Изменить стиль страницы

Antes incluso de que viera a Korten, sus dos perros zorreros me habían divisado. Desde lejos se dirigieron hacia mí corriendo y ladrando. Entonces surgió él de una depresión del terreno. No estábamos lejos uno de otro, pero entre nosotros había una cala que tuvimos que rodear. Por el estrecho sendero que bordeaba el acantilado nos dirigimos el uno hacia el otro.

18. VIEJOS AMIGOS COMO TÚ Y YO

– Tienes mal aspecto, mi querido Selb. Te vendrán bien unos días de descanso aquí. No te esperaba tan pronto. Vamos a dar un paseo. Helga prepara el desayuno a las nueve. Se alegrará de verte.

Korten me cogió del brazo y se dispuso a continuar caminando conmigo. Llevaba puesto un abrigo loden ligero y parecía distendido.

– Ahora lo sé todo -dije, y retrocedí.

Korten me miró inquisitivamente. Lo entendió de inmediato.

– No es fácil para ti, Gerd. Tampoco fue fácil para mí, y me alegró no tener que cargar a nadie con ello.

Le miré atónito. Él se acercó de nuevo, me volvió a coger del brazo y me llevó camino adelante.

– Tú crees que entonces se trataba de mi carrera. No, en la confusión de los últimos años de guerra era de la máxima importancia establecer claramente dónde estaban las responsabilidades, tomar decisiones inequívocas. Con nuestro grupo investigador las cosas no habrían seguido bien. Ya entonces lamenté que Dohmke hiciera aquellas maniobras para apartarse. Pero hubo tantos, y mejores, que tuvieron que creer en ello. También Mischkey tuvo la elección, y actuó cuando su vida estaba en juego. -Se detuvo y me cogió por los hombros-. Entiéndeme, Gerd. La empresa me necesitaba tal y como me fui haciendo en aquellos años difíciles. Siempre he sentido un gran aprecio por el viejo Schmalz, que, por sencillo que fuera, entendió aquellas complicadas circunstancias.

– Tienes que estar loco. Has asesinado a dos personas y hablas de ello como…, como…

– ¡Ah, qué palabras más solemnes! ¿He asesinado yo? ¿O fue el juez, o el verdugo? ¿O el viejo Schmalz? ¿Y quién llevó la instrucción contra Tyberg y Dohmke? ¿Quién tendió la trampa para Mischkey e hizo que él cayera? Todos estamos implicados, todos, y así tenemos que verlo y soportarlo y cumplir con nuestro deber.

Me desasí de su brazo.

– ¿Implicados? Quizá lo estemos todos, pero tú eras el que tiraba de los hilos, ¡tú! -grité a su rostro tranquilo. Pero él siguió sin moverse.

– Eso son creencias infantiles, «ha sido él, ha sido él». Y ni siquiera cuando éramos niños lo creíamos en realidad, sino que sabíamos exactamente que todos habíamos participado cuando hacíamos rabiar al profesor, nos burlábamos de un compañero o jugábamos sucio con el contrincante.

Hablaba con plena concentración, paciente, didáctico, y yo tenía la cabeza pesada y confusa. Sí, así se había escurrido también mi sentimiento de culpa, año tras año. Korten siguió hablando.

– Pero, de acuerdo, he sido yo. Si lo necesitas, acepto las consecuencias. ¿Qué crees que hubiera pasado de haber alertado Mischkey a la opinión pública, a los periódicos? Una cosa así no se arregla sustituyendo al jefe antiguo por uno nuevo, y que todo siga igual. No quiero hablarte de la resonancia que habría tenido su historia en los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, de la competencia, con la que se combate por cada centímetro con todos los medios posibles, de los puestos de trabajo que habrían sido destruidos, de lo que significa hoy estar sin trabajo. La RCW es un barco grande y pesado, que a pesar de su pesadez se mueve entre los témpanos de hielo con una velocidad temeraria, y si el capitán se va y se pierde el control del timón, encalla y queda destruido. Por eso acepto las consecuencias.

– ¿Del asesinato?

