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9. ASí QUE SOLO QUEDÁBAMOS TRES

Con la autopista nueva se viaja de Mannheim a Nuremberg en realidad en dos horas. La salida Schwabach/ Roth se encuentra treinta kilómetros antes de Nuremberg. Algún día Roth se encontrará en la autopista Augsburgo-Nuremberg. Pero eso ya no lo veré yo.

Por la noche había nevado. Durante el viaje tenía la elección entre dos carriles, el muy utilizado de la derecha y uno estrecho para adelantar. Pasar junto a un camión era una aventura entre balanceos. Tras tres horas y media de viaje llegué. En Roth hay algunas casas de paredes entramadas, algunas construcciones de cantería, una iglesia evangélica y una católica, tabernas que se han adaptado a las necesidades de los soldados y muchos cuarteles. Ni siquiera un patriota local podría designar Roth como perla de la Franconia. Era poco antes de la una, y yo buscaba un restaurante. En el Ciervo Rojo, que se había resistido a la tendencia al fast food y que hasta había conservado su antigua disposición, cocinaba el propio dueño. Pregunté a la camarera por algún plato bávaro. No entendió mi pregunta.

– ¿Bávaro? Estamos en Franconia.

Así que pregunté por un plato franconio.

– Todos -dijo-. Toda la carta es Franconia. El café también. -Gente servicial la de allí. Pedí al buen tuntún saure Zipfel con patatas salteadas y también una cerveza negra.

Las saure Zipfel son salchichas, pero no se asan, sino que se calientan hasta la ebullición en una mezcla de vinagre, cebollas y especias. Y es así como saben. Las patatas salteadas estaban deliciosamente picantes. La camarera se ablandó y me indicó el camino hasta la Allersberger Strasse, donde vivía Jungbluth.

Jungbluth me abrió la puerta de paisano. En mi fantasía me lo había imaginado con medias hasta la rodilla, pantalón corto marrón, pañuelo azul al cuello y un sombrero de boy scout de alas amplias. Ya no se acordaba del campamento de boy scouts en que el pequeño Mencke había llevado puesta una venda auténtica o falsa y de esa forma se había librado de fregar. Pero recordaba otras cosas.

– Le gustaba escurrir el bulto a Siegfried. También en la escuela, donde lo tuve en los dos primeros cursos. Sabe, era un niño introvertido. Y también era un niño miedoso. Yo desde luego no entiendo nada de medicina, aparte, naturalmente, de los primeros auxilios que requieren mis funciones como maestro y jefe de hoy scouts. Pero pienso que se necesita valor para autolesionarse, y no creo que Siegfried tuviera ese valor. Su padre ya es de otra pasta.

Me acompañaba a la puerta cuando se le ocurrió algo más.

– ¿Quiere ver fotos? -En el álbum ponía 1968, las imágenes mostraban distintos grupos de boy scouts, tiendas, fogatas de campamento, bicicletas. Vi a niños cantando, riendo y haciendo muecas, pero también vi en sus ojos que el jefe de boy scouts Jungbluth les había hecho posar-. Éste es Siegfried.

Me mostró a un niño rubio y más bien flaco, de rostro reservado. Algunas fotografías después lo descubrí otra vez.

– ¿Qué le pasaba aquí en la pierna? -Tenía la pierna izquierda enyesada.

– Cierto -dijo el maestro Jungbluth-. Ésa fue una historia desagradable. Durante medio año el seguro de accidentes intentó imputarme negligencia en el ejercicio de mis tareas de control. Y sin embargo Siegfried se cayó de un modo muy estúpido cuando visitábamos la cueva de Pottenstein, y se rompió la pierna. Yo no puedo estar en todas partes. -Me miró reclamando mi aprobación. Se la di con gusto.

De vuelta a casa hice balance. No quedaba mucho por hacer en el caso Sergej Mencke. Todavía quería echar un vistazo a la tesis doctoral de la asistente de Philipp, y para el final había reservado la visita a Sergej en la clínica. Estaba harto de todos, de maestros, capitanes, profesores de germanística maricones, de todo el ballet y también de Sergej, incluso antes de verle. ¿Estaba cansado de mi oficio? Ya en el caso Mischkey había quedado por debajo de mis estándares profesionales, y antes no habría perdido a tal punto las ganas con un caso como me sucedía ahora con Mencke. ¿Debía dejarlo todo? ¿De verdad que quería vivir más de ochenta años? Podría pedir a la compañía de mi seguro de vida que me hicieran efectivo el pago; con eso me alimentaría doce años. Decidí hablar a principios de año con mi asesor fiscal y agente de seguros.

