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La noticia de que un importante agente ruso había solicitado asilo político en Suecia conmocionó a Fälldin. Empezó diciendo que su deber era tratar el tema como mínimo con los líderes de los otros dos partidos que formaban parte del gobierno de coalición. Gullberg estaba preparado para esa objeción y jugó la carta más importante que guardaba. Le explicó en voz baja que si eso ocurriese, él se vería obligado a presentar su dimisión. La amenaza impresionó a Fälldin. Eso implicaba que si la historia se filtrara y los rusos enviaran un escuadrón de la muerte para liquidar a Zalachenko, el primer ministro sería el único responsable. Y si se revelara que la persona encargada de la seguridad de Zalachenko se había visto obligada a dimitir de su cargo, el primer ministro se vería envuelto en un escándalo político y mediático.

Fälldin, todavía verde e inseguro como primer ministro, acabó cediendo. Aprobó una directiva que se introdujo de inmediato en el diario secreto y que conllevaba que la Sección se encargara del debriefing de Zalachenko y de su seguridad, así como de que la información no saliera del despacho del primer ministro. De este modo, Fälldin llegó a firmar una directiva que, en la práctica, demostraba que él había sido informado pero que también significaba que nunca podría hablar del tema. En resumen, que se olvidara de Zalachenko.

No obstante, Fälldin insistió en que una persona más de su gabinete fuera puesta al tanto de la situación: un secretario de Estado elegido a dedo que, además, funcionara como persona de contacto en todo lo relacionado con el desertor. Gullberg aceptó. No tendría problemas en manejar a un secretario de Estado.

El director de la DGP /Seg estaba contento: el asunto Zalachenko quedaba asegurado constitucionalmente, algo que, en este caso concreto, quería decir que él tenía las espaldas cubiertas. Gullberg también estaba contento: había conseguido poner el asunto en cuarentena, cosa que le permitía controlar toda la información. Él, y nadie más que él, controlaba a Zalachenko.

Cuando Gullberg regresó a su despacho del piso de Östermalm, se sentó a su mesa y, a mano, hizo una lista de las personas que sabían de la existencia de Zalachenko. La nómina la componían él mismo; Gunnar Björck; Hans von Rottinger, jefe operativo de la Sección; Fredrik Clinton, jefe adjunto; Eleanor Badenbrink, secretaria de la Sección, y dos colaboradores a los que se les había encomendado la tarea de reunir y analizar la información que Zalachenko les pudiera proporcionar. En total, siete personas que, durante los siguientes años, constituirían una sección especial dentro de la Sección. Los bautizó mentalmente como «el Grupo Interior».

Fuera de la Sección, estaban al corriente el jefe de la DGP /Seg, el jefe adjunto y el jefe administrativo. Aparte de ellos, el primer ministro y un secretario de Estado. En total, doce personas. Nunca un secreto de tal magnitud había sido conocido por un grupo tan reducido.

Luego el rostro de Gullberg se ensombreció. El secreto también era conocido por una decimotercera persona. Björck estuvo acompañado por el jurista Nils Bjurman. Convertir a este último en un colaborador de la Sección quedaba totalmente descartado: Bjurman no era un verdadero policía de seguridad -en el fondo no era más que una especie de becario de la DGP /Seg- y no disponía ni de los conocimientos ni de la competencia que se requerían. Gullberg sopesó varias alternativas hasta que al final se decidió por sacar discretamente a Bjurman de la historia. Lo amenazó con cadena perpetua por alta traición si se le ocurría pronunciar una sola sílaba sobre Zalachenko, lo sobornó con promesas de futuros trabajos y, por último, le dio una coba que no hizo sino aumentar la sensación de importancia que Bjurman tenía sobre sí mismo. Se encargó de que contrataran a Bjurman en un prestigioso bufete y de que recibiera toda una serie de encargos que lo mantuvieran ocupado. El único problema residía en que Bjurman era tan mediocre que no supo aprovechar sus oportunidades. Abandonó el bufete al cabo de diez años y abrió el suyo propio, con un solo empleado, en Odenplan.

