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Llegamos al panteón de la familia. Estaba completamente cubierto de nieve. La corona enviada por la empresa se había convertido ya hacía tiempo en mantillo; la cinta había sido fijada a un pequeño taco y lucía como un estandarte junto a la lápida. La viuda Schmalz dejó la regadera y la azada en el suelo.

– Pero si no puedo hacer absolutamente nada con tanta nieve. -Allí de pie los dos pensábamos en el viejo Schmalz-. Al pequeño Richard tampoco lo veo apenas. Ahora vivo fuera, demasiado lejos. Qué me dice usted, le parece bien que la fábrica vieja… Oh Dios, qué cosas pienso desde que ya no está Heinrich. Él me lo prohibió, nunca permitió que se hablara mal de la Rheinischen.

– ¿Desde cuándo sabían que se tenían que ir?

– Desde hace medio año ya. Nos enviaron una carta. Pero luego todo fue muy rápido.

– ¿No habló Korten con su marido cuatro semanas antes de que se trasladaran para que no les resultara tan difícil?

– ¿Sí? A mí no me dijo nada. Realmente tenía una estrecha relación con el general. Desde la guerra, cuando las SS le destinaron a la fábrica. Lo que dijeron en el entierro es cierto, que la fábrica era su vida. No le sirvió de mucho, pero yo nunca pude decirlo. Como oficial de las SS o como oficial de seguridad de la empresa, la lucha continúa, pensaba siempre.

– ¿Qué ha sido de su taller?

– Con cuánto amor lo construyó. Y también se desvivía por los coches. Con las obras de derribo se llevaron todo muy rápido, el hijo apenas pudo sacar nada, yo creo que fue todo para la chatarra. Y a mí eso tampoco me pareció bien. Oh, Dios. -Se mordió los labios y puso el rostro del que comete una ofensa-. Perdóneme, no he querido decir nada malo de la Rheinischen. -Me cogió del brazo para tranquilizarse. Lo tuvo cogido un rato mientras miraba la tumba. Luego siguió hablando, pensativa-. Pero a lo mejor al final no le pareció bien la forma como la empresa se portó con nosotros. En su lecho de muerte le quiso decir al general algo del garaje y de los coches. Pero no pude entenderlo.

– Permita que un hombre mayor le haga esta pregunta, señora Schmalz. ¿Fue usted feliz con Heinrich en su matrimonio?

Cogió la pequeña regadera y la azada.

– Qué cosas preguntan hoy. Yo nunca he pensado en eso. Era mi marido, y ya está.

Fuimos al aparcamiento. El joven Schmalz acababa de llegar. Mostró alegría al verme.

– El señor doctor. Ha encontrado a mamá junto a la tumba de papá. -Le conté el entierro de mi amigo-. Mi pésame. Duele perder a un amigo. Yo también lo he sufrido. Le sigo estando agradecido por haber salvado al pequeño Richard. Y a mi mujer y a mí todavía nos gustaría invitarle a tomar café. Mamá puede venir también, claro. ¿Qué pastel preferiría?

– Mi favorito es el Zwetschgenstreusel. -No lo dije con mala idea [14]. Es de verdad mi pastel favorito. Schmalz estuvo magnífico.

– Oh, pastel de ciruela con masa de harina y mantequilla. Nadie los hace como mi mujer. ¿Quizá hacia los días tranquilos de Navidad o principios de año?

Dije que sí. Convinimos en telefonearnos para fijar la fecha exacta.

La velada con Philipp y Eberhard fue de una alegría melancólica. Recordamos la última tarde en que jugamos a la cabeza doble con Willy. En aquella ocasión habíamos bromeado sobre lo que pasaría con nuestra tertulia de jugadores cuando muriera uno.

– No -dijo Eberhard-, no vamos a buscar a un cuarto hombre. A partir de ahora jugaremos al skat.

– Y luego al ajedrez, y el último se dará cita a sí mismo dos veces al año para hacer solitarios -dijo Philipp.

– Para ti es fácil reír, eres el mas joven.

– Río por reír. Hacer solitarios…, yo prefiero morirme profilácticamente.

