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Depositó su mirada en Lisbeth Salander. Ella se la devolvió. Y a continuación sonrió. Cobró un aspecto malvado. Ekström frunció el ceño.

– ¿Quiere la señora Giannini añadir algo? -preguntó el juez Iversen.

– No -contestó Annika Giannini-. Tan sólo que las conclusiones del fiscal Ekström no son más que tonterías.

La sesión de la tarde se inició con el interrogatorio de la testigo Ulrika von Liebenstaahl, de la comisión de tutelaje, a quien Ekström había llamado para intentar averiguar si existía algún tipo de queja contra el abogado Bjurman. La señora Von Liebenstaahl lo negó en redondo: esas afirmaciones le parecieron insultantes.

– Llevamos un riguroso control de los asuntos de administración y tutelaje. Durante casi veinte años, el abogado Bjurman trabajó para la comisión de tutelaje antes de ser asesinado de tan vergonzosa manera.

A pesar de que Lisbeth Salander no estaba acusada de homicidio y de que ya había quedado claro que fue Ronald Niedermann el que asesinó a Bjurman, Ulrika von Liebenstaahl contempló a Lisbeth Salander con una mirada fulminante.

– Durante todos esos años no hemos recibido ni una sola queja contra el abogado Bjurman. Era una persona concienzuda que dio frecuentes muestras de un fuerte compromiso para con sus clientes.

– ¿Así que no cree usted verosímil que sometiera a Lisbeth Salander a una grave violencia sexual?

– Lo considero absurdo. Tenemos sus informes mensuales, y yo misma me reuní con él en varias ocasiones para tratar este caso.

– La abogada Annika Giannini ha exigido formalmente que la tutela administrativa de Lisbeth Salander se anule a efectos inmediatos.

– A nadie le alegra más que a nosotros anular una tutela administrativa. Sin embargo, tenemos una responsabilidad que nos obliga a atenernos a la normativa vigente. Desde la comisión hemos puesto la condición de que los expertos psiquiátricos, siguiendo el procedimiento normal, declaren curada a Lisbeth Salander antes de que se pueda plantear una posible modificación del estado de su tutela.

– Entiendo.

– Eso significa que debe someterse a un reconocimiento psiquiátrico. Algo que, como todos sabemos, se niega a hacer.

El interrogatorio de Ulrika von Liebenstaahl duró más de cuarenta minutos durante los cuales se estudiaron los informes mensuales de Bjurman.

Annika Giannini hizo una sola pregunta justo antes de que terminara el interrogatorio.

– ¿Se encontraba usted en el dormitorio del abogado Bjurman la noche del 7 al 8 de marzo de 2003?

– Claro que no.

– Así que, en otras palabras, no tiene ni la más mínima idea de si los datos que aporta mi clienta son verdaderos o no…

– La acusación contra el abogado Bjurman es absurda.

– Esa es su opinión. ¿Puede usted proporcionarle una coartada o documentar de alguna otra manera que no sometió a mi clienta a abusos sexuales?

– Eso es imposible, claro que no. Pero la probabilidad…

– Gracias. Eso es todo -concluyó Annika Giannini.

A eso de las siete de la tarde, Mikael Blomkvist se encontró con su hermana en Slussen, concretamente en las oficinas de Milton Security, para hacer un resumen de la jornada.

– Ha sido más o menos como me esperaba -dijo Annika-. Ekström se ha tragado la autobiografía de Salander.

– Bien. ¿Cómo se está comportando ella?

Annika se rió.

– Estupendamente; si hasta parece una psicópata auténtica. Actúa con total naturalidad.

– Mmm.

– Hoy se ha tratado más que nada el tema de Stallarholmen. Mañana será lo de Gosseberga, los interrogatorios con gente de la brigada forense y cosas similares. Ekström va a intentar demostrar que Salander fue allí para matar a su padre.

– De acuerdo.

– Pero puede que tengamos un problema técnico: por la tarde Ekström llamó a una tal Ulrika von Liebenstaahl, de la comisión de tutelaje. Y empezó a decir que yo no tenía derecho a defender a Lisbeth.

– ¿Por qué?

