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– ¿Mejor, nay?

Cuando se dispuso a incorporarse, la pequeña le agarró el meñique. Los diminutos dedos se cerraron con fuerza en torno al de Mariam. Eran suaves y cálidos, y estaban húmedos de babas.

– Gugú -dijo el bebé.

– De acuerdo, bas, suéltame.

La niña siguió aferrada al meñique y pataleó.

Mariam se desasió. La pequeña sonrió y soltó unos cuantos gorgoritos. Luego volvió a llevarse los nudillos a la boca.

– ¿Por qué estás tan contenta, eh? ¿Por qué sonríes? No eres tan lista como dice tu madre. Tu padre es un bruto y tu madre una tonta. No sonreirías tanto si lo supieras. No, ya lo creo que no. Ahora duérmete. Vamos.

Mariam se levantó y avanzó unos cuantos pasos antes de que el bebé empezara a hacer los sonidos típicos que indicaban el inicio de una buena llantina. Volvió entonces sobre sus pasos.

– ¿Qué pasa? ¿Qué quieres de mí?

El bebé esbozó una sonrisa desdentada.

Mariam suspiró. Se sentó, dejó que la pequeña le agarrara el dedo, y la contempló mientras chillaba y doblaba las piernas regordetas para patalear. La mujer se quedó sentada, observándola, hasta que la niña dejó de moverse y empezó a respirar pesadamente.

Fuera, los sinsontes cantaban alegremente y, por momentos, cuando levantaban el vuelo, Mariam veía en sus alas el reflejo azul fosforescente de la luna que brillaba entre las nubes. Y aunque tenía la boca reseca y notaba calambres en los pies, tardó un buen rato en soltarse delicadamente para levantarse.

34

Laila

De todos los placeres terrenales, el preferido de Laila era tumbarse junto a Aziza, con el rostro tan cerca del de su hija que veía cómo se dilataban y se contraían sus pupilas. Le encantaba acariciar con un dedo la tersa y delicada piel de la niña, sus nudillos, los pliegues de sus codos. A veces tumbaba a la pequeña sobre su pecho y le hablaba a la suave coronilla, susurrando cosas sobre Tariq, el padre que nunca conocería y cuyo rostro no podría ver. Laila le hablaba de su habilidad para resolver acertijos, de sus mañas y travesuras, de su risa fácil.

«Tenía unas pestañas preciosas, espesas como las tuyas. Un buen mentón, la nariz perfecta y la frente redondeada. ¡Qué guapo era tu padre, Aziza! Era perfecto. Tanto como tú.»

Pero ponía mucho cuidado en no mencionar nunca su nombre.

A veces sorprendía a Rashid observando a Aziza de un modo muy peculiar. Una noche, sentado en el suelo del dormitorio mientras se recortaba un callo del pie, preguntó con tono despreocupado:

– ¿Y qué relación teníais vosotros dos?

Laila lo miró desconcertada, como si no lo entendiera.

– Laili y Maynun. Tú y el yablenga, el lisiado. ¿Qué relación teníais él y tú?

– Éramos amigos -contestó ella, procurando que no la delatara la voz y afanándose en preparar el biberón-. Ya lo sabes.

– No sé lo que sé. -Rashid depositó la piel cortada en el alféizar y se echó en la cama. Los muelles protestaron con un sonoro chirrido. Se despatarró y se tocó la entrepierna-. Y como… amigos, ¿hicisteis alguna vez algo que no debierais?

– ¿Que no debiéramos?

Rashid sonrió con desenfado, pero Laila percibía su mirada, fría y alerta.

– Bueno, veamos. ¿Te besó alguna vez? ¿Tal vez metió la mano donde no está permitido?

Laila esbozó una mueca con expresión indignada, o al menos eso esperaba ella. Notaba los latidos del corazón en la garganta.

– Éramos como hermanos.

– ¿En qué quedamos, era un amigo o un hermano?

– Las dos cosas. Él…

– ¿Cuál de las dos?

– Era las dos.

– Pero los hermanos son criaturas curiosas. Sí. A veces un hermano deja que su hermana le vea la polla, y ella…

– Eso es asqueroso -replicó Laila.

– Así que no hubo nada.

– No quiero seguir hablando de esto.

Rashid ladeó la cabeza, frunció los labios y asintió.

