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Dispuse las cosas con mi agencia de viajes para que me dieran la factura de un vuelo Frankfurt-Pittsburgh con Lufthansa, pero consignando para mí un vuelo barato de Bruselas a San Francisco con escala en Nueva York y un salto a Pittsburgh. A principios de diciembre no había mucho movimiento sobre el Atlántico. Me dieron un vuelo para el jueves por la mañana.

Hacia la tarde llamé a Vera Müller a San Francisco. Le dije que le había escrito, pero que de forma completamente súbita se había ofrecido la oportunidad de una estancia en los Estados Unidos y que estaría el fin de semana en San Francisco. Dijo que comunicaría mi llegada a la señora Hirsch, que ella misma estaría fuera durante el fin de semana y que le alegraría verme el lunes. Anoté la dirección de la señora Hirsch: 410 Connecticut Street, Potrero Hill.

2. CON UN CRUJIDO APARECIÓ LA IMAGEN

De películas antiguas conservaba imágenes en la cabeza de barcos que arriban al puerto de Nueva York y pasan frente a la Estatua de la Libertad y a lo largo de los rascacielos, y me había imaginado que podría ver lo mismo, aunque, en lugar de encontrarme sobre la cubierta de un vapor, lo mirara por la ventanita situada a mi izquierda. Pero el aeropuerto se encuentra lejos de la ciudad, estaba frío y sucio, y me sentí contento cuando hice el transbordo y tomé asiento en el avión a San Francisco. Las filas de asientos estaban tan próximas que aquello sólo era soportable con el respaldo inclinado. Durante la comida los asientos debían permanecer verticales, y presumiblemente también la compañía aérea servía la comida tan sólo para que al final uno se alegrara de poder recostarse otra vez.

Llegué a medianoche. Un taxi me llevó a la ciudad y al hotel por una autopista de ocho carriles. Me encontraba mal debido a la tormenta que había atravesado el avión. El empleado del hotel que me llevó la maleta a la habitación encendió el televisor, con un crujido apareció la imagen. Un hombre hablaba con abusiva insistencia. Después advertí que era un predicador.

A la mañana siguiente el portero me llamó a un taxi, y salí a la calle. La ventana de mi cuarto daba a la pared de la casa vecina, y la mañana en la habitación había sido gris y silenciosa. Ahora explotaban los colores y los sonidos de la ciudad, en torno a mí bajo un cielo claro y azul. El viaje por las colinas de la ciudad, por calles trazadas a cordel que se elevan y se precipitan hacia abajo, el golpeteo, como un chasquido, de las gastadas ballestas del taxi cuando atravesábamos un cruce, la vista de edificios elevados, los puentes y la gran bahía me hicieron sentir como si estuviera borracho.

La casa estaba en una calle tranquila. Como todas las casas de los alrededores, era de madera. Una escalera conducía a la entrada. Subí y llamé al timbre. Me abrió un anciano.

– ¿Mister Hirsch?

– Mi marido murió hace seis años. No tienes que disculparte, a menudo me toman por un hombre y ya estoy acostumbrada. Eres el alemán del que me ha hablado Vera, ¿no es cierto?

Quizá fuera la confusión o el vuelo o el viaje en taxi, el caso es que debí de desmayarme, y recobré el conocimiento cuando la anciana me echó un vaso de agua a la cara.

– Has tenido suerte de no haberte caído escaleras abajo. Si te ves con fuerza entra y te daré un whisky.

Me ardió por dentro. La habitación olía a moho y a vejez, a cuerpo viejo y a comida vieja. En casa de mis abuelos había el mismo olor, recordé de pronto, y también de pronto me invadió el miedo a envejecer, que reprimía una vez y otra.

La mujer estaba sentada frente a mí y me examinaba. La luz del sol que entraba por la persiana proyectaba rayas sobre ella. Estaba completamente calva.

– Tú quieres hablar conmigo de Karl Weinstein, mi marido. Vera cree que es importante que se cuente lo que ocurrió entonces. Pero no es una buena historia. Mi marido intentó olvidarla.

No me di cuenta inmediatamente de quién era Karl Weinstein. Pero cuando empezó a hablar me acordé. Ella no sabía que estaba contando no sólo la historia de él, sino también mi pasado.

