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El árbol de Navidad estaba listo. Había colgado treinta latas de sardinas y colocado treinta velas. Una de las latas que colgaban verticalmente era oval y me recordaba al aura que rodeaba la cabeza de María en algunas representaciones. Fui al sótano, encontré la caja de cartón con los adornos del árbol navideño de Klara y dentro la pequeña y esbelta madonna de capa azul. Encajaba bien en la lata.

17. SUPE LO QUE TENÍA QUE HACER

Tampoco la siguiente noche pude dormir. A veces daba una cabezada y soñaba con la ejecución de Dohmke y la intervención de Korten en el proceso, con el salto que di al Rin, del que no salía en el sueño, con Judith en bata tratando de retener las lágrimas en la jamba de la puerta, con el viejo Schmalz, ancho y macizo, que en el parque de Bismarck de Heidelberg descendía del monumento y se dirigía a mí, con el partido de tenis con Mischkey, en la que un jovencito con uniforme de las SS y la cara de Korten hacía de recogepelotas, con mi interrogatorio de Weinstein, y una vez y otra Korten me miraba riendo y decía: «Selb, el alma cándida, el alma cándida, el alma cándida…»

A las cinco me preparé una manzanilla e intenté leer, pero mis pensamientos no querían tranquilizarse. Seguían dando vueltas. ¿Cómo podía haber hecho aquello Korten, por qué me había dejado utilizar tan ciegamente por él, qué iba a pasar ahora? ¿Tenía miedo Korten? ¿Tenía yo alguna deuda con alguien? ¿Había alguien a quien yo pudiera contárselo todo? ¿Nägelsbach? ¿Tyberg? Judith? ¿Debía dirigirme a los periódicos? ¿Qué podía hacer yo con mi culpa?

Durante un largo rato los pensamientos giraron en círculo, cada vez con mayor rapidez. Cuando su velocidad alcanzaba el desvarío, se disiparon y se ordenaron para formar un cuadro completamente nuevo. Supe lo que tenía que hacer.

A las nueve llamé a la señora Schlemihl. Korten se había ido a pasar el fin de semana a su casa de Bretaña, donde él y su mujer pasaban las Navidades todos los años. Encontré la postal que me había enviado el año anterior por Navidad. Mostraba una espléndida finca rural de piedra gris con tejado de pizarra y contraventanas rojas cuyos travesaños formaban una Z invertida. Junto a la casa había una rueda de paletas elevada; detrás se extendía el mar. Consulté el horario de trenes y encontré uno con el que llegaría a París hacia las cinco de la tarde. Tenía que apresurarme. Cambié la arena de la caja de Turbo, le puse abundantes croquetas secas en su plato e hice la maleta. Fui a la estación, cambié dinero y saqué un billete de segunda. El tren estaba lleno. En el vagón internacional no encontré sitio y así al llegar a Saarbrücken tuve que cambiar de vagón. El tren seguía lleno. Soldados ruidosos con permiso para pasar las Navidades en casa, estudiantes, hombres de negocios rezagados.

La nieve de las últimas semanas se había derretido del todo; un paisaje sucio, entre verde y marrón, pasaba volando frente al tren. El cielo estaba gris, a veces el sol resultaba visible tras las nubes como un disco descolorido. Pensaba en la razón por la que Korten había temido las revelaciones de Mischkey. Desde el punto de vista penal, probablemente se le podría acusar del asesinato de Dohmke, no prescrito e imprescriptible. Y aun si fuera absuelto por falta de pruebas, su existencia civil y su mito quedarían destruidos.

En la Gare de l’Est había una agencia de alquiler de coches, y elegí uno de esos coches de clase media que tienen igual aspecto en una marca que en otra. Pero lo dejé en la agencia y salí a la ciudad, que latía agitada en la tarde. Ante la estación había un árbol navideño gigantesco que difundía tanto ambiente de Navidad como la torre Eiffel. Eran las cinco y media; tenía hambre. La mayor parte de los restaurantes estaban todavía cerrados. Encontré una brasserie que me gustó y en la que había un intenso ajetreo todo el día. El camarero jefe me asignó una mesita pequeña y me encontré rodeado de otras cinco personas que comían intempestivamente. Todos comían chucrut con cerdo cocido y salchichas, y yo pedí lo mismo. Y para acompañar una botella de medio de Riesling alsaciano. En un abrir y cerrar de ojos estaban ante mí el plato humeante, la botella en la húmeda cubitera y una cesta con pan blanco. Cuando estoy en vena me gusta la atmósfera de las brasseries, las cervecerías y los pubs. Aquel día no. Acabé rápidamente. En el hotel más cercano tomé una habitación y pedí que me despertaran cuatro horas después.

