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6. PATATAS, COL BLANCA Y MORCILLA CALIENTE

La espesura de la nieve hizo que me saltara la salida de Mannheim en el cruce de Walldorf. Después la máquina quitanieves se quedó en un aparcamiento, y me sentí perdido. Conseguí llegar sin embargo hasta el restaurante de Hardtwald.

De pie en el establecimiento, esperaba con mi café a que cesara la nevada. Miraba los copos que bailaban. De pronto las imágenes del pasado cobraron vida.

Fue una tarde de agosto o septiembre, en 1943. Klara y yo habíamos tenido que dejar nuestra vivienda de la Werderstrasse y nos acabábamos de mudar a la Bahnhofstrasse. Korten había venido a cenar. Había patatas, col blanca y morcilla caliente. Korten estaba entusiasmado con la nueva vivienda, hizo alabanzas a Klara por la comida y yo me sentía molesto porque él sabía lo lamentablemente que cocinaba ella y porque no podía habérsele escapado que las patatas tenían demasiada sal y la col estaba a medio quemar. Luego, Klara nos dejó solos fumando en el salón durante casi una hora.

Precisamente entonces acababan de llegar a mi mesa las actas de Tyberg y Dohmke. A mí no me convencían los resultados de la investigación policial. Tyberg era de buena familia, había querido ir al frente y sólo contra su voluntad se había quedado en la RCW por la importancia para la guerra de sus trabajos de investigación. No me lo podía imaginar como saboteador.

– Conoces a Tyberg. ¿Qué piensas de él?

– Un hombre intachable. Todos estamos horrorizados de que él y Dohmke, nadie sabe por qué, hayan sido detenidos en el trabajo. Miembro del equipo nacional alemán de hockey en 1936, condecorado con la medalla del Profesor Dehmel, un químico de talento, un colega apreciado y un superior admirado. Bueno, de verdad que no entiendo lo que vosotros, los de la policía y la fiscalía, os habéis imaginado.

Le expliqué que una detención no es una condena y que ante un tribunal alemán nadie sería condenado a no ser que existieran las pruebas necesarias. Éste era un tema recurrente entre nosotros desde nuestra época de estudiantes. Korten había encontrado entonces en los bouquinistes un libro sobre sentencias judiciales erróneas famosas y discutía conmigo noches enteras sobre si la justicia humana podía evitar esos errores. Yo había defendido esa postura; Korten, por el contrario, adoptaba el punto de vista de que hay que vivir con sentencias judiciales erróneas.

Me acordé de una tarde de invierno de nuestra época de estudiantes en Berlín. Klara y yo íbamos en trineo por Kreuzberg y luego estábamos invitados a merendar en casa de Korten. Klara tenía diecisiete años, mil veces la habla visto, en tanto que hermana pequeña de Ferdinand, sin fijarme nunca en ella, y si la había llevado conmigo en el trineo era sólo porque me lo había estado pidiendo con zalamerías. En realidad, yo esperaba encontrarme con Pauline en el tobogán, ayudarla tras una caída o poder defenderla de los sucios pilluelos de Kreuzberg. ¿Había estado Pauline? En cualquier caso, de pronto sólo tuve ojos para Klara. Llevaba una chaqueta de piel y un chal de colores, y sus rizos rubios volaban, y en sus mejillas encendidas se derretían los copos. Camino de su casa nos besamos por primera vez. Klara tuvo primero que convencerme para que subiera con ella a merendar. Yo no sabía cómo debía comportarme frente a ella en presencia de los padres y el hermano. Cuando más tarde me fui, me acompañó con un pretexto hasta la puerta y me dio un beso en secreto.

Me sorprendí sonriendo hacia la ventana. En el aparcamiento del restaurante se habla detenido un convoy del ejército que tampoco podía seguir adelante a causa de la nieve. Mi coche ya volvía a tener encima un grueso manto. Fui a la barra a buscar otro café y un bocadillo. Volví junto a la ventana.

Korten y yo habíamos hablado entonces también de Weinstein. Un acusado intachable y un testigo de cargo judío: estuve reflexionando si no debería interrumpir la instrucción del sumario. Yo no podía informar a Korten de la importancia de Weinstein para la instrucción, pero no quería perder la ocasión de saber algo sobre Weinstein por él.

