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Ekström intimidó a Lisbeth Salander con la mirada. Ella siguió sin inmutarse. De repente, el fiscal pareció resignarse. Hizo un gesto con las manos y pasó a contemplar al presidente del tribunal: al juez Jörgen Iversen se lo veía pensativo. Acto seguido, miró de reojo a Annika Giannini, que seguía inmersa en la lectura de sus papeles, ajena por completo a su entorno.

El juez Iversen carraspeó. Luego se dirigió a Lisbeth Salander:

– ¿Debemos entender su silencio como que no quiere contestar a las preguntas? -preguntó.

Lisbeth Salander giró la cabeza y se enfrentó con la mirada del juez Iversen.

– Contestaré con mucho gusto a las preguntas -le respondió.

El juez Iversen asintió.

– Entonces, ¿por qué no contesta a mi pregunta? -terció el fiscal Ekström.

Lisbeth Salander volvió a mirar a Ekström. Permaneció callada.

– ¿Hace usted el favor de contestar a la pregunta? -intervino el juez Iversen.

Lisbeth giró nuevamente la cabeza hacia el presidente de la sala y arqueó las cejas. Su voz sonó fuerte y clara.

– ¿Qué pregunta? Hasta ahora -señaló con un movimiento de cabeza a Ekström- no ha hecho más que una serie de afirmaciones no confirmadas. Yo no he oído ninguna pregunta.

Annika Giannini alzó la vista. Puso un codo en la mesa y apoyó la cara en la mano mostrando un repentino interés con la mirada.

El fiscal Ekström perdió el hilo durante unos cuantos segundos.

– ¿Puede hacer el favor de repetir la pregunta? -propuso el juez Iversen.

– Yo le he preguntado si… ¿Fue usted a la casa de campo que el abogado Bjurman tenía en Stallarholmen con el objetivo de disparar a Carl-Magnus Lundin?

– No, has dicho que querías aclarar las razones que me llevaron a ir a Stallarholmen y pegarle un tiro a Carl-Magnus Lundin. Eso no es una pregunta. Es una afirmación general en la que te adelantas a mi respuesta. Yo no soy responsable de las afirmaciones que tú quieras hacer.

– No sea tan impertinente. Conteste a la pregunta.

– No.

Silencio.

– ¿No?

– Es la respuesta a la pregunta.

El fiscal Richard Ekström suspiró. Iba a ser un día largo. Lisbeth Salander lo observaba expectante.

– Tal vez sea mejor que empecemos por el principio -dijo-. ¿Estuvo usted en la casa de campo que el difunto letrado Bjurman tenía en Stallarholmen la tarde del seis de abril?

– Sí.

– ¿Cómo se desplazó hasta allí?

– Fui en un tren de cercanías hasta Södertälje y luego cogí el autobús que va a Strängnäs.

– ¿Por qué razón fue a Stallarholmen? ¿Había quedado con Carl-Magnus Lundin y su amigo Sonny Nieminen?

– No.

– ¿Y a qué se debía la presencia de esos dos hombres allí?

– Eso se lo tendrás que preguntar a ellos.

– Ahora se lo pregunto a usted.

Lisbeth Salander no contestó. El juez Iversen carraspeó.

– Supongo que la señorita Salander no contesta porque, desde un punto de vista semántico, ha vuelto a realizar usted una afirmación -terció el juez Iversen con amabilidad.

De repente, Annika Giannini soltó una risita lo bastante alta como para que se oyera. Enseguida guardó silencio y volvió a concentrarse en sus papeles. Ekström la miró irritado.

– ¿Por qué cree que Lundin y Nieminen aparecieron por la casa de campo de Bjurman?

– No lo sé. Supongo que fueron allí para provocar un incendio. En el maletín de su Harley-Davidsson, Lundin llevaba un litro de gasolina metido en una botella.

Ekström arrugó el morro.

– ¿Por qué fue usted a la casa de campo del abogado Bjurman?

– Estaba buscando información.

– ¿Qué tipo de información?

– La que sospecho que Lundin y Nieminen fueron a destruir porque podía contribuir a aclarar quién asesinó a ese cabrón.

– ¿Considera usted que el letrado Bjurman era un cabrón? ¿Lo he entendido bien?

– Sí.

– ¿Y por qué tiene esa opinión?

– Era un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador, así que era un cabrón.

