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Anders Jonasson saludó con un movimiento de cabeza y se sentó en la silla destinada a las visitas. Ella se sentó en el borde de la cama.

– Hola, Lisbeth. Perdona que no te haya visitado durante los últimos días, pero he estado muy liado en urgencias y además me han hecho mentor de un par de médicos jóvenes.

Ella asintió. No se esperaba que el doctor Anders Jonasson le hiciera visitas particulares.

Él sacó el historial de Lisbeth y estudió con atención la evolución de la curva de la temperatura y la medicación. Observó que tenía una temperatura estable, de entre 37 y 37.2 grados, y que durante la última semana no le habían dado ninguna pastilla para el dolor de cabeza.

– Tu médica es la doctora Endrin, ¿no? ¿Te llevas bien con ella?

– Sí… Bien -dijo Lisbeth sin mayor entusiasmo.

– ¿Me dejas que te eche un vistazo?

Ella asintió. Jonasson sacó una pequeña linterna del bolsillo, se inclinó hacia delante e iluminó los ojos de Lisbeth para estudiar las contracciones y dilataciones de sus pupilas. Le pidió que abriera la boca y le examinó la garganta. Luego, con mucho cuidado, le puso las manos alrededor del cuello y le movió la cabeza de un lado a otro un par de veces.

– ¿Tienes molestias en el cuello? -preguntó.

Ella negó con un gesto.

– ¿Y qué tal el dolor de cabeza?

– Me viene de vez en cuando, pero se me pasa.

– El proceso de cicatrización sigue su curso. El dolor de cabeza te irá desapareciendo poco a poco.

Ella continuaba teniendo el pelo tan corto que no tuvo más que apartar un poco para palpar la cicatriz que se hallaba por encima de su oreja. Se estaba curando sin problemas, pero todavía le quedaba una pequeña costra.

– Has vuelto a rascarte la herida. Ni se te ocurra hacerlo de nuevo, ¿vale?

Ella dijo que sí con la cabeza. Él cogió su codo izquierdo y le alzó el brazo.

– ¿Puedes levantarlo tú sola?

Lisbeth lo levantó.

– ¿Tienes algún dolor o alguna molestia en el hombro?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Te tira?

– Un poco.

– Creo que debes entrenar los músculos del hombro un poquito más.

– No es fácil cuando una está encerrada.

Él sonrió.

– Eso no será para siempre. ¿Estás haciendo los ejercicios que te manda el fisioterapeuta?

Ella volvió a asentir.

Sacó el estetoscopio y lo apretó un rato contra su muñeca para calentarlo. Luego se sentó en el borde de la cama, le desabrochó el camisón, le auscultó el corazón y le tomó el pulso. Le pidió que se inclinara hacia delante y le colocó el estetoscopio en la espalda para auscultarle los pulmones.

– Tose.

Ella tosió.

– Vale. Ya puedes abrocharte el camisón. Desde un punto de vista médico estás más o menos recuperada.

Ella asintió. Esperaba que con eso él se levantara y le prometiera que volvería al cabo de unos días, pero se quedó sentado en la silla. Permaneció en silencio un largo rato dando la impresión de estar pensando en algo. Lisbeth esperó pacientemente.

– ¿Sabes por qué me hice médico? -preguntó de repente.

Ella negó con la cabeza.

– Vengo de una familia obrera. Siempre quise ser médico. Bueno, la verdad es que de joven pensaba hacerme psiquiatra. Era terriblemente intelectual.

Lisbeth lo miró con una repentina atención en cuanto mencionó la palabra «psiquiatra».

– Pero no estaba muy seguro de ser capaz de hacer una carrera así. De modo que cuando salí del bachillerato me formé como soldador y trabajé de eso durante unos años.

Movió la cabeza afirmativamente como para mostrarle a Lisbeth que no le estaba mintiendo.

– Me pareció buena idea tener algo a lo que recurrir si fracasaba en la carrera de Medicina. Y ser soldador tampoco es tan diferente a ser médico. Se trata de reparar y unir piezas sueltas. Y ahora trabajo aquí en el Sahlgrenska y reparo a gente como tú.

Ella frunció el ceño y se preguntó, llena de suspicacia, si no le estaría tomando el pelo. Pero parecía completamente serio.

