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Lisbeth Salander.

Gullberg pronunció su nombre con una sensación de malestar.

Ya cuando las chicas contaban unos nueve o diez años, Gullberg sentía una extraña sensación en el estómago cada vez que pensaba en ella. No hacía falta ser psiquiatra para comprender que no era normal. Gunnar Björck había informado de que se mostraba rebelde, violenta y agresiva ante Zalachenko, a quien, además, no parecía tenerle el más mínimo miedo. Raramente decía algo pero mostraba de otras mil maneras su descontento con el estado de las cosas. Ella era un problema en ciernes, aunque Gullberg no podía imaginar, ni en la peor de sus pesadillas, las gigantescas proporciones que ese problema alcanzaría. Lo que más temía era que la situación de la familia Salander llevara a una investigación social que se centrara en Zalachenko. Cuántas veces le imploró a Zalachenko que rompiera con la familia y que se alejara de ellos. Él se lo prometía pero siempre acababa incumpliendo su promesa. Tenía otras putas. Le sobraban las putas. Pero al cabo de unos cuantos meses siempre volvía con Agneta Sofia Salander.

Maldito Zalachenko. Un espía que dejaba que su polla gobernara su vida sentimental no podía ser, evidentemente, un buen espía. Pero era como si Zalachenko estuviera por encima de todas las reglas normales. O al menos así pensaba él… Si se hubiese contentado con tirársela sin tener que darle una paliza cada vez que se veían, tampoco habría sido para tanto, pero lo que estaba sucediendo era que Zalachenko maltrataba grave y repetidamente a su novia. Incluso parecía verlo como un entretenido desafío hacia sus vigilantes: la maltrataba sólo para meterse con ellos y verlos sufrir.

A Gullberg no le cabía la menor duda de que Zalachenko era un puto enfermo, pero no le quedaba más alternativa: no contaba precisamente con un montón de agentes desertores del GRU entre los que elegir. Sólo tenía a uno, quien, además, era muy consciente de lo que significaba para él.

Gullberg suspiró. El grupo de Zalachenko había adquirido el papel de empresa de limpieza. Era un hecho innegable. Zalachenko sabía que se podía permitir ciertas libertades y que ellos lo sacarían de cualquier aprieto. Y cuando se trataba de Agneta Sofia Salander se aprovechaba de eso hasta límites insospechados.

No le faltaron advertencias. Lisbeth Salander acababa de cumplir doce años cuando le asestó unas cuantas puñaladas a Zalachenko. Las heridas no fueron graves, pero lo trasladaron al hospital de Sankt Göran y el grupo tuvo que realizar una importante labor de limpieza. En aquella ocasión, Gullberg mantuvo una Conversación Muy Seria con él: le dejó muy claro que jamás permitiría que volviera a contactar con la familia Salander y le hizo prometer que nunca más se acercaría a ellas. Y Zalachenko se lo prometió. Mantuvo su promesa durante más de medio año, hasta que fue de nuevo a casa de Agneta Sofía Salander y la maltrató con tal saña que ella acabó en una institución para el resto de su vida.

Sin embargo, Gullberg jamás se habría podido imaginar que Lisbeth Salander fuera una psicópata asesina capaz de fabricar una bomba incendiaria. Aquel día fue un caos. Les esperaba un laberinto de investigaciones y toda la Operación Zalachenko -incluso toda la Sección – pendieron de un hilo muy fino. Si Lisbeth Salander hablara, podría desenmascarar a Zalachenko. Y si éste fuese descubierto, no sólo se correría el riesgo de que toda una serie de operaciones que estaban en marcha en Europa desde hacía quince años se fueran a pique, sino también que la Sección fuera sometida a un examen público. Algo que había que impedir a toda costa.

Gullberg estaba preocupado. Un examen público haría que, a su lado, el caso IB pareciera una película para toda la familia. Si se abrieran los archivos de la Sección, se desvelaría un conjunto de circunstancias que no eran del todo compatibles con la Constitución, por no hablar de la vigilancia a la que sometieron tanto a Palme como a otros conocidos miembros del Partido Socialdemócrata. Hacía muy pocos años que habían asesinado a Palme y era un tema muy delicado. Eso habría ocasionado que se iniciara una investigación contra Gullberg y otros numerosos miembros de la Sección. Y lo que era peor: que unos cuantos locos periodistas lanzaran, sin cortarse un pelo, la teoría de que la Sección estaba detrás del asesinato de Palme, algo que, a su vez, conduciría a un laberinto más de revelaciones y acusaciones. Otro problema era que la Dirección de la Policía de Seguridad había cambiado tanto que ni siquiera el director de la DGP /Seg conocía la existencia de la Sección. Aquel año todos los contactos con la DGP /Seg no fueron más allá de la mesa del nuevo jefe administrativo adjunto, quien, desde hacía ya una década, era miembro fijo de la Sección.