Durante los siguientes años, Gullberg mantuvo a Bjurman bajo una discreta pero constante vigilancia. No la abandonó hasta finales de los años ochenta, cuando la Unión Soviética se encontraba a punto de caer y Zalachenko ya no constituía un asunto prioritario.

Para la Sección, Zalachenko había representado, en primer lugar, la promesa de abrir una brecha en la resolución del enigma Palme, algo que mantenía permanentemente ocupado a Gullberg. Por consiguiente, Palme fue uno de los primeros temas que Gullberg trató en el largo debriefing.

Sin embargo, sus esperanzas pronto se frustraron: Zalachenko nunca había operado en Suecia y no tenía un verdadero conocimiento del país. Sí había oído rumores, en cambio, sobre el «Caballo Rojo», un destacado político sueco, tal vez escandinavo, que trabajaba para la KGB.

Gullberg escribió una lista de nombres que unió al de Palme. Allí estaban Carl Lidbom, Pierre Schori, Sten Andersson, Marita Ulvskog y unos cuantos más. Durante el resto de su vida, Gullberg volvería a esa nómina una y otra vez sin conseguir jamás dar respuesta al enigma.

De repente, Gullberg se codeaba con los grandes. Le ofrecieron sus respetos en aquel exclusivo club de guerreros elegidos donde todos se conocían y donde los contactos se realizaban mediante la amistad y la confianza personales, y no a través de los canales oficiales ni de las reglas burocráticas. Llegó, incluso, a conocer al mismísimo James Jesus Angleton y a tomarse un whisky con el jefe del MI-6 en un discreto club de Londres. Se convirtió en uno de los grandes.

La otra cara de la profesión era que nunca podría hablar de sus éxitos, ni siquiera en unas memorias póstumas. Constantemente presente se hallaba, asimismo, el miedo a que el Enemigo empezara a percatarse de sus viajes y lo vigilara; de ese modo, sin quererlo, guiaría a los rusos hasta Zalachenko.

En ese aspecto, Zalachenko era su peor enemigo.

Durante el primer año, Zalachenko estuvo alojado en un apartamento propiedad de la Sección. No existía en ningún registro ni en ningún documento público, y dentro del grupo de Zalachenko habían pensado que les sobraba tiempo para plantearse el futuro del desertor. Hasta la primavera de 1978 no le dieron un pasaporte a nombre de Karl Axel Bodin ni le pudieron inventar, con no poco esfuerzo, un pasado: una ficticia pero comprobable vida en los registros oficiales suecos.

Para entonces ya era tarde: Zalachenko ya se había follado a esa maldita puta llamada Agneta Sofia Salander, cuyo apellido de soltera era Sjölander, y se había presentado sin la menor preocupación con su verdadero nombre: Zalachenko. Gullberg pensaba que Zalachenko no estaba del todo bien de la cabeza. Sospechaba que el desertor ruso deseaba más bien ser descubierto. Era como si necesitara estar en el candelero. Si no, resultaba difícil explicar cómo podía ser tan tremendamente estúpido.

Hubo putas, períodos de un exagerado consumo de alcohol y varios incidentes violentos y unas cuantas broncas con porteros de bares y otras personas. En tres ocasiones la policía sueca arrestó a Zalachenko por embriaguez y en otras dos por peleas en un bar. Y, en cada ocasión, la Sección tuvo que intervenir discretamente y sacarle del apuro asegurándose de que los papeles desaparecieran y de que los registros fueran modificados. Gullberg eligió a Gunnar Björck para que se convirtiera en su sombra. El trabajo de Björck consistía en hacer de canguro casi veinticuatro horas al día. Era difícil, pero no había otra alternativa.

Todo podía haber salido bien. A principios de los años ochenta, Zalachenko se tranquilizó y empezó a adaptarse. Pero nunca dejó a la puta de Salander. Y lo que era peor: se había convertido en el padre de Camilla y de Lisbeth Salander.