– Lisbeth… me pregunto…

Permaneció callado durante tanto tiempo que ella estuvo a punto de preguntarle lo que quería. Pero se contuvo y esperó.

– Me pregunto si te enfadarías conmigo si te hiciera una pregunta íntima y personal. Me gustaría hacértela como persona. O sea, no como médico. No voy a apuntar tu respuesta y no voy a tratar el tema con nadie. Y no hace falta que me respondas si no quieres.

– ¿Cuál?

– Es una pregunta indiscreta y personal.

Ella se topó con su mirada.

– Desde que te encerraron en el Sankt Stefan de Uppsala cuando tenías doce años, te has negado a contestar cuando algún psiquiatra ha intentado hablar contigo. ¿Por qué?

Los ojos de Lisbeth Salander se oscurecieron levemente. Contempló a Anders Jonasson con una mirada desprovista de toda expresión. Permaneció callada durante dos minutos.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Si te soy sincero, no lo sé a ciencia cierta. Creo que estoy intentando comprender algo.

La boca de Lisbeth Salander se frunció ligeramente.

– No hablo con los loqueros porque nunca escuchan lo que les digo.

Anders Jonasson asintió y, de buenas a primeras, se rió.

– Muy bien. Dime… ¿qué piensas de Peter Teleborian?

Anders Jonasson le soltó el nombre de manera tan inesperada que Lisbeth casi se sobresaltó. Sus ojos se estrecharon considerablemente.

– Joder, esto qué es, ¿el juego de las veinte preguntas? ¿Qué andas buscando?

De repente su voz sonó como a papel de lija. Anders Jonasson se echó hacia delante y se aproximó tanto a ella que casi invadió su territorio personal.

– Porque un… ¿cuál es la palabra que has usado…? loquero llamado Peter Teleborian, no del todo desconocido dentro del gremio, me ha presionado dos veces durante los últimos días para que le permita examinarte.

Lisbeth sintió de golpe un frío gélido recorriéndole la espina dorsal.

– El tribunal de primera instancia va a designarlo para que te haga una evaluación psiquiátrica legal.

– ¿Y?

– No me cae nada bien ese Peter Teleborian. Le he negado el acceso. La última vez se presentó en esta planta sin avisar e intentó engañar a una enfermera para que le dejara pasar a tu habitación.

Lisbeth apretó la boca.

– Su comportamiento resultaba un poco extraño y su insistencia algo excesiva para ser normal. Por eso quiero conocer tu opinión sobre él.

Esta vez le tocó a Anders Jonasson esperar pacientemente la respuesta de Lisbeth Salander.

– Teleborian es un hijo de puta -acabó contestando ella.

– ¿Es algo personal entre vosotros?

– Sí, se podría decir eso; sí.

– También he mantenido una conversación con un representante de las autoridades que, por decirlo de alguna manera, desea que permita a Teleborian que te vea.

– ¿Y?

– Le pregunté qué competencia médica tenía como para evaluar tu estado y le pedí que se fuera al cuerno. Pero con palabras más diplomáticas, claro.

– Muy bien.

– Una última pregunta: ¿por qué me cuentas esto a mí?

– Bueno, porque me has preguntado.

– Ya, pero mira… soy médico y he estudiado psiquiatría. Así que no entiendo por qué hablas conmigo. ¿Debo interpretarlo como una muestra de confianza?

Ella no contestó.

– Vale, lo interpretaré como un sí. Quiero que sepas que eres mi paciente. Eso significa que trabajo para ti y para nadie más.

Ella le observó, escéptica. Él se quedó un rato mirándola en silencio. Luego habló en un tono más distendido.

– Desde un punto de vista estrictamente médico estás casi recuperada. Necesitarás un par de semanas más de rehabilitación. Pero, por desgracia, estás muy sana.

– ¿Por desgracia?

– Sí -le contestó, mostrándole una alegre sonrisa-. Más de la cuenta.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que quiero decir es que ya no tengo razones legítimas para mantenerte aquí aislada y que el fiscal pronto te trasladará a Estocolmo y te aplicará prisión preventiva hasta que se celebre el juicio, dentro de seis semanas. No me sorprendería que la semana que viene llegara ya la petición. Y eso significa que Peter Teleborian tendrá ocasión de examinarte.