Lisbeth citó tal cual las palabras que le tatuó al difunto letrado Bjurman en el estómago, confesando de este modo, aunque indirectamente, que era ella la autora del texto. Eso, sin embargo, no formaba parte de la acusación contra Lisbeth Salander. Bjurman nunca puso ninguna denuncia por lesiones y, además, no se podía probar si se lo había dejado tatuar voluntariamente o si se lo habían realizado a la fuerza.

– En otras palabras, afirma que su administrador abusó de usted sexualmente. ¿Puede contarnos cuándo tuvieron lugar esos supuestos abusos?

– La primera vez el martes 18 de febrero de 2003, y la segunda el viernes 7 de marzo de ese mismo año.

– Se ha negado a contestar a todas las preguntas que le han hecho los interrogadores que han intentado hablar con usted. ¿Por qué?

– No tenía nada que decirles.

– He leído la supuesta autobiografía que inesperadamente me entregó su abogada hace un par de días. Tengo que decir que es un documento extraño; ya volveremos sobre eso. Pero en ese texto afirma usted que el abogado Bjurman la forzó en una primera ocasión a realizarle sexo oral y que en la segunda se pasó una noche entera sometiéndola a repetidas violaciones y a una grave tortura.

Lisbeth no contestó.

– ¿Es eso correcto?

– Sí.

– ¿Denunció las violaciones a la policía?

– No.

– ¿Por qué no?

– Los policías nunca me han hecho caso cuando he intentado contarles algo. Así que no tenía ningún sentido denunciar nada.

– ¿Habló de esos abusos con algún conocido suyo? ¿Alguna amiga?

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque no era asunto de nadie.

– Vale. ¿Contactó usted con algún abogado?

– No.

– ¿Se dirigió a algún médico para que le examinara las lesiones que, según usted, le ocasionó?

– No.

– Y tampoco se dirigió a ningún centro de acogida de mujeres.

– Acabas de hacer una afirmación.

– Perdón. ¿Se dirigió a algún centro de acogida?

– No.

Ekström se volvió hacia el presidente de la sala.

– Quiero llamar la atención del tribunal sobre el hecho de que la acusada ha afirmado que fue víctima de dos abusos sexuales, uno de los cuales debe ser considerado de extrema gravedad. Sostiene que la persona culpable de esas violaciones fue su administrador, el difunto letrado Nils Bjurman. Asimismo, habría que considerar los siguientes hechos…

Ekström hojeó sus papeles.

– La investigación realizada por la brigada de delitos violentos no ha revelado nada en el pasado del abogado Nils Bjurman que pueda reforzar la credibilidad de lo que cuenta Lisbeth Salander. Bjurman nunca ha sido juzgado por ningún delito. Nunca ha sido objeto de ninguna investigación. Nadie lo ha denunciado jamás. Antes de encargarse de la acusada, también fue el administrador o el tutor de otros numerosos jóvenes y ninguno de ellos ha manifestado que fueran sometidos a ningún tipo de abuso. Todo lo contrario: insisten en que Bjurman siempre se portó correcta y amablemente con ellos.

Ekström pasó la página.

– También es mi deber recordar que a Lisbeth Salander la han catalogado como esquizofrénica paranoica. Se trata de una mujer joven con tendencias violentas documentadas que, desde su más temprana adolescencia, ha tenido graves problemas para relacionarse con la sociedad. Ha pasado varios años en una institución psiquiátrica y se encuentra sometida a la tutela de un administrador desde que cumplió los dieciocho años. Por muy lamentable que pueda resultar, hay razones para ello. Lisbeth Salander constituye un peligro para sí misma y para su entorno. Estoy convencido de que lo que necesita no es una reclusión penitenciaria; lo que necesita es asistencia médica.

Hizo una pausa dramática.

– Hablar del estado mental de una persona joven es una tarea repugnante. Hay muchas cosas que vulneran su integridad, y su estado psíquico siempre es objeto de múltiples interpretaciones. No obstante, en el caso que nos ocupa no debemos olvidar la distorsionada visión que Lisbeth Salander tiene del mundo. Se manifiesta con toda claridad en esa pretendida autobiografía. En ninguna otra parte su falta de contacto con la realidad resulta tan patente como aquí; no es necesario recurrir a testigos ni interpretar lo que una u otra persona quiera afirmar. Contamos con sus propias palabras. Podemos juzgar por nosotros mismos la credibilidad de sus afirmaciones.