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Al despedirnos me prometió que verificaría la matrícula del Citroën de Schmalz.

La nota para Brigitte todavía colgaba de la puerta de mi casa. Ya estaba en cama cuando me llamó.

– ¿Estás mejor? Siento no haber podido pasar otra vez a verte, sencillamente me ha resultado imposible. ¿Cómo ves el fin de semana? ¿Crees que estarás en condiciones de venir a cenar mañana a mi casa? -Algo no iba bien. Su alegría sonaba forzada.

22. TÉ EN LA GALERÍA

El sábado por la mañana encontré un mensaje de Nägelsbach y otro de Korten en el contestador automático. La matrícula que tenía el Citroën del viejo Schmalz había sido asignada cinco años antes a un funcionario de correos de Heidelberg para un Volkswagen escarabajo. De su desguazado predecesor procedía presumiblemente la matrícula que yo había visto. Korten preguntaba si no quería pasar el fin de semana por su casa de la Ludolf-Krehl -Strasse. También me pedía que le llamara.

– Mi querido Selb, me alegro de que hayas llamado. ¿Tomamos un té en la galería esta tarde? Has organizado algún alboroto en nuestras dependencias, he oído. Y pareces acatarrado, pero no me sorprende, ja, ja. Estás en buena forma, todos mis respetos.

A las cuatro estaba en la Ludolf-Krehl -Strasse. Para Inge, en el caso de que fuera todavía Inge, llevaba un ramo de flores otoñal. Me quedé contemplando con admiración la puerta de entrada, la cámara de vídeo y el interfono. Constaba de un auricular telefónico al extremo del largo cable, que el chofer podía coger de una pequeña cabina junto a la puerta y llevarlo hasta el coche a su jefe. Cuando quise entrar en mi coche, con el auricular oí a Korten que hablaba con la irritada paciencia con que se reconviene a un niño travieso:

– ¡No hagas tonterías, Selb! El funicular ya va a recogerte.

Mientras subía tenía ante mí el paisaje de Neuenheim, la llanura del Rin y, al fondo, los bosques del Palatinado. Era un día claro, y pude distinguir las chimeneas de la RCW Su humo blanco se perdía inocentemente en el cielo azul.

Korten, con pantalones Manchester, camisa de cuadros y una chaqueta informal de punto, me saludó cordialmente. En torno a él brincaban dos perros zorreros.

– He hecho poner la mesa en la galería, ¿no tendrás frío? Puedo dejarte una chaqueta, si quieres; Helga me tricota una tras otra.

Estábamos de pie, y disfrutábamos de la perspectiva.

– ¿Es aquella de allá abajo tu iglesia?

– ¿La iglesia de San Juan? No, nosotros pertenecemos a la iglesia de la Paz de Handschuhsheim. Me han hecho presbítero. Una bonita tarea.

Helga llegó con la cafetera, y yo me desembaracé de mis flores. A Inge sólo la había conocido fugazmente y tampoco sabía si había muerto, si se había separado o sencillamente se había ido. Helga, la nueva mujer o la nueva amante, se le parecía. La misma alegría, la misma falsa modestia, la misma satisfacción por mi ramo de flores. El primer trozo de tarta de manzana lo comió con nosotros.

– Seguro que querréis estar solos. -Como debe ser le dijimos que no. Y como debe ser se fue a pesar de ello.

– ¿Puedo comer otro trozo del pastel? Está delicioso.

Korten se reclinó en el sillón.

– Estoy seguro de que tuviste una buena razón para asustar a nuestros guardias la noche del jueves. Si no te importa, me gustaría saberla. Hace poco que por así decir te introduje en la fábrica y ahora, al conocerse tu escapada, me ha tocado recibir miradas de asombro.

– ¿Qué relación tenías con el viejo Schmalz? En su entierro se leyó una despedida personal tuya.

– No era eso lo que buscabas en el cobertizo. Pero bueno, le conocía mejor y me gustaba más que todos los demás de seguridad. En tiempos, en los años oscuros, uno trataba con colaboradores sencillos de los que ya no se ven.

– Él mató a Mischkey. Y en el hangar encontré la prueba de ello, el arma homicida.

– ¿El viejo Schmalz? No mataría ni a una mosca. Qué cosas se te ocurren, mi querido Selb.

Sin mencionar a Judith y sin entrar en detalles le informé de lo sucedido.

