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Había dejado de pensar en Zalachenko. Hasta esa mañana en la que se despertó y se encontró con la hija de éste en las portadas de todos los periódicos, sospechosa de un triple asesinato.

Gullberg había seguido las noticias con una sensación de desconcierto. Comprendió a la perfección que no era ninguna casualidad que Salander hubiese tenido a Bjurman como administrador, pero no pensó que aquello supusiera un peligro inminente para que la vieja historia de Zalachenko saliera a flote. Salander era una enferma mental; no le sorprendía en absoluto que ella fuese la autora de aquella orgía asesina. En cambio, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que Zalachenko pudiera estar vinculado al caso hasta que una mañana escuchó los informativos y se desayunó con las noticias de Gosseberga. Fue entonces cuando se puso a hacer llamadas y acabó comprando un billete de tren para Estocolmo.

La Sección se enfrentaba a su peor crisis desde que él fundara la organización. Todo amenazaba con resquebrajarse.

Zalachenko arrastró los pies hasta el cuarto de baño y orinó. Con las muletas que el hospital de Sahlgrenska le había proporcionado podía moverse. Había dedicado el domingo y el lunes a breves sesiones de entrenamiento. Le seguía doliendo endiabladamente la mandíbula y sólo podía tomar alimentos líquidos, pero ahora era capaz de levantarse y recorrer distancias cortas.

Después de haber vivido con una prótesis durante casi quince años se había acostumbrado a las muletas. Se entrenó en el arte de desplazarse silenciosamente con ellas andando de un lado a otro de su habitación. Cada vez que el pie derecho rozaba el suelo, un intenso dolor le atravesaba la pierna.

Apretó los dientes. Pensó en el hecho de que Lisbeth Salander se encontrara en una habitación cercana. Le había llevado todo el día averiguar que ella se hallaba a tan sólo dos puertas a la derecha.

A las dos de la madrugada, diez minutos después de la última visita de la enfermera, todo estaba en silencio y tranquilo. Zalachenko se levantó con mucho esfuerzo y buscó sus muletas. Se acercó a la puerta y aguzó el oído pero no pudo oír nada. Abrió la puerta y salió al pasillo. Oyó una débil música que procedía de la habitación de las enfermeras. Se desplazó hasta la salida que había al final del pasillo, abrió la puerta e inspeccionó las escaleras: había ascensores. Volvió al pasillo y regresó a su habitación. Al pasar ante la de Lisbeth Salander se detuvo y descansó apoyándose en las muletas durante medio minuto.

Esa noche las enfermeras habían cerrado la puerta de la habitación. Lisbeth Salander abrió los ojos al percibir un débil sonido raspante en el pasillo. No pudo identificarlo, pero sonaba como si alguien estuviera arrastrando algo con mucho cuidado. Por un momento se hizo un silencio absoluto y se preguntó si no serían imaginaciones suyas. Al cabo de un minuto o dos volvió a oír el sonido. Se iba alejando. La sensación de inquietud fue en aumento.

Zalachenko está ahí fuera.

Ella se sentía encadenada a la cama. El collarín le picaba. Le entró un intenso deseo de levantarse. Se incorporó con no poco esfuerzo. Ésas fueron más o menos todas las fuerzas que pudo reunir. Se dejó caer nuevamente en la cama y apoyó la cabeza en la almohada.

Acto seguido se palpó el collarín con los dedos y encontró los cierres que lo mantenían fijo. Los abrió y dejó caer el collarín al suelo. De repente respiró con más facilidad.

Deseó haber tenido un arma a mano y las suficientes energías como para levantarse y aniquilarlo de una vez por todas.

Al final se levantó apoyándose en un codo. Encendió la luz y miró a su alrededor: no pudo ver nada susceptible de ser usado como arma. Luego su mirada se detuvo en una mesa auxiliar situada junto a la pared y a unos tres metros de la cama. Constató que alguien había dejado un lápiz encima.

Esperó a que la enfermera de noche terminara su ronda, algo que parecía realizar cada media hora. Lisbeth supuso que la reducida frecuencia de control se debía a que los médicos habían decidido que ella se encontraba mejor que antes, cuando ese mismo fin de semana la habían estado visitando cada quince minutos o incluso más a menudo. Pero ella no notaba ninguna diferencia.

