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La víspera había estado demasiado cansado para ver Flashdance, que había cogido en un local de alquiler de vídeos de la Seckenheimer Strasse. Ahora lo puse. Después de ello estuve bailando bajo la ducha. ¿Por qué no me había quedado más tiempo en Pittsburgh?

10. COGED AL LADRÓN

Judith y yo hicimos la primera parada. Salimos de la autopista para entrar en la ciudad y aparcamos en la plaza de la catedral. Estaba nevada, sin adornos navideños perturbadores. Recorrimos los pocos pasos que nos separaban del Café Spielmann, encontramos una mesa en la ventana y ante nosotros tuvimos la vista del Rin y del puente con la capillita en medio.

– Ahora cuenta con detalle cómo lo has organizado todo con Tyberg -le pedí a Judith cuando nos sirvieron el muesli, que allí preparan con verdadera exquisitez, con mucha nata y sin excesivos copos de avena.

– Cuando tuve que atenderle durante los actos del aniversario, me invitó a visitarle si iba a Locarno. He vuelto sobre ello, y le he dicho que tenía que llevar en coche a mi tío, ya mayor -puso tranquilizadoramente su mano sobre la mía-, que quiere buscar algún alojamiento de vacaciones para personas de la tercera edad junto al lago Maggiore. Enseguida he añadido que conoce a mi tío de los años de la guerra. Y entonces nos ha invitado a los dos para mañana a tomar el té. -Judith estaba orgullosa de su jugada diplomática. Yo tenía mis reservas.

– ¿No me echará en el acto si reconoce en mí al desagradable fiscal nacionalsocialista? ¿No habría sido mejor habérselo dicho sin rodeos?

– También lo he pensado, pero entonces tal vez ni siquiera habría permitido que entrara en su casa el desagradable fiscal nacionalsocialista.

– ¿Y en realidad por qué tío ya mayor y no amigo ya mayor?

– Eso suena a amante. Creo que a Tyberg le gustaba como mujer, y quizá no me recibiría si supiera ya que además venía conmigo. Eres un detective privado sensible.

– Sí. Estoy dispuesto con gusto a asumir la responsabilidad de haber sido el fiscal de Tyberg. Pero ¿tengo que confesar luego a renglón seguido que soy tu amante y no tu tío.

– ¿Me lo preguntas a mí? -Lo dijo rápidamente y en un tono altivo, pero al mismo tiempo sacó su labor de punto, como si se prepara para una conversación más extensa.

Encendí un cigarrillo.

– Siempre me has interesado como mujer, y ahora me pregunto si para ti soy sólo el viejecito inofensivo, una especie de tío asexuado.

– ¿Qué pretendes ahora? «Siempre me has interesado como mujer.» Si antes te interesé, déjalo estar. Si te intereso ahora, entonces reconócelo. Siempre prefieres asumir la responsabilidad pasada que la presente. -Empate, la pelota en medio.

– No tengo ninguna dificultad en reconocer que me interesas, Judith.

– Sabes, Gerd, por supuesto que te veo como hombre, y también me gustas como hombre. La cosa no ha ido nunca tan lejos como para que haya querido dar el primer paso. Sobre todo en las últimas semanas. Pero ¿cuáles son los pasos tortuosos que das tú, si es que los das? «No tengo ninguna dificultad en reconocer», y estás teniendo las mayores dificultades ya sólo con pronunciar esa frase retorcida y cautelosa. Venga, sigamos el viaje. -Enrolló la manga del jersey que había empezado sobre las agujas y luego pasó por encima algo más de hilo.

No sabía qué decir. Me sentía humillado. Hasta Olten no cruzamos ni una palabra.

Judith había encontrado en la radio el concierto de violonchelo de Dvorák y hacía punto.

¿Qué me había humillado en el fondo? Después de todo, Judith sólo me había restregado por la cara lo que yo mismo había experimentado en los últimos meses: la falta de claridad en mis sentimientos con respecto a ella. Pero lo había hecho con frialdad, con su forma de citarme me sentía puesto en evidencia como un gusano que se retuerce en su anzuelo. Se lo dije a la altura de Zofingen.

Dejó caer la labor de punto en el regazo y miró un buen rato la autopista ante ella.

