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13. ¿NO VE COMO SUFRE SERGEJ?

Sergej Mencke se encontraba en la Clínica del Este en una habitación doble que daba al jardín. La otra cama estaba vacía en aquel momento. Su pierna colgaba elevada por una especie de polea y era mantenida con la inclinación adecuada por medio de un sistema metálico de bastidores y tornillos. Con la excepción de unas pocas semanas, había estado los últimos tres meses en la clínica, y, en consonancia con ello, su aspecto era miserable. A pesar de ello se veía que era un hombre bello. Cabello claro, rubio, un rostro inglés alargado con una barbilla potente, ojos oscuros y un gesto vulnerable y arrogante en torno a la boca. Lástima que su voz tuviera algo de lloroso, aunque acaso fuera sólo por causa de los meses anteriores.

– ¿No hubiera sido mejor hablar conmigo antes que nada, en lugar de molestar a todo mi entorno social?

Así que era uno de ésos. Un quejica.

– ¿Qué me habría contado en tal caso?

– Que sus sospechas son puramente fruto de su fantasía, producto de una mente enferma. ¿Se imagina a sí mismo autolesionándose una pierna de esa forma?

– Ah, señor Mencke. -Acerqué la silla a su cama-. Hay tantas cosas que yo no haría. Tampoco me podría cortar en el pulgar para no tener que fregar más platos. Y tampoco sé qué haría para cobrar un millón de marcos si fuera un bailarín sin futuro.

– Esa estúpida historia del campamento de boy scouts. ¿De dónde la ha sacado?

– Molestando a su entorno social. ¿Y cómo fue lo del pulgar?

– Fue un accidente de lo más normal. Estuve cortando tacos para las tiendas con la navaja. Sí, ya sé lo que va a decir. He contado una versión distinta, pero sólo por que me parece una bonita historia, y mi infancia no abunda en ellas. Y en lo que se refiere a mi futuro como bailarín… Bueno, escuche. Usted tampoco da la impresión de tener un gran futuro, pero no iba a romperse ningún miembro por eso.

– Dígame, señor Mencke, ¿cómo pretendía usted financiar la escuela de baile de que ha hablado tan a menudo?

– Frederick quería apoyarme, Fritz Kirchenberg, me refiero. Tiene mucho dinero. De haber querido engañar a la compañía de seguros me habría podido inventar algo más inteligente.

– La puerta del coche no me parece tan tonta. Pero ¿qué habría sido más inteligente?

– No me apetece seguir hablando con usted. Yo sólo he dicho en el caso de haber querido engañar a la compañía de seguros.

– ¿Estaría usted dispuesto a someterse a un examen psiquiátrico? Eso facilitaría considerablemente la decisión de la compañía de seguros.

– Ni pensarlo. Tampoco voy a dejar que me hagan pasar por loco. Si no pagan inmediatamente iré a un abogado.

– En el proceso no va a librarse del examen psiquiátrico.

– Eso está por ver.

La enfermera entró llevando una pequeña bandeja con pastillas de colores.

– Las dos rojas ahora, la amarilla antes de la comida, la azul después. ¿Cómo estamos hoy?

Sergej tenía lágrimas en los ojos cuando miró a la enfermera.

– No puedo más, Katrin. Siempre estos dolores y nunca podré volver a bailar. Y ahora este señor de la compañía de seguros me trata de impostor.

La enfermera Katrin le puso la mano en la frente y me miró enojada.

– ¿No ve cómo sufre Sergej? ¿No le da vergüenza? Déjele tranquilo. Siempre ocurre lo mismo con las compañías de seguros; primero le sacan a uno el dinero, y luego le atormentan a uno porque no quieren pagar.

Yo no podía aportar nada a aquella conversación y huí. Mientras comía tomé algunas notas para mi informe a las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg.

Mi conclusión era que no se trataba ni de autolesión deliberada ni de un mero percance. Sólo podía agrupar los argumentos que hablaban en favor de lo uno o lo otro. En el caso de que la compañía no quisiera pagar, no quedaría mal en el proceso.