– ¿Qué piensas en el fondo del empleo de judíos en vuestra fábrica?

– Tú sabes, Gerd, que en la cuestión judía siempre hemos sido de pareceres distintos. Todavía nunca he tenido una buena opinión del antisemitismo. Encuentro grave tener trabajadores forzados en la fábrica, pero que sean judíos, franceses o alemanes me da igual. En nuestro laboratorio trabaja el profesor Weinstein, y es una pena que ese hombre no pueda estar en una cátedra o en su propio laboratorio. Nos rinde servicios inestimables, y si vas a juzgar por el aspecto o por la mentalidad, no encontrarás a nadie que sea más alemán. Un profesor de la vieja escuela, hasta 1933 catedrático de química orgánica en Breslau, todo lo que Tyberg es como químico se lo debe a Weinstein, de quien fue asistente y ayudante. El tipo del sabio amable y distraído.

– ¿Y si yo te dijera que inculpa a Tyberg?

– Por Dios, Gerd. Pero si Weinstein tiene un enorme apego a su alumno Tyberg… No sé qué decirte.

Un vehículo quitanieves se fue abriendo camino hasta el aparcamiento. El conductor descendió y entró en el restaurante. Le pregunté cómo podía seguir hasta Mannheim.

Justo ahora ha salido un colega hacia el cruce de Heidelberg. Apresúrese, antes de que la carretera vuelva a estar cerrada.

Eran las siete. A las ocho menos cuarto estaba en el cruce de Heidelberg y a las nueve en Mannheim. Necesitaba estirar las piernas, y me sentí alegre por la nieve copiosa. La ciudad estaba silenciosa. Me hubiera gustado atravesar Mannheim con una troika.

7. EN REALIDAD, ¿QUÉ ESTÁS INVESTIGANDO AHORA?

A las ocho me desperté, pero no me levanté. Todo había sido demasiado, el vuelo nocturno desde Nueva York, el viaje a Karlsruhe, la conversación con Beufer, los recuerdos y la odisea en la autopista nevada.

A las once llamó Philipp.

– Al fin te encuentro. ¿Dónde has estado? Tu trabajo de doctorado está terminado.

– ¿Trabajo de doctorado? -No sabía de qué me estaba hablando.

– Fracturas causadas por puertas. Y además un artículo sobre la morfología de los que se autolesionan. Es lo que tú encargaste.

– Ah, bueno. ¿Así que hay un tratado científico sobre eso? ¿Cuándo puedo tenerlo?

– Cuando quieras, sólo tienes que pasarte por mi despacho en la clínica y recogerlo.

Me levanté y me preparé café. El cielo sobre Mannheim seguía cargado de nieve. Turbo entró desde el balcón, moteado de blanco.

Mi frigorífico estaba vacío, y fui a hacer la compra. Qué bien que en las ciudades se proceda más cuidadosamente con la sal contra los resbalones en la nieve. No tuve que chapotear por una mezcla de nieve y barro, sino que caminé por la crujiente nieve recién caída, bien pisada. Los niños hacían muñecos y a veces se entregaban a batallas con bolas de nieve. En la panadería que está junto al Depósito de Agua encontré a Judith.

– ¿No hace un día maravilloso? -Sus ojos brillaban-. Antes, cuando tenía que ir al trabajo, me irritaba que hubiera nieve. Limpiar los cristales, el coche no arranca, hay que ir lento, pararse. Lo que me he perdido.

– Ven -dije-, vamos a dar un paseo invernal hasta el Kleiner Rosengarten. Te invito.

Esta vez no dijo que no. Junto a ella me sentía un poco pasado de moda; ella con chaqueta y pantalón guateados y con botas altas, que posiblemente fueran un producto derivado de la investigación espacial, yo con paletó y chanclos. Por el camino le hablé de mis investigaciones en el caso Mencke y de la nieve en Pittsburgh. También ella me preguntó enseguida si me había encontrado con la pequeña de Flashdance. Me entró curiosidad por la película.

Giovanni puso cara de asombro. Cuando Judith estaba en el lavabo se acercó a nuestra mesa.