soltaba el portón antes de tiempo, por lo que casi le dio a la muchacha en la cara. El hombre cruzó el patio a grandes zancadas. Mariam detectó una sombra en su rostro a la luz cobriza del atardecer. Una vez en casa, su marido se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el sofá.

– Tengo hambre. Sirve la cena -ordenó al pasar junto a ella, rozándola.

La puerta de la casa se abrió nuevamente. Desde el pasillo, Mariam vio a la muchacha, que con el brazo izquierdo sostenía un bulto envuelto en ropas. Tenía un pie fuera y el otro dentro, impidiendo que la puerta se le cerrara de golpe. Estaba encorvada y gruñía al tratar de recoger la bolsa de papel con sus pertenencias, que había dejado en el suelo para abrir la puerta, mientras hacía una mueca de dolor debido al esfuerzo. Alzó la vista y vio a Mariam.

Ésta dio media vuelta y se metió en la cocina para calentar la cena de Rashid.

– Es como si alguien me estuviera metiendo un destornillador por la oreja -se quejó Rashid, frotándose los ojos desde la puerta de la habitación de Mariam. Tenía los ojos hinchados y sólo llevaba un tumban atado con un nudo flojo. Sus blancos cabellos eran greñas que salían disparadas en todas direcciones-. No soporto tantos lloros.

Abajo, la muchacha paseaba por la habitación con el bebé en brazos, cantándole.

– No he dormido una noche entera desde hace dos meses -siguió lamentándose Rashid-. Y la habitación huele a cloaca. Hay pañales sucios por todas partes. La otra noche, sin ir más lejos, pisé uno.

Mariam sonrió para sus adentros, sintiendo un perverso placer.

– ¡Llévatela fuera! -gritó Rashid por encima del hombro-. ¿No puedes sacarla fuera?

– ¡Pillará una pulmonía! -exclamó Laila, interrumpiendo su canto por un momento.

– ¡Es verano!

– ¿Qué?

Rashid apretó los dientes y alzó la voz.

– ¡He dicho que hace calor!

– ¡No pienso llevarla fuera!

Volvió a oírse el tarareo.

– A veces, te juro que a veces me entran ganas de meter esa cosa en una caja y dejarla flotando en el río Kabul. Como hicieron con Moisés.

Mariam jamás le había oído llamar a su hija por el nombre que le había puesto la muchacha: Aziza, la más preciada. Rashid siempre decía «el bebé» o, cuando más exasperado estaba, «esa cosa».

Algunas noches Mariam los oía discutir. Se acercaba de puntillas hasta su puerta y escuchaba a Rashid quejándose del bebé, siempre del bebé, de su incesante llanto, de los olores, de los juguetes con los que tropezaba, y de que la criatura había acaparado toda la atención de Laila exigiendo constantemente que la alimentara, le hiciera eructar, la cambiara, la paseara y la acunara. La muchacha, a su vez, lo reprendía por fumar en la habitación y por no permitir que el bebé durmiera con ellos.

Otras discusiones se producían en voz baja.

– El médico dijo que seis semanas.

– Todavía no, Rashid. No. Suelta. Por favor, no hagas eso.

– Ya hace dos meses.

– Sshh. ¿Lo ves? Has despertado al bebé. -Luego añadía más bruscamente-. Josh shodi? ¿Ya estás contento?

Mariam volvía entonces sigilosamente a su habitación.

– ¿Por qué no la ayudas? -preguntó Rashid a Mariam-. Algo podrás hacer.

– ¿Y qué sé yo de bebés? -dijo Mariam.

– ¡Rashid! ¿Puedes traerme el biberón? Está sobre el almari. No quiere mamar. Voy probar otra vez con el biberón.

Los chillidos de la criatura rasgaron el silencio como el cuchillo del carnicero hendía la carne. Rashid cerró los ojos.

– Esa cosa es un cabecilla, como Hekmatyar. Te lo aseguro, Laila ha dado a luz a otro Gulbuddin Hekmatyar.

Mariam observaba cómo la muchacha se pasaba los días dedicada a ciclos inacabables, alimentando, meciendo, acunando y paseando al bebé. Y cuando la niña dormía, tenía que lavar pañales y dejarlos en remojo en un cubo con el desinfectante que había pedido a Rashid con tanta insistencia. Después tenía que limarle las uñas con fino papel de lija, y lavar la ropa y los pijamas. También eso se convirtió en motivo de disputa, como todo lo que concernía al bebé.

– ¿Qué pasa con la ropa? -preguntó Rashid.

– Es ropa de niño. Para un bacha.

– ¿Y crees que ella se da cuenta de la diferencia? Me costó un buen dinero. Y otra cosa te digo: no me gusta nada ese tono. Considéralo un aviso.

Todas las semanas sin falta, la muchacha ponía a calentar un brasero de metal negro, arrojaba en él unas semillas de ruda silvestre fechaba el humo en dirección al bebé para protegerlo de toda maldad.

Pese a que a Mariam le resultaba agotador observar el torpe entusiasmo de la muchacha, debía admitir, aunque fuera en privado y a regañadientes, que también le inspiraba cierta admiración. Le maravillaba que los ojos de la muchacha brillaran de adoración, incluso por la mañana, cuando su rostro se veía apagado y pálido como la cera tras haberse pasado la noche entera acunando a la criatura. La joven tenía ataques de risa cuando el bebé expulsaba los gases. Los más pequeños cambios de su hija la tenían embelesada y todo lo que hacía lo encontraba espectacular.