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– ¡Mira! Alarga la manita para coger el sonajero. Qué lista es.

– Llamaré a los periódicos -mascullaba Rashid.

Todas las noches había demostraciones. Cuando la muchacha insistía en que Rashid presenciara alguna cosa, él alzaba el mentón y lanzaba una impaciente mirada de reojo por encima de su aguileña nariz cruzada por venas azules.

– Mira. Mira cómo se ríe cuando hago chasquear los dedos. Mira. ¿Lo ves? ¿Lo has visto?

Rashid soltaba un gruñido y volvía a fijar su atención en el plato. Mariam recordaba que antes Rashid se sentía abrumado ante la mera presencia de la muchacha. Todo lo que ella decía le complacía, le intrigaba, le hacía levantar la cabeza del plato y asentir.

Lo extraño era que la caída en desgracia de la muchacha debería haber satisfecho a Mariam, quien debería haberse sentido vengada, pero no era así. No, no lo era. Sorprendida de sí misma, Mariam descubrió que la compadecía.

También era durante la cena cuando la muchacha soltaba toda una retahíla de preocupaciones. Encabezaba la lista una posible neumonía, de la que sospechaba al oír la más mínima tos del bebé. Luego estaba la disentería, cuyo espectro despertaba cada vez que hallaba una deposición un poco líquida. Y cualquier sarpullido tenía que ser la viruela o el sarampión.

– No deberías encariñarte tanto con ella -espetó Rashid una noche.

– ¿Qué quieres decir?

– La otra noche estaba escuchando la radio. La Voz de América. Y oí una estadística interesante. Dijeron que en Afganistán uno de cada cuatro niños morirá antes de cumplir los cinco años. Eso fue lo que dijeron. Y luego… ¿Qué? ¿Qué? ¿Adónde vas? Vuelve aquí. ¡Vuelve aquí ahora mismo!

– ¿Qué le pasa? -preguntó a Mariam, mirándola con perplejidad.

Esa noche, Mariam estaba acostada cuando volvió a producirse una pelea. Era una calurosa noche estival, típica del mes de Saratan en Kabul. Mariam había abierto la ventana y había vuelto a cerrarla al comprobar que por ella no entraba aire alguno que aliviara el bochorno, sólo mosquitos. Notaba el calor que desprendía el suelo en el patio, traspasaba las tablas astilladas del retrete y subía por las paredes hasta penetrar en su habitación.

Por lo general la discusión terminaba en unos minutos, pero pasó media hora y no sólo no había acabado, sino que iba subiendo de tono. Mariam oía los gritos de Rashid. La voz de la muchacha sonaba aguda y vacilante. Pronto el bebé empezó a protestar.

Entonces Mariam oyó que la puerta de la habitación de Rashid se abría violentamente. Por la mañana, encontraría la marca circular del pomo en la pared del pasillo. Mariam ya se incorporaba en la cama cuando su puerta se abrió de golpe y Rashid irrumpió en su habitación.

El hombre llevaba unos calzoncillos blancos y una camiseta a juego que el sudor amarilleaba en las axilas. Calzaba chancletas. En la mano sujetaba un cinturón, el de cuero marrón que había comprado para su nikka con la muchacha, con la parte perforada enrollada alrededor del puño.

– Es culpa tuya. Lo sé -gruñó, avanzando hacia Mariam.

Ella se levantó de la cama y empezó a retroceder. Instintivamente cruzó los brazos sobre el pecho, donde solía pegarle primero.

– ¿De qué hablas? -balbuceó la mujer.

– De su rechazo. Tú se lo has enseñado.

A lo largo de los años, Mariam había aprendido a insensibilizarse cuando su marido la despreciaba, le hacía reproches, la ridiculizaba y la reprendía. Sin embargo, no había conseguido dominar el miedo que le inspiraba. Después de tanto tiempo, seguía echándose a temblar cuando Rashid iba por ella con aquella expresión de sorna, apretando el cinturón en torno al puño, haciendo crujir el cuero, y con los ojos brillantes e inyectados en sangre. Era el miedo de la cabra a la que meten en la jaula de un tigre, cuando el tigre alza la cabeza y empieza a gruñir.

La muchacha entró en la habitación con los ojos como platos y el rostro crispado.

