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Caminó segura de sí misma y se sentó en el lugar que le correspondía, junto a su abogada. Barrió al público con la mirada; no había en ella ni el menor atisbo de curiosidad. Dio más bien una impresión desafiante, como si estuviera tomando buena nota mental de las personas que ya la habían condenado en las páginas de los periódicos.

Era la primera vez que Mikael la veía desde que ella yaciera como una sangrante muñeca de trapo sobre el banco de la cocina de Gosseberga. Sin embargo, había pasado más de un año y medio desde la última vez que la vio en circunstancias normales. Si es que la expresión «circunstancias normales» resultaba adecuada tratándose de Lisbeth Salander… Se cruzaron las miradas unos segundos. Ella le sostuvo la suya un breve instante sin darle ni la más mínima muestra de que lo conocía. Examinó, en cambio, los intensos moratones que Mikael tenía en la mejilla y la sien, y la tirita que le atravesaba la ceja derecha. Por espacio de un segundo, Mikael creyó intuir el asomo de una sonrisa en los ojos de Lisbeth. Pero no estaba seguro de si se lo había imaginado. Luego el juez Iversen golpeó la mesa con la maza y comenzó el juicio.

El público estuvo presente en la sala un total de treinta minutos. Pudo escuchar la exposición inicial de los hechos del fiscal Ekström, en la que presentó los cargos de la acusación.

Aunque ya los conocían, todos los reporteros, a excepción de Mikael Blomkvist, los apuntaron, aplicados. Mikael ya tenía escrito su reportaje y sólo había ido al juicio para hacerse notar y cruzar su mirada con la de Lisbeth.

La exposición inicial de Ekström duró poco más de veintidós minutos. Luego le tocó el turno a Annika Giannini. Su réplica duró treinta segundos. Su voz fue firme.

– Esta defensa rechaza todos los cargos a excepción de uno: mi clienta se declara culpable de la tenencia ilícita de armas que supone el bote de gas lacrimógeno. En la totalidad de los demás cargos de los que se la acusa, mi clienta niega cualquier responsabilidad o intención criminal. Vamos a demostrar que las afirmaciones del fiscal son falsas y que mi clienta ha sido objeto de graves abusos judiciales. Exijo que se la declare inocente, que se anule su declaración de incapacidad y que sea puesta en libertad.

Un crujir de papel de cuaderno se oyó entre los reporteros. Por fin se había revelado la estrategia de la abogada Giannini, aunque no era la que ellos esperaban. La conjetura más extendida había sido la de que Annika Giannini utilizaría la enfermedad mental de su clienta para explotarla a su favor. De repente, Mikael sonrió.

– Bien -dijo el juez Iversen antes de tomar nota.

Miró a Annika Giannini.

– ¿Ha terminado?

– Esa es mi petición.

– ¿Quiere el fiscal añadir algo? -preguntó Iversen.

Fue en ese momento cuando el fiscal Ekström pidió que la vista se realizara a puerta cerrada. Alegó que se trataba de proteger el estado psíquico y el bienestar de una persona vulnerable, así como algunos detalles que podían ir en detrimento de la seguridad del Estado.

– Supongo que se refiere usted al llamado caso Zalachenko -dijo Iversen.

– Correcto. Alexander Zalachenko llegó a Suecia buscando protección como refugiado político tras haber huido de una terrible dictadura. Aunque el señor Zalachenko ya haya fallecido, algunos de los aspectos que conciernen al trato que se le dio, a sus relaciones personales y a cuestiones similares siguen estando clasificados. Por esa razón solicito que la vista oral se realice a puerta cerrada y que se considere el secreto profesional para aquellos puntos del juicio que presentan un carácter particularmente delicado.

– Entiendo -dijo Iversen, arrugando la frente.

– Además, una gran parte del juicio tratará sobre la tutela de la acusada. Afecta a temas que, en circunstancias normales, son clasificados casi de forma automática. Como muestra de deferencia con la acusada me gustaría celebrar el juicio a puerta cerrada.

– ¿Qué postura adopta la abogada Giannini respecto a la petición del fiscal?