Hablaba con una voz extrañamente monótona. Weinstein fue profesor de química orgánica en Breslau en 1933. En 1941, cuando fue internado en un campo de concentración, su antiguo asistente Tyberg lo reclamó para los laboratorios de la RCW y le fue asignado. Weinstein se mostraba incluso del todo satisfecho de poder trabajar de nuevo en su área y de estar en relación con alguien que lo estimaba como científico, que se dirigía a él como «señor profesor» y que le despedía cortésmente por la tarde antes de que, junto con los otros trabajadores forzados de la fábrica, fuera conducido al campamento de los barracones.

– Mi marido no era muy hábil en la vida y tampoco muy valiente. No tenía ideas, o no quería tenerlas, sobre lo que pasaba a su alrededor o sobre lo que le esperaba a él mismo.

– ¿Vivió usted también aquella época en la RCW?

– Conocí a Karl durante la deportación a Auschwitz, en 1941. Y luego le volví a ver después de la guerra. Yo soy flamenca, sabes, y al principio me pude esconder en Bruselas, hasta que me cogieron. Yo era una mujer guapa. Hicieron experimentos médicos con mi cuero cabelludo. Creo que eso me salvó la vida. Pero en 1945 yo estaba vieja y calva. Tenía veintitrés años.

Un día, uno de la fábrica y otro de las SS fueron a ver a Weinstein. Le habían dicho lo que tenía que declarar ante la policía, el fiscal y el juez. Se trataba de sabotaje, de un manuscrito que había encontrado él en el escritorio de Tyberg, de una conversación entre Tyberg y un colaborador que él, se suponía, había escuchado.

Vi de nuevo ante mí cómo condujeron entonces a Karl Weinstein a mi despacho, él en su traje de recluso, para hacer su declaración.

– Al principio no quiso. Todo era falso, y Tyberg no había sido malo con él. Pero le hicieron ver que lo machacarían. A cambio ni siquiera le prometieron la vida, sino tan sólo que podría sobrevivir un poco más. ¿Puedes imaginártelo? Luego a mi marido lo trasladaron y, sencillamente, fue olvidado en otro campo de concentración. Nosotros nos habíamos puesto de acuerdo sobre dónde nos encontraríamos en el caso de que todo aquello pasara. En Bruselas, en la Grand Place. Luego, por casualidad, yo fui allí, en la primavera de 1946; ya no pensaba en absoluto en él. Él me había esperado allí desde el verano de 1945. Me reconoció inmediatamente, aunque me había vuelto ya una mujer calva y vieja. ¿Quién puede resistir algo así? -Se rió.

No me atreví a decirle que Weinstein había hecho su declaración ante mí. Tampoco pude decirle por qué para mí era aquello tan importante. Pero yo tenía que saberlo. Así que le pregunté:

– ¿Está usted segura de que su marido hizo entonces una declaración falsa?

– No entiendo, le he contado a usted lo que él me dijo. -Se volvió distante-. Váyase -dijo-, váyase.

3. DO NOT DISTURB

Descendí por la colina y llegué a los muelles y naves de almacenamiento de la bahía. Hasta donde alcanzaba la vista no había taxis, autobuses ni estaciones de metro. Ni siquiera sabía si en San Francisco había metro. Tomé la dirección en que veía los bloques altos de casas. La calle no tenía nombre, sólo un número. Por delante de mí circulaba lentamente un Cadillac negro y pesado. Cada pocos pasos se detenía, un negro con traje de seda rosa descendía, aplastaba hasta dejarla lisa una lata de cerveza o de Coca-cola y la hacía desaparecer en una gran bolsa de plástico azul. A algunos cientos de metros vi una tienda. Cuando me acerqué advertí que estaba enrejada como una fortaleza. Entré para comprar un sándwich y un paquete de Sweet Afton. Las mercancías estaban detrás de rejas, la caja me recordó la ventanilla de un banco. No conseguí el sándwich, y nadie sabía lo que era Sweet Afton, y me sentí culpable aunque no había hecho nada. Cuando abandoné la tienda con un cartón de Chesterfield, un tren de mercancías pasó de largo ante mí por medio de la calle.