Una vez sola, reunió fuerzas, se incorporó y pasó las piernas por encima del borde de la cama. Tenía unos electrodos pegados al cuerpo que registraban el pulso y la respiración, pero los cables venían de la misma dirección que donde estaba el lápiz. Con mucho cuidado, se puso de pie y, acto seguido, se tambaleó y perdió el equilibrio por completo. Por un segundo creyó que se iba a desmayar, pero se apoyó en la cama y concentró la mirada en la mesa que tenía delante. Dio tres titubeantes pasos, estiró la mano y alcanzó el lápiz.

Volvió a la cama caminando hacia atrás. Estaba completamente agotada.

Se recuperó al cabo de un rato y se tapó con el edredón. Levantó el lápiz y tocó la punta. Se trataba de un lápiz de madera normal y corriente. Acababan de sacarle punta y estaba afilado como un punzón. Podría utilizarlo como arma contra la cara o los ojos.

Se lo guardó junto a la cadera, bien a mano, y se durmió.

Capítulo 6 Lunes, 11 de abril

El lunes por la mañana, Mikael Blomkvist se levantó a las nueve y pico y llamó a Malin Eriksson, que acababa de entrar en la redacción de Millennium.

– Hola, redactora jefe -dijo.

– Me encuentro en estado de shock por la ausencia de Erika y porque me queréis a mí como nueva redactora jefe.

– ¿Ah, sí?

– Erika ya no está. Su mesa está vacía.

– Entonces será una buena idea dedicar el día a hacer el traslado a su despacho.

– No sé cómo hacerlo. Me siento muy incómoda.

– No te sientas así. Todos estamos de acuerdo en que, en estas circunstancias, eres la mejor elección. Y siempre que necesites algo podrás acudir a mí o a Christer.

– Gracias por la confianza.

– Bah -soltó Mikael-. Tú sigue trabajando como siempre. Iremos resolviendo las cosas poco a poco, según se vayan presentando.

– De acuerdo. ¿Qué querías?

Le contó que pensaba quedarse escribiendo en casa todo el día. De repente, Malin se dio cuenta de que él la estaba informando de lo que iba a hacer, de la misma manera que -suponía Malin- había hecho con Erika Berger. Ella debía hacer algún comentario. ¿O no?

– ¿Tienes instrucciones para nosotros?

– Pues no. Pero si tú tienes que darme alguna, llámame. Me sigo encargando del asunto Salander y en ese tema seré yo quien decida, pero, por lo que respecta al resto de la revista, ahora la pelota está en tu tejado. Toma tú las decisiones. Yo te apoyaré.

– ¿Y si me equivoco?

– Si me entero de algo, hablaré contigo. Aunque tendría que ser algo muy especial. Normalmente ninguna decisión es ciento por ciento buena o mala. Tú tomarás tus decisiones, que tal vez no sean idénticas a las que habría tomado Erika Berger. Y si yo tomara las mías, nos encontraríamos con una tercera variante. Pero las que valen a partir de ahora son las tuyas.

– De acuerdo.

– Si eres una buena jefa, comentarás tus decisiones con los demás. Primero con Henry y Christer, después conmigo y en último lugar siempre estará la reunión de la redacción para plantear las cuestiones difíciles.

– Lo haré lo mejor que pueda.

– Bien.

Se sentó en el sofá del salón con su iBook en las rodillas y trabajó sin descanso todo el lunes. Cuando acabó tenía un primer borrador de dos textos que sumaban un total de veintiuna páginas. Esa parte de la historia se centraba en el asesinato del colaborador Dag Svensson y de su pareja, Mia Bergman: en qué trabajaban, por qué les mataron y quién había sido su asesino. Estimó que, grosso modo, debería escribir unas cuarenta páginas más para el número temático de verano de la revista. Y tenía que decidir cómo describir a Lisbeth Salander en el texto sin atentar contra su integridad personal. Él sabía cosas de ella que ella no quería hacer públicas por nada del mundo.