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»A cambio, bueno, sólo pido una cosa muy sencilla. Te pido que no salgas de casa si no es en mi compañía. Eso es todo. Fácil, ¿verdad? Si no estoy y necesitas algo con urgencia, y me refiero a que lo necesites de verdad y no puedas esperar a que yo vuelva, entonces puedes enviar a Mariam a buscarlo. Aquí habrás notado una contradicción, sin duda. Bueno, uno no conduce un Volga de la misma manera que un Benz. Sería estúpido, ¿no? Ah, y también te pido que te pongas burka cuando salgas conmigo a la calle. Para protegerte, naturalmente. Es lo mejor. Ahora hay muchos hombres libidinosos por la ciudad, hombres con viles intenciones, dispuestos a deshonrar a una mujer casada incluso. En fin. Eso es todo.

Rashid tosió.

– Debería añadir que Mariam será mis ojos y mis oídos cuando yo no esté. -Lanzó a Mariam una rápida ojeada, tan dura como una patada en la cabeza con una punta de acero-. No es que desconfíe. Muy al contrario. Francamente, me parece que eres muy madura para tu edad, pero de todas formas eres una mujer joven, Laila yan, una dojtar e yawan, y las mujeres jóvenes a veces toman decisiones desafortunadas. En ocasiones tienden a hacer travesuras. En cualquier caso, Mariam responderá por ti. Y si se produjera algún descuido…

Así prosiguió durante un buen rato. Mariam observaba a la muchacha de reojo mientras Rashid dejaba caer sobre ellas sus órdenes y exigencias, igual que caían los misiles sobre Kabul.

***

Un día, Mariam se hallaba en la sala de estar doblando unas camisas de Rashid que había recogido del tendedero del patio. No sabía cuánto tiempo llevaba allí la muchacha, pero al coger una camisa y darse la vuelta, la encontró de pie en el umbral, con una taza de té en las manos.

– No pretendía asustarte -dijo la muchacha-. Lo siento.

Mariam se limitó a mirarla.

A la muchacha le daba el sol en la cara, en los grandes ojos verdes y la lisa frente, en los altos pómulos y las atractivas cejas, que eran gruesas y no se parecían en nada a las de Mariam, finas y anodinas. La muchacha no se había peinado esa mañana y su pelo claro le caía a ambos lados de la cara.

Mariam percibió la rigidez con que la muchacha aferraba la taza, los hombros tensos, su nerviosismo. La imaginó sentada en la cama, armándose de valor.

– Empiezan a caer las hojas -comentó la muchacha en tono amigable-. ¿Te has fijado? El otoño es mi estación favorita. Me gusta el olor de la hojarasca que quema la gente en el jardín. Mi madre prefería la primavera. ¿Conocías a mi madre?

– No.

La joven ahuecó la mano alrededor de la oreja.

– ¿Perdón?

– He dicho que no -repitió Mariam, alzando la voz-. No conocía a tu madre.

– Oh.

– ¿Quieres algo?

– Mariam ya, quisiera… Sobre lo que dijo él la otra noche…

– Sí, tenía intención de hablar contigo sobre eso -la interrumpió Mariam.

– Claro, por favor -dijo la muchacha con seriedad, casi con vehemencia, y avanzó un paso. Parecía aliviada.

Fuera trinaba una oropéndola. Alguien tiraba de una carreta. Mariam oyó el crujido de sus goznes, el traqueteo de sus ruedas de hierro. No muy lejos sonó un disparo, uno solo, seguido de tres más; luego nada.

– No pienso ser tu criada -declaró Mariam-. Ni hablar.

– No -convino la muchacha, dando un respingo-. ¡Por supuesto que no!

– Puede que seas la malika del palacio y yo una dehati, pero no aceptaré órdenes de ti. Puedes quejarte a él y que venga a degollarme, pero no pienso aceptar tus órdenes. ¿Me oyes? No voy a ser tu criada.

– ¡No! Yo no esperaba…

– Y si crees que puedes usar tu atractivo para librarte de mí, estás muy equivocada. Yo llegué aquí primero. No permitiré que me eches. No voy a terminar en la calle por tu culpa.

– Yo no quiero eso -replicó la muchacha con un hilo de voz.

