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– Yo no sé cuánto entiende usted de ballet, señor Selb -dijo Joschka-. Al fin y al cabo con nosotros pasa como con todo. Están las estrellas y los que lo serán alguna vez; están los que se han librado de sus sueños de gloria, pero que no tienen miedos existenciales. Y quedan todavía los que viven en el miedo constante de no conseguir el siguiente contrato, y para los que todo ha terminado en cuanto sobrepasan cierta edad. Sergej pertenecía al tercer grupo.

Hanne no le contradijo. Con su rostro altivo dio a entender que consideraba la conversación por completo descaminada.

– Yo pensaba que usted quería averiguar algo sobre Sergej como persona. Y es que los hombres no conocen otra cosa que la carrera.

– ¿Qué idea se hacía el señor Mencke de su futuro?

– Paralelamente ha hecho siempre baile de sociedad, y una vez me dijo que le gustaría abrir una escuela de baile, algo muy corriente, para gente de quince y dieciséis años.

– Pero eso demuestra además que no puede haberse lesionado él mismo. Piénsalo bien, Joschka. ¿Cómo iba a ser profesor de baile sin una pierna?

– ¿Sabía usted también de sus planes de clases de baile, señora Fischer?

– Sergej andaba con muchos planes. Es increíblemente creativo y tiene una fantasía inquietante. También podría imaginarse haciendo cosas del todo distintas; criar ovejas en la Provenza o cosas así.

Tenían que regresar al ensayo. Me dieron sus números de teléfono para el caso de que se me ocurrieran más preguntas, me preguntaron si tenía algo pensado para la tarde, y me prometieron dejar en la caja una entrada gratuita para mí. Les seguí con la vista. Los andares de Joschka eran concentrados y elásticos; Hanne caminaba con pasos ligeros y flotantes. Había dicho muchas tonterías, de verdad, pero andaba con convicción, y me hubiera gustado verla por la tarde en el ballet. Pero Pittsburgh era demasiado frío. Hice que me llevaran al aeropuerto, volé a Nueva York y me dieron para esa misma tarde un vuelo de vuelta a Frankfurt. Creo que soy demasiado viejo para América.

5. ¿Y QUÉ ESTÁ COCIENDO AHORA?

Tomando el brunch en el Café Gmeiner hice un programa para el resto de la semana. Fuera caía la nieve en densos copos. Tenía que dar con el jefe de los boy scouts en cuyo grupo había estado Mencke, y hablar con el profesor Kirchenberg. Y también quería charlar con el juez que en aquella ocasión condenó a muerte a Tyberg y Dohmke. Tenía que saber si la condena se había producido por instrucciones de arriba.

Tras la guerra el juez Beufer había sido presidente de la Audiencia Territorial de Karlsruhe; en la central de correos encontré su nombre en la guía telefónica de Karlsruhe. Su voz sonaba sorprendentemente joven, y se acordaba de mi nombre.

– El Selb -dijo con acento suabo-. ¿Y qué ha sido de él? -Estaba dispuesto a recibirme para charlar conmigo ese día a primera hora de la tarde.

Vivía en Durlach, en una casa en una pendiente con vistas a Karlsruhe. Vi el gran gasómetro que saluda con el nombre de la ciudad. Me abrió el mismo juez Beufer. Se mantenía militarmente erguido, llevaba un traje gris, debajo una camisa blanca con corbata roja y alfiler de plata. La camisa había quedado demasiado ancha para su viejo y arrugado cuello. Beufer estaba calvo, su rostro colgaba pesadamente hacia abajo, mejillas, barbilla, bolsas bajo los ojos. En la Fiscalía siempre hacíamos chistes sobre sus orejas salientes. Eran más impresionantes que nunca. Parecía enfermo. Debía de pasar con creces los ochenta.

– Así que se nos ha hecho detective privado. ¿No le da vergüenza? Pero él era un buen jurista, un fiscal brillante. Yo esperaba verle de nuevo entre nosotros, una vez pasado lo peor.

Estábamos sentados en su gabinete de trabajo y bebíamos jerez. Él leía todavía la Neue Juristische Wochenschrift.

– Pero el Selb no viene únicamente para hacer una visita a su viejo juez. -Sus ojitos de cerdo brillaron taimados.