– He vivido eso tan a menudo en mi trabajo como secretaria de dirección, hombres que quieren algo de mí pero que no actúan debidamente. Les hubiera gustado tener algo conmigo, pero al propio tiempo no quieren que pase nada. Y lo organizan también así, de forma que se pueden retirar inmediatamente, en última instancia sin implicarse. Vi que eso mismo sucedía contigo. Das un primer paso, que quizá no lo es en absoluto, haces un gesto que no te cuesta nada y con el que no arriesgas nada. Hablas de humillación… Yo no te he querido humillar. Ah, mierda, por qué sólo puedes ser sensible para tus propias heridas. -Volvió la cabeza. Sonaba como si estuviera llorando. Pero yo no podía verlo.

A la altura de Lucerna oscureció. Cuando llegamos a Wassen ya no me apetecía seguir conduciendo. La autopista estaba despejada, pero empezó a nevar. Conocía el Hôtel des Alpes de anteriores viajes al Adriático. En la recepción todavía estaba la jaula con la corneja india. Cuando nos vio, cotorreó: «Coged al ladrón, coged al ladrón.»

Para cenar tomamos ternera troceada con patatas laminadas hechas a la sartén a la manera de Zurich. Durante el viaje habíamos empezado a discutir si el éxito ha de forzar al artista a menospreciar al público. Röschen me había hablado de un concierto de Serge Gainsbourg en París, con un público que había aplaudido con mayor gratitud cuando peor era tratado por Gainsbourg. Desde entonces me ocupaba la cuestión, y luego había ido a mayores e hizo que me preguntara si se puede envejecer sin menospreciar a las personas. Durante mucho rato Judith había rechazado cualquier relación entre éxito artístico y menosprecio humano. Con el tercer vaso de Fendant transigió.

– Tienes razón, Beethoven al final estaba sordo. La sordera es la expresión consumada del menosprecio al propio entorno.

En una habitación individual monacal dormí profundamente y sin interrupciones. Por la mañana temprano partimos hacia Locarno. Cuando salimos del túnel de San Gotardo, el invierno había pasado.

11. SUITE EN SI MENOR

Llegamos hacia mediodía, tomamos habitaciones en un hotel junto al lago y comimos en el mirador acristalado, con vistas a veleros multicolores. El sol se dejaba sentir muy intensamente tras los cristales. Yo estaba agitado con la idea de ir a tomar el té en casa de Tyberg. Un funicular azul lleva de Locarno a Monti. A medio camino, donde la cabina que sube se encuentra con la que baja, hay una parada, Madonna del Sasso, un famoso santuario que no es bello, pero está situado en un bello lugar. Fuimos hasta allí caminando por el vía crucis, empedrado con grandes guijarros redondos. El resto de la ascensión nos lo ahorramos y tomamos el pequeño funicular.

Seguimos las muchas vueltas de la carretera hasta la casa de Tyberg, situada en una pequeña plaza donde también estaba la oficina de correos. Nos encontrábamos ante un muro con sus buenos tres metros que descendía hasta la carretera y sobre el cual discurría una verja de hierro forjado. El pabellón en una esquina y los árboles y matorrales de detrás de la verja permitían reconocer la posición elevada de la casa y el jardín. Tocamos el timbre, abrimos la maciza puerta, subimos la escalera hasta el jardín delantero y apareció ante nosotros una casa sencilla, pintada de rojo y de dos pisos. Junto a la entrada había una mesa y sillas de jardín de las que se ven en las cervecerías. La mesa estaba llena de libros y manuscritos. Tyberg se desembarazó de la manta de pelo de camello y vino hacia nosotros, de gran estatura, con andares levemente inclinados hacia delante, cabello blanco completo, barba cuidada, canosa y corta, y cejas abundantes. Llevaba gafas para leer, por encima de las cuales nos miraba con unos ojos azules y curiosos.

– Querida señora Buchendorff, qué bien que se haya acordado de mí. Y éste es su señor tío. Bienvenido también a Villa Sempreverde. Ya nos conocíamos, me ha contado su sobrina. No, déjelo -me detuvo cuando yo iba a empezar a hablar-, ya me acordaré. Estoy trabajando precisamente en mis memorias -señaló la mesa-, y me gusta ejercitar la memoria.