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– Pero si no sé lo que quiero. Probablemente quiero las dos cosas, la seguridad y lo picante. En todo caso a veces quiero a una, y otras veces a la otra.

Eso lo entendió. Coincidíamos en ello. Entretanto ya sabía yo dónde estaba el Burdeos y traje la tercera botella. El camarote estaba lleno de humo.

– ¡Eh, cocinero, vete a la cocina y pon a asar el pescado del congelador!

En el frigorífico había ensalada de patatas y de salchichas de Kaufhof y también estaban los filetes de pescado congelados. Sólo había que ponerlos en el horno. Dos minutos después llevé la cena al camarote. Philipp había puesto la mesa y un disco de Zarah Leander.

Después de comer fuimos al puente, como lo llamaba Philipp.

– ¿Y dónde se iza aquí la vela?

Philipp conocía mis bromas fastidiosas y no se irritó. También mi pregunta sobre si todavía podía navegar le pareció un chiste malo. Estábamos bastante colocados.

Pasamos por debajo del puente Altrhein y, una vez que alcanzamos el Rin, nos dirigimos aguas arriba. La corriente era oscura y silenciosa. En el recinto de la RCW había muchos edificios intensamente iluminados, tubos elevados lanzaban como antorchas un fuego multicolor y había focos que arrojaban una luz deslumbrante al ritmo de latigazos. El motor traqueteaba suavemente, el agua palmoteaba contra la borda, y de la fábrica llegaba un jadeo potente y estruendoso. Nos deslizábamos a lo largo del puerto de embarque de la RCW, de gabarras, atracaderos y grúas de contenedores, de trazados de vías y de naves de almacenamiento. Se levantó la niebla. Se notaba ya el fresco. Ante nosotros ya podía distinguir el puente Kurt Schumacher. El recinto de la RCW se oscureció, detrás de las vías se elevaban en el cielo nocturno edificios antiguos escasamente iluminados.

Tuve una corazonada.

– Acércate a la derecha -le dije a Philipp.

– ¿Quieres decir que atraque? ¿Ahora, ahí, en la RCW? ¿Para qué?

– Quisiera echar un vistazo. ¿Puedes aparcar durante media hora y esperarme?

– No se dice aparcar, sino echar el ancla, estamos en un barco. ¿Sabes que son las diez y media? Yo pensaba que íbamos a dar la vuelta delante el castillo, traquetear de regreso y bebernos después la cuarta botella en la dársena de Waldhof.

– Te lo explico todo después con la cuarta botella. Pero ahora tengo que entrar ahí. Tiene que ver con el caso del que te he hablado. Y ya no estoy en absoluto colocado.

Philipp me examinó un momento con atención.

– Tú sabrás lo que haces. -Puso rumbo hacia la derecha y continuó lentamente a lo largo del muro del muelle con una serena concentración de que no le hubiera creído capaz, hasta que encontró una escalera vertical incorporada al muro-. Cuelga fuera las defensas. -Señaló tres objetos de plástico blancos parecidos a morcillas. Los tiré por la borda, felizmente estaban atados entre sí, y fijó la embarcación a la escalera.

– Me gustaría que vinieras conmigo. Pero todavía me gusta más saberte aquí, dispuesto a zarpar. ¿Tienes una linterna para mí?

– Aye, aye, Sir.

Trepé por la escalera. Temblaba de frío. El polo que me vendieron con algún nombre americano y que llevaba con mis nuevos vaqueros bajo la vieja chaqueta de cuero no calentaba. Asomé la cabeza por encima del muro del muelle.

Ante mí discurría paralelamente a la orilla del Rin una calle estrecha, y tras ella unas vías con vagones de ferrocarril. Los edificios eran construcciones de ladrillo del estilo que ya conocía por las dependencias de seguridad y la vivienda de los Schmalz. Tenía ante mí la fábrica antigua. En algún lugar por allí tenía que estar el hangar de Schmalz.

Me volví a la derecha, donde los edificios de ladrillo eran más bajos. Intenté caminar al mismo tiempo con prudencia y con la naturalidad del que formaba parte de aquello. Me mantuve a la sombra de los vagones.