Iba conduciendo en dirección Oeste, hacia el sol poniente. Hasta donde podía ver la nieve brillaba rosácea. El cielo era de un azul pálido, de porcelana. De las chimeneas de los pueblecitos y ciudades pequeñas de Franconia por los que pasaba ascendía el humo. La luz acogedora de las ventanas despertaba viejas nostalgias de protección. Añoranza de ninguna parte.

Philipp estaba todavía de servicio cuando a los siete pregunté por él en su departamento.

– Willy ha muerto -me saludó abatido-. Ese tonto. Morirse hoy por un apéndice perforado es sencillamente ridículo. No entiendo por qué no me ha llamado; tiene que haber sufrido dolores tremendos.

– Sabes, Philipp, después de la muerte de Hilde el año pasado a menudo tuve la sensación de que en el fondo no quería seguir viviendo.

– Qué maridos y viudos más idiotas. Bastaba con que me dijera una sola palabra, yo conozco mujeres que le hacen a uno olvidar a cualquier Hilde. Por cierto, ¿qué ha sido de tu Brigitte?

– Anda por Río de Janeiro. ¿Cuándo es el entierro?

– Dentro de una semana. A las dos en el cementerio central de Ludwigshafen. He tenido que hacerme cargo de todo. ¿Estás de acuerdo con una lápida de piedra arenisca roja y un pequeño mochuelo encima? Vamos a ponernos de acuerdo tú, Eberhard y yo para que sea enterrado como es debido.

– ¿Has pensado ya lo de las esquelas? Y tenemos que avisar al decano de su antigua facultad. ¿Puede hacerlo tu secretaria?

– Conforme. Me gustaría ir contigo, seguro que vas a comer. Pero no puedo irme ahora; no olvides la tesis doctoral.

Así que sólo quedábamos tres. Fui a casa y abrí una lata de sardinas. Ese año quería probar con latas de sardina en aceite para mi árbol de Navidad y tenía que empezar la colección. Ya era casi demasiado tarde para lograr un número suficiente de ellas para Navidad. ¿Debería invitar el siguiente viernes por la tarde a Philipp y Eberhard a una comida funeral con sardinas en aceite?

«Fracturas producidas por puertas» tenía cincuenta páginas. El trabajo se basaba en una combinación sistemática de puertas y roturas. La introducción contenía una representación gráfica que consignaba en abscisas las distintas puertas causantes de roturas y en ordenadas las fracturas provocadas por puertas. En la mayor parte de los ciento noventa y seis cuadrados había cifras que indicaban con qué frecuencia la correspondiente combinación se había presentado en el hospital municipal de Mannheim en los últimos veinte años.

Busqué la columna «Puerta de coche» y la línea «Fractura de tibia». En la intersección encontré el número dos, al final del texto las anamnesis pertinentes. Aunque eran anónimas, en una de ellas reconocí la de Sergej. La otra era del año 1972. Un caballero excitado había ayudado a su dama a subir al coche y había cerrado demasiado pronto la puerta. El informe sólo podía mencionar un caso de autolesión. Un orfebre fracasado había querido hacerse de oro asegurándose el pulgar de la mano derecha y rompiéndoselo a continuación. En el sótano de las calderas había puesto la mano derecha en el marco de la puerta de hierro, que luego había cerrado con la izquierda. El asunto fracasó porque, tras haber cobrado de la compañía de seguros, el individuo había fanfarroneado con el golpe dado. Declaró a la policía que ya de niño se arrancaba los dientes de leche flojos con un hilo fijando un extremo al picaporte de una puerta y el otro al diente. Esto le dio la idea.

La decisión de llamar por teléfono a la señora Mencke y preguntarle por los métodos que tenía el pequeño Siegfried para extraerse los dientes la dejé para otro momento.