Al ir a cruzar la calle un coche me salpicó de arriba abajo con nieve sucia. Ya estaba de mal humor cuando llegué a la oficina, y el trabajo con el informe no hizo más que empeorarlo. Al caer la tarde había grabado trabajosamente dos cintas, que llevé a la Tattertallstrasse para que las mecanografiaran. Camino de casa recordé que había querido preguntar a la señora Mencke por los métodos de extracción de dientes de su hijo. Pero eso ya me importaba un pito.

14. MATEO 6, 26

Fue un grupo reducido de amigos del difunto el que se juntó el viernes en el cementerio central de Ludwigshafen a las dos. Eberhard, Philipp, el representante del decano de la Facultad de Ciencias de Heidelberg, la señora de la limpieza de Willy y yo. El representante del decano había preparado un discurso, que leyó de mala gana a causa del escaso público. Nos enteramos de que Willy era una autoridad internacionalmente reconocida en el ámbito de la investigación de los mochuelos. Y además con corazón; en la guerra, cuando era profesor no titular en Hamburgo, había rescatado de la pajarera en llamas del jardín zoológico de Hagenbeck la familia de los mochuelos, que estaban por completo trastornados. El párroco habló sobre Mateo 6, 26, sobre las aves del cielo. Bajo un cielo azul y con una nieve que crujía discurrió la comitiva desde la capilla hasta la tumba. Philipp y yo seguíamos los primeros al ataúd. Me susurró:

– Te tengo que enseñar la foto algún día. La encontré cuando ordenaba su casa. Willy y los mochuelos salvados, uno y otros con el pelo y el plumaje chamuscados, seis pares de ojos miran agotados, pero felices, a la cámara. Eso me animó, y también me dio pena.

Luego nos encontramos en torno a la tumba, muy profunda. Es como cuando a uno le toca el turno en los juegos infantiles. Por edad el siguiente es Eberhard, y luego me toca a mí. Ya hace mucho que cuando muere alguien a quien quiero no pienso: «Ah, si más y más a menudo yo hubiera…» Y cuando muere alguien de mi edad la impresión que tengo es que, sencillamente, ya se ha adelantado, aunque no pueda decir hacia dónde. El párroco rezó el Padrenuestro, y todos le seguimos; incluso Philipp, el ateo más recalcitrante que conozco, lo recitó en voz alta. Después cada uno de nosotros echó su puñadito de tierra a la tumba, y el párroco nos dio a todos la mano. Un muchacho joven, pero convencido y convincente. Philipp tuvo que volver enseguida al hospital.

– Vendréis esta noche a casa para la cena funeral, ¿verdad? -La víspera había comprado doce pequeñas latas de sardinas en la ciudad, y había puesto los pescaditos en salsa de escabeche. Para acompañar habría pan blanco y vino rioja. Quedamos a las ocho.

Philipp se fue como una exhalación, Eberhard hizo los honores al representante del decano y a la señora de la limpieza, que seguía sollozando conmovedoramente, el párroco la llevó con suavidad del brazo hasta la salida. Yo tenía tiempo y estuve paseando lentamente por las calles del cementerio. Si Klara hubiera estado allí, me habría gustado visitarla y mantener una pequeña conversación con ella.

– ¡Señor Selb! -Me volví y reconocí a la señora Schmalz, con una azada pequeña y una regadera-. Precisamente iba al panteón de la familia, ahora descansa allí también la urna de Heinrich. Ha quedado bonita la tumba, ¿viene a verla?

Me miraba con timidez desde su rostro estrecho y afligido. Llevaba un abrigo negro y pasado de moda, botas negras de botones, una gorra negra de piel sobre el cabello canoso, recogido en un moño, y un deplorable bolso de imitación de cuero. Hay en mi generación personajes femeninos cuya simple visión hace que crea todo lo que escriben las profetas del movimiento feminista, aunque nunca las haya leído.

– ¿Sigue usted viviendo en la fábrica vieja? -le pregunté mientras caminábamos.

– No, tuve que irme, porque lo han tirado todo. La empresa me ha dado un alojamiento en la Pfingstweide. La vivienda está bien, desde luego, muy moderna, pero, sabe usted, al cabo de tantos años… Necesito una hora para llegar a la tumba de mi Heinrich. Gracias a Dios, después me recoge mi hijo con el coche.