Llegaron sin que el perro pastor que les acompañaba soltara el menor ladrido. Uno me iluminó el rostro con la linterna, el otro me pidió la acreditación. Saqué el pase especial de mi cartera.

– ¿Señor Selb? ¿Qué hace usted aquí con su misión especial?

– No necesitaría el pase especial si tuviera que decírselo.

Pero con ello no los había tranquilizado, ni tampoco intimidado. Eran dos jovenzuelos de los que ahora se encuentra uno en las unidades especiales de la policía. Antes se los encontraba en las Waffen-SS. Esto es, por supuesto, una comparación inadmisible, porque en la actualidad tenemos un orden liberal y democrático, pero la mezcla de celo, seriedad, inseguridad y servilismo en los rostros es la misma. Llevaban una especie de uniforme paramilitar con el anillo de benzol en el distintivo del cuello.

– Pero, vamos muchachos -dije-, déjenme acabar mi trabajo, y hagan ustedes el suyo. ¿Díganme sus nombres? Mañana diré con mucho gusto a Danckelmann que se puede confiar en ustedes. ¡Sigan así!

No me acuerdo ya de sus nombres, sonaban algo así como Energía y Tenacidad. No conseguí que se pusieran firmes y entrechocaran los talones. Pero uno de ellos me devolvió el pase, y el otro apagó la linterna. El perro pastor se había mantenido todo el tiempo al margen. Cuando ya no los veía y el ruido de sus pasos se había perdido a lo lejos seguí mi camino. Los edificios bajos que había visto producían una impresión ruinosa. Algunas ventanas tenían los cristales rotos, algunas puertas colgaban inclinadas de los goznes, en ocasiones faltaba el techo. Evidentemente estaba previsto el derribo de toda la superficie. Pero la ruina se había detenido ante un edificio. Era también una construcción de ladrillo de un piso, con ventanas románicas y bóveda de cañón de chapa ondulada. Si uno de aquellos edificios era el hangar de Schmalz, tenía que ser ése.

Mi linterna encontró la pequeña puerta de servicio en la gran puerta corredera. Ambas estaban cerradas, la grande además se abría sólo por dentro. Al principio me negué a intentar el truco de la tarjeta de crédito, pero luego pensé que en la noche en cuestión, tres semanas atrás, probablemente Schmalz ya no tuvo en absoluto la fuerza y el ánimo para pensar en nimiedades como las cerraduras. Y, en efecto, con mi pase especial entré en el hangar. Con la rapidez del rayo tuve que cerrar la puerta. Energía y Tenacidad doblaban la esquina.

Me apoyé en la fría puerta de hierro y respiré hondo. Ahora estaba realmente sobrio. Y me seguía pareciendo bien la decisión de lanzarme espontáneamente a investigar en el recinto de las RCW Que el viejo Schmalz se hiriera una mano, tuviera una embolia y olvidara la partida de ajedrez el día en que Mischkey tuvo el accidente, no era mucho. Y que hubiera estado haciendo chapuzas aquí y allá con la furgoneta y que la chica de la estación junto al puente hubiera visto una furgoneta extraña, tampoco era una buena pista. Pero tenía que averiguarlo.

Por las ventanas entraba poca luz. Vi el contorno de tres furgones. Encendí la linterna y reconocí un viejo Hanomag, un Unimog y un Citroën. En efecto, se ven pocos como éstos circulando en nuestras carreteras. En la parte trasera del hangar había una gran mesa de trabajo. Avancé tanteando hacia allí. Entre las herramientas había un juego de llaves, una gorra y un paquete de cigarrillos. Me guardé el juego de llaves.

Sólo el Citroën estaba en condiciones de circular. En el Hanomag faltaban los cristales, el Unimog estaba alzado sobre tacos. Me senté en el Citroën y probé las llaves. Una entraba, y cuando me volví vi los pilotos encendidos. En el volante había sangre coagulada, y también el paño del asiento del copiloto estaba manchado de sangre. Me lo guardé. Cuando quise sacar la llave de contacto toqué un interruptor de palanca en el salpicadero. Tras de mí oí el zumbido de un motor eléctrico, por el retrovisor vi cómo se abrían las puertas de carga. Salí y fui hacia a la parte trasera.