– ¿Debería haberle sobornado? El riesgo era demasiado alto. Y no me cuentes que para salvar una vida ningún riesgo es demasiado alto. No es cierto, piensa en los muertos por accidentes de tráfico, en los accidentes de trabajo, en los disparos mortales de la policía. Piensa en la lucha contra el terrorismo, en que la policía ha matado por error quizá a tanta gente como los terroristas intencionadamente, ¿hemos de capitular por eso?

– ¿Y Dohmke?

De pronto me sentí vacío. Me vi a mí mismo y a él allí de pie, hablando los dos como si fuera una película a la que han quitado el sonido. Bajo las grises nubes la costa escarpada, la chispeante espuma sucia de las olas, el camino y detrás los campos, dos hombres de edad conversando excitados: las manos gesticulan, las bocas se mueven, pero la escena es muda. Deseé estar muy lejos.

– ¿Dohmke? Bien mirado no debería decir nada más al respecto. El hecho de que hayan sido olvidados los años entre 1933 y 1945 es el fundamento sobre el que se ha construido nuestro Estado. Bien, es cierto que teníamos y tenemos que hacer un poquito de comedia con procesos y condenas. Pero en 1945 no hubo noche de los cuchillos largos, y ésa hubiera sido la única posibilidad de un ajuste de cuentas. Entonces quedó decidido el fundamento. ¿No estás satisfecho tú? Bien, de acuerdo, Dohmke era poco seguro e impredecible, quizá un químico dotado, pero en todo lo demás era un diletante que no hubiera sobrevivido dos días en el frente.

Continuamos andando. No hizo falta que me cogiera de nuevo del brazo; cuando él reanudó la marcha yo avancé a su lado.

– El destino puede hablar así, Ferdinand, pero tú no. Buques de vapor que siguen su trayectoria, fundamentos inconmovibles, asuntos en los que nosotros sólo somos marionetas; lo que me estás contando de las fuerzas y los poderes de la vida no cambia nada del hecho de que tú, Ferdinand Korten, tú solo…

– ¿Destino? -Ahora se puso él furioso-. Nosotros somos nuestro destino, y yo no echo la culpa a fuerzas y poderes de ningún tipo. Eres tú el que ni hace completamente las cosas ni las deja de hacer. Meter en un lío a Dohmke y Mischkey sí, pero cuando pasa lo que tiene que pasar, empiezas a tener escrúpulos, y quisieras no haberlo visto y no haber estado allí. Por Dios, Gerd, madura de una vez.

Continuó andando pesadamente. El camino se había estrechado y yo caminaba tras él, a la izquierda la costa, a la derecha un muro. Detrás los campos.

– ¿Por qué has venido? -Se dio la vuelta-. ¿Para ver si te mato a ti también? ¿Si te empujo al vacío? -Cincuenta metros por debajo de nosotros el mar se encrespaba.

Rió como con un chiste. Luego lo leyó en mi rostro antes de que yo lo dijera.

– He venido para matarte.

– ¿Para volverlos de nuevo a la vida? -se burló-. Porque tú…, el autor quiere ser juez, ¿eh? ¿Te sientes utilizado en tu inocencia? ¿Y qué serías tú sin mí, qué hubiera sido de ti antes de 1945 sin mi hermana y mis padres y después sin mi ayuda? Pues mejor que te lances tú mismo al vacío si es que no lo puedes soportar.

Le salió voz de falsete. Yo le miré fijamente. Luego asomó en su rostro la sonrisa irónica que yo conocía y me gustaba desde que éramos jóvenes, la que me había alentado con halagos a cometer algunas imprudencias conjuntas y me había sacado del mismo modo de situaciones fatales; intuitiva, cautivadora, superior.

– Pero, hombre, Gerd, esto es de locura. Dos viejos amigos como tú y yo… Ven, vamos a desayunar. Ya huelo el café. -Silbó a los perros.

– No, Ferdinand. -Me miró con la expresión de un asombro sin límites cuando le golpeé en el pecho con ambas manos, perdió el equilibrio y se precipitó en el vacío con el abrigo agitándose a su alrededor. No oí ningún grito. Chocó contra un arrecife antes de que el mar se lo llevara.