15. AND THE RACE IS ON

Desde que me trasladé de Berlín a Heidelberg me compro los árboles de Navidad en Tiefburg, de Handschuhsheim. Por descontado que hace ya tiempo que allí son como en todas partes. Pero a mí me gusta la pequeña plaza que está frente al castillo en ruinas y rodeado de agua. Antes el tranvía daba la vuelta a la plaza rechinando sobre los carriles; la línea termina aquí, y Klara y yo hicimos a menudo excursiones desde aquí al Heiligenberg. Hoy Handschuhsheim se ha convertido en un lugar de moda de la gente fina, y en su mercado semanal se dan cita todos los que en Heidelberg creen que son algo cultural e intelectualmente. Llegará el día en que ya sólo serán auténticas las aglomeraciones al estilo del barrio de la Marca.

Me gusta especialmente el abeto blanco. Pero para mis latas de sardinas me pareció más adecuado el abeto Douglas. Encontré uno, hermoso, enhiesto, de la altura de una habitación y frondoso. Poniéndolo en diagonal entraba justo en mi Kadett, con el asiento del copiloto completamente desplazado hacia delante y el respaldo de los traseros abatido. Dejé el coche en el aparcamiento del Palacio Municipal. Me había hecho una pequeña lista para la compra navideña.

En la Hauptstrasse había un gentío de mil demonios. Me abrí paso como pude hasta la joyería Welsch y compré unos pendientes para Babs. Nunca se ha presentado la ocasión, pero algún día me gustaría ir a tomar una cerveza con Welsch. Tiene el mismo gusto que yo. Para Röschen y para Georg elegí, en una de esas llamativas boutiques de regalos, dos relojes desechables de los que están de moda entre la juventud posmoderna, plástico transparente con maquinaria de cuarzo y esfera integrada. Luego me sentí agotado. En el Café Schafheutle me encontré a Thomas con su mujer y sus tres hijas púberes.

– ¿De un guarda de seguridad no se espera que dé hijos varones a su empresa?

– En el ámbito de la seguridad hay también, y cada vez más, tareas atractivas para las mujeres. En nuestros cursos contamos que habrá un treinta por ciento de participantes femeninas. Ah, y además la Conferencia de Ministros de Educación nos apoya como proyecto piloto, y la facultad se ha decidido en consecuencia a establecer su propia especialidad de Seguridad Interna. Hoy puedo presentarme a usted como el decano fundador designado y anunciarle que el uno de enero dejo la RCW.

Le felicité y le hice partícipe de mi respeto para con su cargo, honor, dignidad y título.

– ¿Y qué va a hacer Danckelmann sin usted?

– Lo tendrá difícil en los próximos años, hasta que se jubile. Pero yo quisiera que la especialidad tuviera también atribuciones consultivas, y en tal caso él podría comprarnos nuestros consejos. ¿No habrá olvidado el currículum que quería enviarme, señor Selb?

Evidentemente Thomas se estaba emancipando ya de la RCW y crecía en su nuevo papel. Me invitó a sentarme a su mesa, donde las hijas reían tontamente con disimulo y la mujer parpadeaba nerviosa. Miré el reloj, me disculpé y me apresuré a ir al Café Scheu.

Después hice la siguiente acometida para comprar las cosas de mi lista. ¿Qué se regala a un varón que está cerca de los sesenta? ¿Ropa interior atigrada? ¿Jalea real? ¿Las historias eróticas de Anáis Nin? Al final le compré a Philipp una coctelera para el bar de su barco. Y entonces mi aversión contra el tintineo incesante y el negocio de la Navidad fue excesivo. Me invadió una profunda insatisfacción con respecto a las personas y a mí mismo. Necesitaría horas en casa para volver a ser el de siempre. ¿Y por qué me había lanzado yo al tumulto navideño? ¿Por qué cometía todos los años el mismo error? ¿Es que tampoco en esto he sido capaz de aprender algo más en mi vida? ¿Y para qué todo aquello?

El Kadett olía agradablemente a bosque de abetos. Cuando conseguí abrirme paso entre el tráfico hasta la autopista, pude respirar. Puse una cinta, una de las de abajo porque las demás ya las había oído con frecuencia en el viaje de ida y vuelta a Locarno. Pero no salió música. Se oía descolgar un teléfono, la señal de marcar, luego alguien marcando un número, y enseguida la señal en el otro extremo. Alguien contestaba a la llamada. Era Korten.