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– ¿Le gusta Bach? ¿Qué tal con la suite en si menor?

Estuvimos tocando hasta la cena, tras la suite en si menor vino el concierto en re mayor de Mozart. Él tocaba seguro y con fuerza en la expresión. En las escalas rápidas en ocasiones yo tuve que hacer trampa. Al final de cada pieza Judith soltaba la labor de punto de las manos y aplaudía.

Comimos pato relleno con castañas, albóndigas y lombarda. El vino yo no lo conocía, un Merlot afrutado del Ticino. Junto a la chimenea Tyberg nos pidió que guardáramos en secreto su historia. En breve sería pública, pero hasta entonces se imponía el deber de la discreción.

– Esperaba la ejecución en la celda de los condenados a muerte de la prisión de Bruchsal. -Describió la celda, la vida cotidiana de un condenado a muerte, la comunicación mediante golpes en la pared con Dohmke, que estaba en la celda contigua, la mañana en que vinieron a buscar a Dohmke-. Pocos días después también vinieron a buscarme a mí, en medio de la noche. Dos de las SS me reclamaron para llevarme a un campo de concentración. Y entonces advertí que uno de los oficiales de las SS era Korten. -Esa misma noche fue depositado en la frontera, más allá de Lörrach, por Korten y el otro miembro de las SS. Al otro lado le esperaban dos señores de Hoffmann-La Roche-. A la mañana siguiente bebía chocolate y comía cruasanes, como en tiempos de paz.

Era un buen narrador. Judith y yo escuchábamos embelesados. Korten. Siempre volvía a sorprenderme, y hasta a admirarme.

– Pero ¿por qué no puede hacerse público eso?

– Korten es más modesto de lo que parece. Me ha pedido con insistencia que no haga mención del papel que desempeñó en mi fuga. Yo siempre lo he respetado, no sólo como un gesto de modestia, sino también de sabiduría. Todo eso cuadraba mal con la imagen de líder empresarial que se estaba labrando. Este verano he aireado por vez primera la historia. La posición de Korten como líder empresarial es hoy reconocida en todas partes, y creo que le alegrará cuando el episodio ocupe su lugar en la semblanza que Die Zeit quiere publicar la próxima primavera con ocasión de sus setenta años. Por eso le conté la historia al reportero que investigaba para la semblanza, cuando estuvo aquí hace unos meses.

Puso otro leño. Eran las once.

– Una pregunta más, señora Buchendorff, antes de que la velada acabe. ¿Le gustaría trabajar para mí? Desde que estoy con mis memorias busco a alguien que haga el trabajo de investigación, en el archivo de la RCW, en otros y en bibliotecas, que sepa hacer lecturas críticas de control, que se acostumbre a mi letra y escriba el manuscrito definitivo. Me alegraría que pudiera empezar el uno de enero. Trabajaría fundamentalmente en Mannheim, de vez en cuando tendría que pasar una semana aquí. La retribución no sería peor que la que ha tenido hasta ahora. Piénselo hasta mañana a primera hora de la tarde, llámeme, y en caso de que acepte podemos discutir mañana mismo los detalles.

Nos acompañó a la puerta del jardín. El mayordomo esperaba con el Jaguar para llevarnos al hotel. Judith y Tyberg se despidieron con un beso en cada mejilla. Cuando le di la mano, me sonrió con un guiño.

– ¿Volveremos a vernos, tío Gerd?

12. SARDINAS DE LOCARNO

En el desayuno Judith me preguntó qué pensaba de la oferta de Tyberg.

– Me ha gustado él -contesté.

– Te creo. Hicisteis un buen número, los dos. Cuando el fiscal y su víctima empezaron a tocar juntos música de cámara, no podía creer lo que estaba oyendo. Me parece bien que te guste, también me gusta a mí, pero ¿qué piensas de su oferta?

– Acéptala, Judith. Creo que no puede pasarte nada mejor.

– ¿Y que yo le interese como mujer no dificulta el trabajo?

– Pero eso te puede pasar en cualquier trabajo, con esas cosas ya sabes manejarte. Y Tyberg es un gentleman y no te meterá la mano bajo la falda cuando te esté dictando.

– ¿Y qué hago cuando haya terminado sus memorias?

– Enseguida te digo algo sobre eso.

Me levanté, fui al buffet del desayuno y para terminar cogí unas rodajas de pan tostado con miel. Vaya con ésta, pensé. ¿Se querrá construir su propia casa? De vuelta en la mesa dije:

– Ya te procurará un empleo. Es de lo último que deberías preocuparte.

– Voy a pensármelo más dando un paseo por la orilla del lago. ¿Nos vemos para comer?

Yo sabía qué pasaría a continuación. Ella aceptaría el puesto, llamaría a Tyberg a las cuatro y estaría con él tratando los detalles hasta la noche. Decidí buscarme un alojamiento para mis vacaciones; dejé una nota a Judith con mis mejores deseos de que las negociaciones con Tyberg fueran exitosas y salí con el coche a recorrer el lago hasta Bissago, donde pasé con el barco hasta la Isola Bella, y allí comí. Después me dirigí hacia las montañas y describí un arco amplio, que me dejó de nuevo junto al lago a la altura de Ascona. Vi numerosos alojamientos para mis vacaciones. Pero no quería reducir mis expectativas de vida hasta el punto de poder comprarme una con el seguro. A lo mejor hasta me invitaba Tyberg para las siguientes vacaciones.

Cuando se hizo de noche estaba de vuelta en Locarno y anduve callejeando por la ciudad, decorada para la Navidad. Busqué latas de sardinas para mi árbol de Navidad. En una tienda de ultramarinos bajo las arcadas encontré sardinas portuguesas con indicación del año de envasado. Cogí una lata de 1983, de tonos brillantes verdes y rojos, y una de 1984, de un blanco sencillo con letras doradas.

En la recepción del hotel me esperaba una nota de Tyberg. Me proponía recogerme para la cena. En lugar de llamarle por teléfono y hacer que me recogieran, fui a la sauna del hotel, pasé allí tres horas agradables y me metí en la cama. Antes de dormirme le escribí una carta breve a Tyberg en que le expresaba mi agradecimiento.

A las once y media Judith llamó a la puerta. Le abrí. Me hizo un cumplido sobre mi pijama, y acordamos que saldríamos a las ocho.

– ¿Estás satisfecha con tu decisión? -le pregunté.

– Sí. El trabajo con las memorias durará dos años, y Tyberg ya ha pensando en algo para después.

– Formidable. Que duermas bien.

Olvidé abrir la ventana, y desperté de un sueño. Yo dormía con Judith, que sin embargo era la hija que nunca tuve y que llevaba una ridícula faldita roja de teatro de variedades. Al abrir una lata de sardinas para ella y para mí, salió Tyberg de ella, y fue creciendo hasta que al final ocupó toda la habitación. A mí me faltaba espacio, desperté.

Ya no pude volver a dormirme y me alegró que llegara la hora del desayuno, y sobre todo la de irnos por fin. Pasado el túnel de San Gotardo empezó de nuevo el invierno, y para llegar a Mannheim necesitamos siete horas. En realidad mi intención era visitar el martes a Sergej, que estaba en la clínica tras una nueva operación, pero ahora no me veía con fuerzas para hacerlo. Invité a Judith a champán para celebrar su nuevo trabajo, pero le dolía la cabeza.

Así que bebí solo el champán con mis sardinas.