– Por nuestra parte no hay ningún inconveniente.

El juez Iversen reflexionó un breve instante. Consultó a su asesor y luego comunicó, para gran irritación de los reporteros presentes, que aceptaba la petición del fiscal. En consecuencia, Mikael Blomkvist abandonó la sala del juicio.

Dragan Armanskij esperó a Mikael Blomkvist al pie de las escaleras del juzgado. El calor de julio era abrasador y Mikael vio que el sudor de sus axilas le empezaba a manchar la camisa. Nada más salir, sus dos guardaespaldas se unieron a él. Saludaron a Dragan Armanskij con un movimiento de cabeza y se pusieron a escudriñar los alrededores.

– Me resulta raro andar con dos guardaespaldas -dijo Mikael-. ¿Cuánto me va a costar todo esto?

– Invita la empresa -dijo Armanskij-. Tengo un interés personal en mantenerte con vida. Pero la verdad es que nos hemos gastado unas doscientas cincuenta mil coronas pro bono durante los últimos meses.

Mikael asintió.

– ¿Un café? -preguntó, señalando el café italiano de Bergsgatan.

Armanskij asintió. Mikael pidió un caffe latte y Armanskij eligió un espresso doble con una cucharadita de leche. Se sentaron en la terraza, a la sombra. Los guardaespaldas se situaron en una mesa contigua. Tomaron Coca-Cola.

– A puerta cerrada -constató Armanskij.

– Era de esperar. Pero nos favorece porque así podremos controlar mejor el flujo informativo.

– Bueno, da igual, pero el fiscal Richard Ekström me empieza a caer cada vez peor.

Mikael estaba de acuerdo. Se tomaron los cafés mirando hacia el juzgado donde se iba a decidir el futuro de Lisbeth Salander.

– Custer's last stand -dijo Mikael.

– Va bien preparada -lo consoló Armanskij-. Y debo admitir que tu hermana me ha impresionado. Cuando empezó a planear la estrategia creí que lo decía en broma, pero cuanto más lo pienso más inteligente me parece.

– Este juicio no se va a decidir ahí dentro -dijo Mikael.

Llevaba meses repitiendo esas palabras como si fuera un mantra.

– Te van a llamar como testigo -dijo Armanskij.

– Ya lo sé. Estoy preparado. Pero eso no sucederá hasta pasado mañana; o eso es al menos lo que esperamos.

El fiscal Richard Ekström había dejado olvidadas sus gafas bifocales en casa y tuvo que subirse a la frente las que tenía y entornar los ojos para poder leer algo de las notas que había tomado con letra más pequeña. Antes de volver a ponerse las lentes y recorrer la sala con la mirada, se pasó la mano rápidamente por su rubia barba.

Lisbeth Salander se hallaba sentada con la espalda recta y contemplándolo con una impenetrable mirada. Su cara y sus ojos permanecían inmóviles. No parecía estar del todo presente. Había llegado la hora de su interrogatorio.

– Quiero recordarle, señorita Salander, que habla usted bajo juramento -empezó, por fin, a decir Ekström.

Lisbeth Salander no se inmutó. El fiscal Ekström pareció esperar algún tipo de respuesta y aguardó unos cuantos segundos. Arqueó las cejas.

– Bueno… Como ya he dicho, habla usted bajo juramento -repitió.

Lisbeth Salander ladeó ligeramente la cabeza. Annika Giannini estaba ocupada leyendo algo en las actas del sumario y no daba la impresión de tener ningún interés en lo que hacía el fiscal Ekström. Este recogió sus papeles. Tras un instante de incómodo silencio se aclaró la voz.

– Bueno -dijo Ekström con un tono de voz razonable-. Vayamos directamente a los acontecimientos de la casa de campo del difunto letrado Bjurman, en las afueras de Stallarholmen, ocurridos el seis de abril de este mismo año y que constituyen el punto de partida de la exposición que realicé esta mañana. Intentemos aclarar las razones que la llevaron a ir a Stallarholmen y pegarle un tiro a Carl-Magnus Lundin.