– Y si me preguntas qué me va a mí en todo ello, entonces te recordaré nuestra última conversación. Te pido que procedas con suavidad con Mischkey, y poco después está muerto.

– ¿Y qué razón, qué móvil podría tener el viejo Schmalz para hacer una cosa así?

– De eso hablaremos enseguida. Primero me gustaría saber si tienes alguna pregunta sobre el desenlace del asunto.

Korten se levantó y empezó a andar con pasos fatigosos de un lado a otro.

– ¿Por qué no me llamaste inmediatamente ayer por la mañana? Entonces quizá hubiéramos podido encontrar en el hangar de Schmalz más pistas sobre lo ocurrido. Ahora es demasiado tarde. Estaba pendiente desde hacía semanas, ayer derribaron el complejo de edificios con el hangar viejo. Ésta ha sido también la razón por la que hablé personalmente con el viejo Schmalz hace cuatro semanas. Intenté explicarle tomando una copita que por desgracia no podíamos dejarle el viejo hangar, y tampoco la vivienda en la fábrica.

– ¿Estuviste en casa del viejo Schmalz?

– Le mandé llamar. Como es natural, normalmente una notificación así no es cosa mía. Pero él me recordaba siempre los viejos tiempos. Ya sabes lo sentimental que estoy últimamente.

– ¿Y qué ha pasado con las camionetas?

– Ni idea, de eso se habrá ocupado el hijo. Pero, insisto, ¿dónde ves tú un motivo?

– En realidad, pensaba que eso podrías decírmelo tú.

– ¿Por qué lo piensas? -Los pasos de Korten se hicieron más lentos, se detuvo, se volvió a mí y me examinó.

– Es evidente que el viejo Schmalz no tenía ninguna razón personal para matar a Mischkey. Pero ya la empresa tenía problemas con él, se le presionó, incluso hicisteis que le dieran una paliza; y él reaccionó presionándoos a su vez. Después de todo él podía airear vuestro trato con Gremlich. No irás a decirme que no sabías nada de todo esto…

No, Korten no iba a decirme eso. Estaba informado de los problemas, desde luego, y también del trato con Gremlich. Pero, en principio, de ahí al asesinato habla un largo trecho.

– A no ser que… -se quitó las gafas-, a no ser que, bueno, el viejo Schmalz entendió ahí algo completamente al revés. Sabes, era una persona que seguía sintiéndose en servicio, y si su hijo u otro de seguridad le habló de los problemas con Mischkey, probablemente pensó que tenía que erigirse en salvador de la empresa.

– ¿Y qué pudo haber entendido mal, y con consecuencias tan graves, el viejo Schmalz?

– Yo no sé lo que su hijo o quien sea le puede haber contado. O si alguien le ha calentado los cascos en toda regla. Llegaré hasta el fondo. Resulta insoportable pensar que el viejo Schmalz haya sido manipulado de esta manera. Y qué tragedia hay en todo eso. Su gran amor por la empresa y un pequeño y estúpido malentendido le hacen destruir sin sentido y sin necesidad una vida, y también dar la propia.

– ¿Qué te está pasando? Dar la vida, destruir la vida, tragedia, abuso, ¿no decías que abusar de la gente no es lo censurable, y que sólo es una falta de tacto que lo adviertan?

– Tienes razón, pero volvamos a la cuestión. ¿Damos parte a la policía?

¿Eso era todo? Por exceso de celo un guarda veterano había matado a Mischkey, y eso ni siquiera quitaba a Korten las ganas de comer el huevo del desayuno. ¿Podría asustarle la perspectiva de ver a la policía en la empresa? Lo intenté.

Korten sopesó los pros y los contras.

– Para mí no sólo se trata de que siempre es desagradable ver a la policía en la empresa. Me da pena la familia Schmalz. Perder al marido y al padre y además enterarse de que ha cometido un asesinato, ¿podemos aceptar esa responsabilidad? Ya no hay nada que expiar, Schmalz ha pagado con la vida. Cómo reparar lo sucedido es lo que me preocupa. ¿Sabes tú si Mischkey tenía padres a su cargo, u otro tipo de obligaciones, si le han puesto una lápida como es debido? ¿Deja a alguien a quien se pueda dar una alegría? ¿Estarías dispuesto a hacerte cargo de ello?