– La gente rumoreaba, ¿sabes? Lo recuerdo. Decían todo tipo de cosas sobre vosotros dos. Pero tú afirmas que no había nada.

Laila hizo un esfuerzo para fulminarlo con la mirada.

Rashid le sostuvo la mirada durante un rato espantosamente largo, sin pestañear, hasta que a Laila se le pusieron las manos blancas de tanto apretar el biberón y estuvo a punto de perder los nervios.

La muchacha tembló de miedo pensando en lo que Rashid haría si descubría que le había estado robando. Cada semana desde el nacimiento de Aziza, le abría la cartera cuando él dormía o estaba en el excusado y cogía un billete. Algunas semanas, si la cartera no estaba muy llena, sólo cogía un billete de cinco afganis, o nada, por temor a que se diera cuenta. Cuando la cartera estaba llena, cogía uno de diez o de veinte, y una vez incluso se arriesgó a coger dos de veinte. Escondía el dinero en un bolsillo que se había hecho en el forro de su abrigo de invierno a cuadros.

Se preguntaba qué haría su marido si supiera que planeaba huir la primavera siguiente, o como máximo cuando llegara el verano. Para entonces, Laila esperaba tener mil afganis o más, y la mitad sería para el billete de autobús de Kabul a Peshawar. Empeñaría la alianza cuando llegara el momento, así como las demás joyas que le había regalado el año anterior, cuando ella era todavía la malika de su palacio.

– En cualquier caso -prosiguió Rashid al fin, tamborileando con los dedos sobre el estómago-, no puedes culparme. Soy tu marido, y un marido se pregunta este tipo de cosas. Pero tuvo suerte de morir, porque si estuviera aquí ahora, si le pusiera las manos encima… -Aspiró una bocanada de aire entre dientes y meneó la cabeza.

– ¿No decías que no querías hablar mal de los muertos?

– Supongo que algunas personas no están lo bastante muertas -replicó él.

Dos días más tarde, Laila se despertó por la mañana y encontró una pila de ropa de bebé pulcramente doblada en la puerta del dormitorio. Había un vestido con falda de vuelo y pececitos rosas en el cuerpo; un vestido de lana azul con estampado de flores, con calcetines y guantes a juego; un pijama amarillo con lunares naranjas y unos pantalones de algodón verdes con volantes de lunares en las vueltas.

– Corre el rumor -dijo Rashid esa noche durante la cena, relamiéndose, sin prestar atención a Aziza ni fijarse en el pijama que le había puesto Laila- de que Dostum va a cambiar de bando para unirse a Hekmatyar. Massud tendrá problemas para luchar contra esos dos. Y no nos olvidemos de los hazaras. -Cogió un trozo del encurtido de berenjena que había hecho Mariam en verano-. Esperemos que sólo sea eso, un rumor. Porque si llega a ocurrir de verdad, esta guerra parecerá un picnic en Pagman un viernes cualquiera -añadió, agitando una mano grasienta.

Más tarde, Rashid se acostó con Laila y se desahogó con mudo apremio, sin molestarse en desvestirse siquiera, limitándose a bajarse el tumban hasta los tobillos. Cuando terminó su frenético meneo, se apartó de ella y se quedó dormido casi al instante.

Laila salió de la habitación a hurtadillas y encontró a Mariam en la cocina sentada en cuclillas, limpiando un par de truchas. Junto a ella había una cazuela llena de arroz en remojo. La cocina olía a humo y comino, a cebollas sofritas y pescado.

Laila se sentó en un rincón y se cubrió las rodillas con el borde del vestido.

– Gracias -dijo.

Mariam no le prestó atención. Terminó de cortar la primera trucha y cogió la segunda. Con un cuchillo de sierra, recortó primero las aletas y luego le dio la vuelta para abrirle el vientre expertamente desde la cola hasta las agallas. Laila la observó mientras metía el pulgar en la boca del pez, justo por encima de la mandíbula inferior, y con un solo movimiento hacia abajo le sacaba las agallas y las entrañas.

– La ropa es preciosa.

– A mí no me servía para nada -musitó Mariam. Dejó caer el pescado sobre un periódico manchado de viscoso líquido gris y le cortó la cabeza-. Si no era para tu hija, se la habrían comido las polillas.