– Y ahora ya se ve que tus heridas se han curado, así que puedes empezar a encargarte de tu parte del trabajo en la casa…

Ella asintió rápidamente. Se le derramó un poco de té, pero no se dio cuenta.

– Sí, ésa es la otra razón por la que he bajado, para darte las gracias por cuidar de mí…

– Bueno, pues no lo habría hecho -le espetó Mariam-. No te habría alimentado, lavado y atendido de haber sabido que ibas a volverte contra mí y a robarme el marido.

– Robar…

– Seguiré cocinando y lavando los platos. Tú harás la colada y barrerás. Para el resto nos turnaremos cada día. Y una cosa más. No necesito tu compañía. No la quiero. Lo único que deseo es estar sola. Tú me dejas tranquila y yo te devuelvo el favor. Así serán las cosas. Ésas son las reglas.

Cuando terminó de hablar, el corazón le latía con fuerza y notaba la boca seca. Mariam jamás había hablado de esa manera, jamás había expresado su voluntad con tanta fuerza. Debería haberse sentido eufórica, pero los ojos de la joven se habían llenado de lágrimas y tenía una expresión compungida, y la escasa satisfacción que Mariam halló en su arrebato se convirtió en un sentimiento ilícito.

Entregó las camisas a la chica.

– Ponlas en el almari, no en el armario. Le gustan las blancas en el cajón de arriba y el resto en el del medio, con los calcetines.

Ella dejó la taza en el suelo y extendió las manos para recoger las camisas, con las palmas hacia arriba.

– Siento todo esto -dijo con voz ronca.

– Haces bien en sentirlo -replicó Mariam.

32

Laila

Laila recordaba una reunión en su casa, en uno de los días buenos de su madre, hacía unos cuantos años. Las mujeres estaban sentadas en el jardín comiendo moras frescas que Wayma había cogido del moral del patio de su casa. Las bayas eran blancas y rosadas, y algunas del mismo tono violáceo de las diminutas venas de la nariz de Wayma.

– ¿Sabéis cómo murió su hijo? -dijo ésta, metiéndose enérgicamente otro puñado de moras en la boca desdentada.

– Se ahogó, ¿no? -intervino Nila, la madre de Giti-. En el lago Garga, ¿no?

– Pero ¿sabíais, sabíais que Rashid…? -Wayma alzó un dedo y asintió y masticó con grandes aspavientos, haciéndose de rogar mientras tragaba-. ¿Sabíais que por entonces Rashid bebía sharab y que ese día estaba completamente borracho? Es cierto. Borracho perdido, me dijeron. Y era media mañana. A mediodía, se había quedado inconsciente en una tumbona. Podrían haber disparado un cañón junto a su oreja y ni siquiera habría pestañeado.

Laila recordaba que Wayma se había llevado la mano a la boca para eructar, y que luego se había hurgado en los pocos dientes que le quedaban con la lengua.

– Ya podéis imaginar el resto. El chico se metió en el agua sin que nadie se diera cuenta. Lo encontraron un poco más tarde, flotando boca abajo. La gente corrió en su ayuda, unos para tratar de reanimar al padre y otros al chico. Alguien se inclinó sobre él y le hizo el boca a boca. Fue inútil. Todos lo vieron. El chico estaba muerto.

Laila recordaba que Wayma había levantado un dedo y que su voz temblaba, compasiva.

– Por eso el Sagrado Corán prohíbe el sharab. Porque siempre hace pagar a justos por pecadores. Así es.

Esta historia era lo que a Laila le rondaba por la cabeza después de dar la noticia sobre su embarazo a Rashid, que inmediatamente se había montado en su bicicleta y se había ido a una mezquita a rezar para que fuera un varón.

Esa noche, Mariam se pasó toda la cena empujando un trozo de carne por el plato. Laila se encontraba presente cuando Rashid le había comunicado la noticia con voz aguda y teatral, en un acto de crueldad inusitada. Mariam pestañeó y se ruborizó al oírlo. Luego se quedó inmóvil, con expresión adusta y desolada.

Más tarde, cuando Rashid se fue arriba a escuchar la radio, Laila ayudó a Mariam a recoger el sofrá.