– Sostiene que Lisbeth está bajo tutela administrativa y que no tiene derecho a elegir un abogado por sí misma.

– ¿Cómo?

– Es decir, que técnicamente hablando yo no puedo ser su abogada si la comisión de tutelaje no lo aprueba.

– ¿Y?

– Para mañana por la mañana el juez Iversen deberá haber tomado una decisión al respecto. Cuando terminó la sesión de hoy intercambié con él unas breves palabras; creo que va a decir que puedo seguir representándola. Mi argumento ha sido que la comisión de tutelaje ha tenido tres meses para recurrir y que me parecía una impertinencia que protestara cuando el juicio ya se había iniciado.

– El viernes testificará Teleborian. Tienes que ser tú quien lo interrogue.

El jueves, tras haber estudiado una serie de mapas y fotografías y escuchado las largas conclusiones técnicas sobre lo acontecido en Gosseberga, el fiscal Ekström determinó que todas las pruebas indicaban que Lisbeth Salander había ido en busca de su padre con el propósito de matarlo. El eslabón más fuerte de la cadena de pruebas era que ella había llevado a Gosseberga un arma de fuego, una P-83 Wanad polaca.

El hecho de que Alexander Zalachenko (según la historia de Salander) o tal vez el asesino de policías Ronald Niedermann (según la declaración prestada por Zalachenko antes de ser asesinado en el hospital de Sahlgrenska) hubiesen intentado, a su vez, matar a Lisbeth Salander, así como el hecho de que la enterraran en el bosque, no significaba en absoluto que ella no hubiese perseguido a su padre hasta Gosseberga con el premeditado objetivo de matarle. Además, casi lo consigue, porque le dio con un hacha en la cara. Ekström exigía que Lisbeth Salander fuera condenada por intento de homicidio o, en su defecto, conspiración para cometer homicidio, así como, en todo caso, por lesiones graves.

La versión de Lisbeth Salander era que había ido hasta Gosseberga para enfrentarse a su padre y hacerle confesar los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Esta afirmación era de suma importancia para la cuestión de la premeditación.

Cuando Ekström terminó de interrogar al testigo Melker Hansson, de la brigada forense de la policía de Gotemburgo, la abogada Annika Giannini le hizo unas pocas y breves preguntas.

– Señor Hansson, ¿hay algo, lo que sea, en su investigación y en toda la documentación forense que ha recopilado que, de alguna manera, pueda determinar que Lisbeth Salander esté mintiendo sobre el objetivo de su visita a Gosseberga? ¿Puede usted probar que ella fue allí para matar a su padre?

Melker Hansson reflexionó un instante.

– No -dijo finalmente.

– Entonces, ¿no puede pronunciarse sobre las intenciones de Salander?

– No.

– ¿Quiere eso decir que la conclusión del fiscal Ekström, aun siendo elocuente y detallada, es por lo tanto una mera especulación?

– Supongo que sí.

– ¿Hay algo en las pruebas forenses que contradiga la afirmación de Lisbeth Salander de que se llevó el arma polaca, una P-83 Wanad, por pura casualidad? ¿Algo que contradiga que simplemente se hallaba en su bolso porque, tras habérsela quitado el día anterior a Sonny Nieminen en Stallarholmen, no supo qué hacer con ella?

– No.

– Gracias -dijo Annika Giannini. Acto seguido, se sentó. Fueron sus únicas palabras durante la hora que duró la declaración de Hansson.

Hacia las seis de la tarde del jueves, Birger Wadensjöö abandonó el edificio de Artillerigatan de la Sección con la sensación de hallarse rodeado de amenazantes nubarrones y de avanzar hacia una inminente hecatombre. Hacía ya unas cuantas semanas que había comprendido que su cargo -el de director, es decir, el de jefe de la Sección para el Análisis Especial- no era más que una fórmula desprovista de significado. Sus opiniones, protestas o súplicas no surtían el menor efecto: Fredrik Clinton había asumido el mando y tomaba todas las decisiones. Si la Sección hubiese sido una institución pública y transparente, no habría importado; le hubiera bastado con dirigirse a su superior para denunciar ese hecho.