Un ambiente de pánico y angustia empezó a reinar entre los colaboradores del grupo de Zalachenko. En realidad, fue Gunnar Björck quien dio con la solución: un psiquiatra llamado Peter Teleborian.

Teleborian había sido reclutado por el departamento de contraespionaje de la DGP /Seg para un asunto completamente diferente: trabajar como asesor en la investigación de un presunto espía industrial. En una fase delicada de la investigación, había que averiguar cómo iba a actuar el sospechoso en caso de que se le sometiera a estrés. Teleborian era un joven y prometedor psiquiatra que no soltaba a sus interlocutores la típica jerga oscura, sino que ofrecía concretos y prácticos consejos, los mismos que hicieron posible que la DGP /Seg impidiera un suicidio y que el espía en cuestión pudiera transformarse en un agente doble que enviara desinformación a quienes habían contratado sus servicios.

Después del ataque de Salander contra Zalachenko, Björck, con mucho cuidado, vinculó a Teleborian a la Sección en calidad de asesor externo. Y ahora hacía más falta que nunca.

Resolver el problema había sido muy sencillo: podían hacer desaparecer a Karl Axel Bodin enviándolo a un centro de rehabilitación. Agneta Sofia Salander desaparecería enviándola a una unidad de enfermos crónicos con irreparables daños cerebrales. Todas las investigaciones policiales fueron a parar a la DGP /Seg y se transfirieron, con la ayuda del jefe administrativo adjunto, a la Sección.

Peter Teleborian acababa de obtener un puesto como médico jefe adjunto en la unidad de psiquiatría infantil del hospital de Sankt Stefan de Uppsala. Todo lo que hacía falta era un informe de psiquiatría forense que Björck y Teleborian redactarían juntos y, acto seguido, una decisión rápida y no especialmente controvertida del tribunal. Tan sólo era cuestión de ver cómo presentar los hechos. La Constitución no tenía nada que ver con todo aquello. Al fin y al cabo, se trataba de la seguridad nacional. La gente tenía que entenderlo.

Y que Lisbeth Salander era una enferma mental resultaba obvio. Unos añitos encerrada en una institución psiquiátrica le vendrían, sin duda, muy bien. Gullberg asintió dando así su visto bueno a la operación.

Todas las piezas del puzle habían encajado. Y eso ocurrió cuando el grupo Zalachenko estaba ya, de todos modos, a punto de disolverse. La Unión Soviética había dejado de existir y la época de esplendor de Zalachenko pertenecía definitivamente al pasado: su fecha de caducidad ya se había sobrepasado con creces.

En su lugar, el grupo Zalachenko le ofreció una generosa indemnización por despido de uno de los fondos reservados de la policía de seguridad. Le proporcionaron las mejores atenciones médicas, y, seis meses más tarde, con un suspiro de alivio, lo llevaron al aeropuerto de Arlanda y le dieron un billete de ida para España. Le dejaron claro que a partir de ese momento los caminos de Zalachenko y de la Sección se separaban. Fue una de las últimas gestiones realizadas por Gullberg. Una semana más tarde, acogiéndose a los derechos que su edad le otorgaba, se jubiló y le dejó su puesto al delfín: Fredrik Clinton. A partir de entonces, a Gullberg sólo lo consultaron como asesor externo y consejero para cuestiones especialmente delicadas. Se quedó en Estocolmo tres años más trabajando casi a diario en la Sección, pero los encargos fueron cada vez a menos y, poco a poco, fue desmantelándose a sí mismo. Volvió a Laholm, su ciudad natal, y continuó haciendo algún que otro trabajo a distancia. Durante los primeros años viajó con cierta regularidad a Estocolmo, pero incluso esas visitas empezaron a ser cada vez más espaciadas.