21. LAS MANOS QUE REZAN
Tras una noche de fiebre ininterrumpida llamé a Brigitte. Vino enseguida, trajo quinina para la fiebre y gotas para la nariz, me masajeó la nuca, puso a colgar mi ropa para que se secara -yo la había dejado tirada la noche anterior en el pasillo-, preparó en la cocina algo que yo debía calentarme a mediodía, se fue, compró zumo de naranja, pastillas de glucosa y cigarrillos y dio de comer a Turbo. Estuvo laboriosa, competente y atenta. Cuando le pedí que se quedara un poco más sentada en el borde de la cama, tenía que irse ya.
Dormí casi todo el día. Philipp llamó y confirmó el grupo sanguíneo O y el Rh negativo. Por la ventana entraban en la penumbra de mi habitación los ruidos del tráfico del parque Augusta y el griterío de los niños que jugaban. Recordé días de enfermedad en la infancia, el deseo de jugar fuera con los otros niños, y al mismo tiempo el disfrute de la propia debilidad y de los mimos maternos. En el duermevela de la fiebre corría una vez y otra delante del perro pastor jadeante y de Energía y Tenacidad. El miedo que no había sentido la víspera, puesto que todo había sucedido con demasiada rapidez, se apoderó de mí. Tuve fantasías febriles sobre el asesinato de Mischkey y los motivos de Schmalz.
Hacia el atardecer me sentí mejor. La fiebre había bajado, y estaba débil pero con deseos de tomar el caldo con fideos y verdura que Brigitte había preparado, y después fumar un Sweet Afton. ¿Qué había de hacer a continuación con m¡ caso? El asesinato tiene que pasar a manos de la policía, aun suponiendo que la RCW extendiera el velo del olvido sobre los sucesos de la víspera, algo que yo podía imaginarme bien, nadie de la empresa volvería a informarme de nada. Llamé a Nägelsbach. Él y su mujer habían cenado y estaban en su estudio.
– Por supuesto que puede venir por aquí. También puede escuchar con nosotros Hedda Gabler, estamos precisamente en el tercer acto.
Colgué una nota en la puerta de mi casa para tranquilizar a Brigitte en el caso de que se pasara por allí para verme. El viaje a Heidelberg fue malo. Mi lentitud y la rapidez del coche armonizaban a duras penas.
Los Nägelsbach viven en una de las casitas de la colonia de Pfaffengrund, que data de los años veinte. El cobertizo, inicialmente pensado para gallinas y conejos, Nägelsbach lo había convertido en su estudio, con una gran ventana y lámparas claras. La tarde era fresca, y en la estufa sueca de hierro ardían algunos leños. Nägelsbach estaba sentado en una silla de la altura de un taburete de bar, y sobre la amplia mesa iban adquiriendo forma de cerillas las Manos que rezan de Durero. Su mujer leía en voz alta en el sillón que estaba junto a la estufa. Éste fue el perfecto cuadro idílico que se ofreció a mi vista cuando llegué al estudio por la puerta trasera del jardín y miré por la ventana antes de llamar con los nudillos.
– ¡Dios mío, qué mal aspecto tiene! -La señora Nägelsbach me cedió el sillón y se sentó en un taburete.
– Debe de tener muchas ganas de desahogarse cuando viene en este estado -me saludó Nägelsbach-. ¿Le molesta que esté presente mi mujer? Yo se lo cuento todo, también las cuestiones profesionales. Las normas de discreción no son para matrimonios sin hijos, que sólo se tienen el uno al otro.
Mientras yo hablaba, Nägelsbach seguía trabajando. No me interrumpió. Al final de mi relato permaneció un rato silencioso, luego apagó la luz de su mesa de trabajo, se volvió a nosotros con su silla alta y dijo:
– Di al señor Selb cuál es la situación.
– Con lo que nos acaba de contar, la policía quizá consiga una orden de registro para el hangar viejo. Dentro quizá encuentren todavía el Citroën. Pero ya no que dará nada sospechoso, nada de papel metálico reflectante, nada de tríptico mortal. Por lo demás, muy bonita la forma como lo ha descrito usted. Bien, y luego la policía puede interrogar a algunos miembros del personal de seguridad y a la viuda de Schmalz y a todos los que ha nombrado, pero ¿qué conseguirá con eso?