– ¿Se acuerda de la causa Tyberg y Dohmke? ¿Finales de 1943, principios de 1944? Yo instruí entonces el sumario, Södelknecht era el representante de la acusación y usted presidía el tribunal.

– Tyberg y Dohmke… -pronunció los nombres algunas veces como para sí-. Claro, fueron condenados a muerte, y en el caso de Dohmke también fue ejecutada la sentencia, Tyberg escapó a la ejecución. Sí, y llegó lejos el hombre. Y fue un hombre de mundo, ¿o vive todavía? Lo encontré una vez en una recepción en la Solitude, bromeamos sobre los viejos tiempos. Comprendió que entonces todos nosotros teníamos que cumplir con nuestro deber.

– Lo que yo quisiera saber…, ¿el tribunal recibió entonces señales de arriba en lo que respecta al desenlace del procedimiento, o fue un proceso completamente habitual?

– ¿Por qué le interesa eso a Selb? ¿Y qué está cociendo ahora?

La pregunta tenía que llegar, claro. Le hablé de un contacto fortuito con la señora Müller y de mi encuentro con la señora Hirsch.

– Sencillamente, quisiera saber lo que ocurrió entonces y qué papel he desempeñado yo.

– Para una revisión nunca será suficiente lo que la mujer le ha contado. Si Weinstein viviera todavía…, pero bueno. Tampoco lo creo. Uno tiene su criterio, y cuanto más me acuerdo, más seguro vuelvo a estar de que el fallo fue correcto.

– ¿Y hubo señales de arriba? No me malinterprete, señor Beufer. Los dos sabemos que el juez alemán supo mantener su independencia también bajo condiciones extraordinarias. A pesar de ello, repetidamente se intentó ejercer influencia desde algunas partes interesadas, y me gustaría saber si en este procedimiento hubo parte interesada.

– Ah, por qué no dejará Selb en paz esas viejas historias. Pero si es que quiere saberlo para la tranquilidad de su alma… Por aquella época me llamó Weismüller algunas veces, el que era entonces director general. Lo que él pretendía es que se cerrara el caso y que cesaran las habladurías sobre la RCW Quizá justo por eso le pareciera bien la condena de Tyberg y Dohmke. Porque, claro, no hay nada que cierre un caso tan radicalmente como una ejecución rápida. Que Weismüller tuviera interés en la condena por otros motivos… Ni idea, a decir verdad no lo creo.

– ¿Eso fue todo?

– Weismüller sin duda tenía relación con Södelknecht todavía entonces. El defensor de Tyberg había presentado a alguien de la RCW como testigo de descargo que en el estrado habló casi como si su propia vida estuviera en juego; Weismüller se interesó por él. Espere, el hombre también ha llegado lejos…, sí, Korten es su nombre, el actual director general. Así que tenemos juntos a todos los directores generales. -Se rió.

¿Cómo había podido yo olvidarlo? Yo mismo me sentí contento entonces de no tener que mezclar a mi amigo y cuñado en el procedimiento, pero después fue llamado por la defensa. Me alegró, porque Korten había trabajado tan estrechamente con Tyberg que su participación en el proceso habría podido arrojar sospechas asimismo sobre él, en cualquier caso perjudicando su carrera.

– ¿Sabía entonces el tribunal que Korten y yo éramos cuñados?

– Dios mío. Jamás lo hubiera pensado. Pero entonces aconsejó usted mal a su cuñado. Defendió con tal vehemencia a Tyberg que poco faltó para que Södelknecht lo apresara en el acto. Muy decente, demasiado decente, a Tyberg no le sirvió de nada. Es algo que deja mal sabor de boca, que un testigo de la defensa no sepa decir nada sobre los hechos y sólo pueda extenderse en amistosas generalidades sobre el acusado.

No tenía nada más que preguntar. Bebí el segundo jerez que me sirvió, y estuve charlando sobre colegas que conocíamos ambos. Luego me despedí.

– El Selb, que vuelve a seguir a su olfato de sabueso. Claro, porque es ella la que no le deja, la justicia. ¿Se dejará ver otra vez por casa del viejo Beufer? Me alegraría.

Sobre mi coche había diez centímetros de nieve reciente. La quité, tuve suerte y descendí seguro la colina hasta la carretera nacional, y en la autopista seguí a una quitanieves en dirección norte. Había oscurecido. La radio del coche anunciaba embotellamientos y se oían hits de los años sesenta.