– Debería haber imaginado que tú la corromperías -espetó Rashid a Mariam, y probó el cinturón en su propio muslo. La hebilla tintineó con fuerza.

– ¡Basta, bas! -exclamó la joven-. Rashid, no puedes hacer esto.

– Tú vuelve a la habitación.

La mujer siguió retrocediendo.

– ¡No! ¡No lo hagas!

– ¡Obedece!

El hombre volvió a levantar el cinturón, esta vez con intención de golpear a Mariam.

Entonces ocurrió algo asombroso: la muchacha se abalanzó sobre él. Lo agarró por el brazo con ambas manos y trató de obligarle a bajar la mano, pero simplemente se quedó colgando. Lo que sí consiguió fue evitar que avanzara hacia Mariam.

– ¡Suéltame! -gritó Rashid.

– Tú ganas. Tú ganas. No lo hagas. ¡Por favor, no le pegues! Te lo ruego, no lo hagas.

Siguieron forcejeando así, con la chica colgada del brazo de Rashid, suplicando, y éste tratando de zafarse de ella sin apartar los ojos de Mariam, que estaba demasiado asombrada para moverse.

Al final, la mujer comprendió que esa noche no recibiría ninguna paliza. Rashid había conseguido lo que se proponía. Permaneció inmóvil durante unos instantes más, jadeando, con el brazo levantado y una fina película de sudor en la frente. Luego bajó el brazo lentamente. Aunque los pies de la muchacha tocaron el suelo, aun así no se soltó, como si no se fiara de él. Rashid tuvo que desasirse de un tirón.

– Te lo advierto -masculló, echándose el cinturón por encima del hombro-. Os lo advierto a las dos. No consentiré que me convirtáis en un ahmaq, un idiota, en mi propia casa.

Lanzó una última mirada asesina a Mariam y empujó a la joven para que saliera delante de él.

Cuando oyó que se cerraba la puerta de la habitación de Rashid, la mujer volvió a acostarse, se cubrió la cabeza con la almohada y esperó a que cesaran los temblores.

Tres veces se despertó Mariam esa noche. La primera fue por el estruendo de los misiles que llegaba desde el oeste, desde Karté Char. La segunda vez fue por el llanto del bebé en el piso de abajo, mientras la muchacha lo arrullaba para que callara al tiempo que agitaba la cucharilla en el biberón. Finalmente, fue la sed lo que la impulsó a levantarse.

La sala de estar se encontraba a oscuras, salvo por la franja de luz de luna que entraba por la ventana. Mariam oyó el zumbido de una mosca y distinguió la estufa de hierro forjado en un rincón, con el tubo que ascendía y luego formaba un ángulo agudo justo al llegar al techo.

De camino a la cocina, estuvo a punto de tropezar con algo. Había una forma a sus pies. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, descubrió que eran la madre y la hija tumbadas en el suelo sobre una colcha.

La muchacha dormía de lado y roncaba. El bebé estaba despierto. Mariam encendió la lámpara de queroseno que había sobre la mesa y se agachó. A la luz de la lámpara, vio de cerca a la niña por primera vez: su mata de cabellos oscuros, los ojos de color avellana con abundantes pestañas, las mejillas sonrosadas y los labios del color de una granada madura.

Mariam tuvo la impresión de que el bebé también la examinaba a ella. La niña estaba tumbada de espaldas con la cabeza ladeada, y la miraba fijamente con una mezcla de regocijo, confusión y suspicacia. La mujer se preguntó si su cara la asustaría, pero entonces el bebé soltó unos alegres gorjeos y ella supo que el juicio le había sido favorable.

– Shh -susurró-. Despertarás a tu madre, aunque esté muerta de cansancio.

El bebé cerró la manita. Levantó el puño y lo dejó caer, dirigiéndolo torpemente hasta la boca. Sin dejar de morderse el puño, la niña sonrió, dejando escapar pequeñas burbujas de saliva relucientes.

– Fíjate. Da lástima verte, vestida como un niño. Y tan tapada, con el calor que hace. No me extraña que aún estés despierta.

Mariam apartó la manta y se horrorizó al ver que había otra debajo. Chasqueó la lengua y apartó también la segunda manta. El bebé rió con alivio y agitó las manos como un pájaro que aleteara.