– Así es, y naturalmente yo puedo pedirle a Herzog que haga todo lo posible en este caso, y él puede intentar poner en juego sus relaciones con seguridad de la empresa, sólo que eso no cambiará nada. Pero eso ya lo sabe usted, señor Selb.
– Sí, ahí también he llegado yo con mis reflexiones. A pesar de ello, pensaba que a lo mejor a usted se le ocurría algo, que quizá la policía todavía puede hacer algo, que… Ah, no sé ya lo que pensaba. No me parece bien que el caso tenga que acabar así.
– ¿Tienes alguna idea del móvil? -La señora Nägelsbach se dirigió a su marido-. ¿No se puede hacer algo en ese sentido?
– Con lo que sabemos hasta ahora sólo puedo imaginarme que algo ha salido mal. Algo así como en la historia que me has leído hace poco. La RCW está contrariada con Mischkey, y la situación es cada vez más incómoda, y entonces algún responsable dice: «Bien, ya basta», y su subordinado se lleva un susto y por su parte transmite esto: «Preocúpese de que Mischkey nos deje en paz, aguce el ingenio», y el que recibe este mensaje quiere mostrar su eficiencia y aguijonea a sus subordinados y les estimula para que se les ocurra algo, que puede ser tranquilamente algo extraordinario, y al final de esta larga serie hay uno que piensa que lo que de él se exige es que mate a Mischkey.
– Pero el viejo Schmalz estaba jubilado y ya no estaba por la labor -observó su mujer.
– Difícil decirlo. Cuántos policías conozco yo que también después de la jubilación se siguen sintiendo policías.
– Por Dios -le interrumpió ella-, no irás a…
– No, no iré a. Quizá Schmalz senior era uno de esos que se sienten siempre en servicio. Lo que quiero decir con todo esto es que aquí no tiene que haber un móvil del crimen en el sentido clásico. El asesino es meramente órgano ejecutor sin motivo, y el que tenía el móvil no quería necesariamente un asesinato. Éstos son los efectos y, a fin de cuentas, la finalidad de las jerarquías de mando. También conocemos esto en la policía, en el ejército.
– ¿Quieres decir que podría hacerse más si el viejo Schmalz estuviera vivo todavía?
– Bueno, de entrada el señor Selb no habría llegado tan lejos. No se habría enterado de nada de la lesión de Schmalz, no habría estado buscando en el hangar viejo y desde luego no habría encontrado allí la furgoneta del crimen. Las huellas habrían sido borradas largo tiempo atrás. Pero bueno, supongamos que hubiéramos averiguado lo que sabemos por otros caminos. No, no creo que hubiéramos sacado nada del viejo Schmalz. Tiene que haber sido un hueso muy, muy duro de roer.
– Pero eso no puede ser, Rudolf. Oyéndote, se diría que el último eslabón es el único de esas cadenas de mando al que se puede echar el guante. ¿Y todos los demás han de quedar como inocentes?
– Que sean inocentes es una cuestión, y que se les pueda echar es otra. Mira, Reni, naturalmente yo no sé si algo ha salido mal o si más bien ha sido la cadena la que estaba de tal modo engrasada que todos sabían de qué se trataba pero nadie debía decirlo. Pero si estaba engrasada así, en cualquier caso no se puede demostrar.
– ¿Hay que aconsejar entonces al señor Selb que hable con uno de los grandes jerifaltes de la RCW para que se haga una idea de lo que pasó?
– Tampoco eso serviría para la persecución del delito. Pero tienes razón, eso es lo último que le queda por hacer.
Me venía bien la forma como los dos, con su juego de preguntas y respuestas, aclaraban cosas sobre las que yo no podía reflexionar debidamente en mi estado de magullamiento. Me quedaba pendiente por tanto una conversación con Korten.
La señora Nägelsbach preparó una infusión de verbena, y hablamos de arte. Nägelsbach nos contó lo que le excitaba realizar las manos que rezan. Las reproducciones plásticas usuales las encontraba no menos empalagosas que yo. Precisamente de ahí venía su deseo de alcanzar la noble sobriedad del modelo dureriano mediante la estructura rigurosa de las cerillas.