Dormí como un tronco. Cuando me despertó el sonido del teléfono, al principio no sabía dónde estaba. No había abierto las contraventanas, y el ruido del bulevar llegaba tan sólo apagado hasta mi habitación. Me duché, me cepillé los dientes, me afeité y pagué. De camino a la Gare de l’Est tomé un café expreso doble. Y pedí que me pusieran cinco más en el termo que llevaba. Mis Sweet Afton se estaban acabando. Compré de nuevo un cartón de Chesterfield.

Para el viaje a Trefeuntec había calculado seis horas. Pero transcurrió una hora hasta que logré salir de París y llegué a la autopista de Rennes. Había poco tráfico, el viaje era monótono. Sólo entonces advertí lo templado que estaba el tiempo. Navidades con trébol. Pascua con nieve. De vez en cuando pasaba una estación de peaje y nunca sabía si había que pagar o recoger una tarjeta. En una ocasión salí de la autopista para echar gasolina y me sorprendió su precio. Las luces de los pueblos se iban haciendo más escasas, y pensé si sería por lo avanzado de la hora o porque la región estaba menos poblada. Al principio me alegró ver que el coche tenía radio. Pero sólo cogía con claridad una emisora, y después de oír tres veces la canción del ángel que pasa por la room la apagué. A veces cambiaba el piso de la autopista, y los neumáticos cantaban una canción nueva. A las tres, poco después de pasar Rennes, estuve a punto de dormirme, en todo caso tuve la alucinación de personas que atravesaban la autopista. Abrí la ventanilla, me dirigí al área de estacionamiento más próxima, vacié el termo e hice diez flexiones de rodillas.

Cuando reanudé el viaje pensé en la intervención de Korten en el proceso. Había apostado fuerte. Su testimonio no tenía que salvar a Dohmke y Tyberg, pero debía sonar como si lo quisiera, y al mismo tiempo no comprometerle. Södelknecht por poco lo hizo arrestar. ¿Cómo se había sentido Korten entonces? ¿Seguro y superior porque había engañado a todo el mundo? No, seguro que no tuvo remordimientos de conciencia. Mis antiguos colegas de la administración de Justicia me habían enseñado que hacía falta dos cosas para superar el pasado: cinismo y el sentimiento de haber tenido razón en todo momento y de haber cumplido tan sólo con el propio deber. ¿Habría servido también para Korten retrospectivamente el asunto Tyberg para la mayor gloria de la RCW?

Cuando dejé atrás las casas de Carhaix-Plouguer, vi en el retrovisor las primeras luces del alba. Todavía quedaban setenta kilómetros hasta Trefeuntec. En Plovénez-Porzay ya habían abierto el bar y la panadería, y me tomé dos cruasanes con el café con leche. A las ocho menos cuarto estaba en la bahía de Trefeuntec. Con el coche me metí en la parte firme de la playa, húmeda por la marea alta. Bajo un cielo gris el mar se acercaba rodando con su grisura. En los acantilados a derecha e izquierda de la bahía el mar rompía en sucias crestas de ola. El tiempo era todavía más templado que en París, a pesar del fuerte viento del oeste que arrastraba consigo a las nubes. Las gaviotas chillonas se dejaban elevar por él y se precipitaban verticalmente al agua.

Me puse a buscar la casa de Korten. Retrocedí un poco hacia el interior y por un camino rural llegué a los acantilados del norte. Con sus bahías y sus arrecifes se extendía la costa hasta perderse de vista. En la lejanía divisé el contorno de algo, que podía ser desde un depósito de aguas hasta una gran rueda de paletas. Dejé el coche tras un cobertizo destartalado por el viento y me dirigí al depósito.