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Pero de pronto esa opción ya no existía.

No podía irse porque había empezado a vomitar todos los días.

Y tenía los pechos más llenos.

Y de pronto, en medio de tanta conmoción, había caído en la cuenta de que no le había llegado la regla.

Se imaginó en un campamento para refugiados, un campo pelado con miles de plásticos sujetos a postes, agitados por el frío viento. Bajo una de esas tiendas improvisadas, vio a su bebé, el hijo de Tariq, con las sienes hundidas, la mandíbula floja, la piel cubierta de llagas de un tono gris azulado. Imaginó su cuerpo diminuto lavado por desconocidos, envuelto en un sudario rojizo, metido en un agujero en una franja de tierra barrida por el viento, bajo la mirada decepcionada de los buitres.

¿Cómo iba a marcharse en esas circunstancias?

Hizo un lúgubre inventario de las personas que habían formado parte de su vida. Ahmad y Nur, muertos. Hasina se había ido. Giti, muerta. Mammy, muerta. Babi, muerto. Y también Tariq…

Pero, milagrosamente, conservaba algo de su antigua vida, el último vínculo con la persona que había sido antes de quedarse completamente sola. Una parte de su amado seguía viva dentro de ella, con unos brazos diminutos y unas manos translúcidas que empezaban a formarse. ¿Cómo podía poner en peligro lo único que le quedaba de él y de su antigua vida?

No tardó nada en tomar la decisión. Habían transcurrido seis semanas desde que Tariq y ella habían yacido. Si dejaba pasar más tiempo, Rashid podía sospechar algo.

Sabía que lo que hacía era una vergüenza, un deshonor, una falsedad. Y además tremendamente injusto para Mariam. Pero, aunque el bebé que crecía en su seno no era más grande que una mora, Laila era consciente ya de los sacrificios que debía hacer una madre. La virtud no era más que el primero.

Se apoyó una mano sobre el vientre y cerró los ojos.

Laila no recordaría más que retazos sueltos de la triste ceremonia: las rayas crema del traje de Rashid; el intenso olor de su fijador para el pelo; el pequeño corte que se había hecho al afeitarse justo encima de la nuez; el tacto áspero de sus dedos manchados de tabaco cuando le puso el anillo; la pluma, que no funcionaba; la búsqueda de otra pluma; el contrato y la firma: él con mano firme, ella con trazo tembloroso; las plegarias; darse cuenta a través del espejo de que Rashid se había recortado las cejas.

Y Mariam observándola desde un rincón. Y la atmósfera sofocante en la que se respiraba su desaprobación.

Laila no se atrevió a mirarla a la cara.

Por la noche, bajo las frías sábanas de la cama de Rashid, la muchacha lo vio cerrar las cortinas. Temblaba incluso antes de que los dedos del hombre le desabrocharan los botones de la camisa y le desataran los pantalones. Estaba muy nervioso. Tardó una eternidad en quitarse la camisa y el pantalón. Laila vio su torso flácido, su ombligo protuberante, con una pequeña vena azulada en el centro, y el espeso vello blanco que le cubría el pecho, los hombros y los brazos. Sintió sus ojos recorriéndole el cuerpo ávidamente.

– Válgame Dios, creo que te quiero -murmuró Rashid.

Ella le pidió que apagara la luz con un castañeteo de dientes.

Más tarde, cuando estuvo segura de que él se había quedado dormido, Laila metió la mano sigilosamente bajo el colchón para sacar el cuchillo que había escondido allí antes, y se pinchó la yema del dedo índice. Luego levantó la manta y dejó que el dedo sangrara sobre las sábanas donde habían realizado el acto.

31

Mariam

Durante el día, la muchacha no era más que el crujido de un muelle del colchón, el ruido de pasos en el piso de arriba. Era el chapoteo del agua en el cuarto de baño, o una cucharita que tintineaba en un vaso en el dormitorio. De vez en cuando Mariam vislumbraba algo: el vuelo de un vestido cuando la chica subía rápidamente las escaleras con los brazos cruzados sobre el pecho, dejando oír el golpeteo de las sandalias.

Pero era inevitable que se encontraran. Mariam se cruzaba con ella en la escalera, en el estrecho pasillo, en la cocina o en la puerta al entrar en casa desde el patio. Cuando se producían tales encuentros, el aire se cargaba de tensión. La joven se recogía las faldas, se ruborizaba y musitaba unas palabras de disculpa, mientras Mariam pasaba rápidamente por su lado, echándole una mirada de soslayo. A veces percibía el efluvio de su piel, que olía al sudor, al tabaco, al apetito de Rashid. Por suerte, el sexo era un capítulo cerrado en la vida de Mariam. Aún se le revolvía el estómago al recordar aquellas penosas sesiones durante las que yacía inmóvil bajo el cuerpo de Rashid.

Por la noche, sin embargo, esa danza orquestada por ambas partes para evitarse mutuamente no era posible. Rashid decía que los tres formaban una familia. Insistía en ello y en que debían comer juntos, como hacían las familias.

– ¿Qué es esto? -preguntó, arrancando la carne de un hueso con los dedos, pues había renunciado a la farsa de usar cubiertos una semana después de contraer matrimonio con la muchacha-. ¿Me he casado con un par de estatuas? Vamos, Mariam, gap bezan, dile algo. ¿Es que no tienes modales? -Sin dejar de chupar el tuétano del hueso, añadió, dirigiéndose a la joven-: Pero tú no debes molestarte con ella. Es muy callada. Una bendición en realidad, porque, walá, si una persona no tiene gran cosa que decir, más vale que no malgaste saliva. Tú y yo somos gente de ciudad, pero ella es una dehati. Una aldeana. No, ni siquiera eso. Se crió en un kolba hecho de adobe, fuera de la aldea. Su padre la instaló allí. ¿Se lo has contado, Mariam? ¿Le has contado que eres una harami? Bueno, pues lo es. Pero no por ello deja de tener algunas cualidades. Ya lo comprobarás por ti misma, Laila yan. Es robusta, para empezar, buena trabajadora y sin pretensiones. Para que me entiendas mejor: si fuera un coche, sería un Volga.

Mariam tenía ya treinta y tres años, pero aquella palabra, harami, aún le dolía. Al oírla, seguía sintiéndose como una cucaracha o como una apestada. Recordó a Nana agarrándola por las muñecas. «Eres una harami torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he tenido que soportar. Una harami torpe que rompe reliquias.»

– Tú -dijo Rashid a la muchacha-, tú en cambio serías un Benz. Un Benz nuevo y reluciente de primera categoría. Wá, wá. Pero… -Alzó un grasiento dedo índice-. Un Benz merece ciertos… cuidados. Por respeto a su belleza y su excelente manufactura, ¿entiendes? Oh, debes de pensar que estoy loco, diwana, con toda esta charla sobre automóviles. No digo que seáis coches, sólo era un ejemplo.

Rashid devolvió al plato la bola de arroz que había formado con los dedos antes de seguir hablando. Sus manos quedaron suspendidas sobre la comida, mientras él mantenía la vista baja con expresión pensativa.

– No se debe hablar mal de los muertos, y mucho menos de los shahid. Y ten por seguro que no pretendo faltarles al respeto al decir esto, pero no puedo evitar ciertas… reservas… sobre el modo en que tus padres, que Alá los perdone y los acoja en el paraíso, bueno, sobre la indulgencia con que te trataban. Lo siento.

La fugaz mirada de odio que la muchacha lanzó a Rashid no escapó a la atención de Mariam, pero él seguía con los ojos bajos y no se dio cuenta.

– No importa. Lo que quiero decir es que ahora soy tu marido y no sólo debo proteger tu honor, sino el nuestro, sí, nuestro nang y namus. Eso es responsabilidad del marido. Déjalo en mis manos, por favor. En cuanto a ti, eres la reina, la malika, y esta casa es tu palacio. Cualquier cosa que necesites, se lo dices a Mariam y ella la hará por ti. ¿No es verdad, Mariam? Si te apetece algo, yo te lo traeré. Qué le voy a hacer, yo soy así.