– Un vaso de agua, Fred. -Cuando el agente trajo el agua, Brown oyó voces en el exterior. Se levantó bruscamente-. Señora, espere aquí un momento. Vuelvo enseguida.
– ¿Va a dejarme aquí? -De pronto parecía aterrorizada.
– No, sólo voy a comprobar una cuestión ahí fuera. Fred, quédate aquí.
Al ver la mirada asustada de aquella mujer, a punto de derrumbarse y romper a llorar de nuevo, deseó que Wilcox estuviera allí. Su compañero, sólo por instinto, sabría cómo tranquilizarla. Bruce tenía mucha mano con los marginados con que bregaban a diario, sobre todo si eran blancos. Era su gente. El mundo en que él se había criado no era tan diferente de aquél. Él sabía mucho de palizas y de crueldad, y conocía el amargo sabor de la esperanza en los barrios de caravanas. Era capaz de sentarse frente a una mujer como aquélla, cogerle la mano y conseguir en pocos segundos que lo contara todo. Brown suspiró, se sentía incómodo y fuera de lugar. No quería estar allí, en medio de todas aquellas Airstreams plateadas con forma de proyectil.
Bajó de la caravana y observó al fotógrafo de la policía, que estaba agachado, buscando otro ángulo para retratar la silueta oscura que yacía sobre la hierba y la tierra endurecida que rodeaba la caravana. Algunos agentes inspeccionaban la zona. Otros contenían a los mirones que intentaban asomarse, impulsados por la curiosidad de ver al último y odiado marido de aquella pobre mujer. Brown se acercó y contempló al hombre tendido en el suelo. Tenía los ojos abiertos, una expresión grotesca entre la sorpresa y la muerte, la mirada inerte clavada en el cielo nocturno. Una gran mancha de sangre se extendía en la zona del pecho. La sangre había creado un halo en torno a la cabeza y los hombros. Sobre el suelo había dejado caer, tras recibir el disparo de escopeta, una botella de whisky barato y una pistola vieja. Dos de los hombres que examinaban la escena del crimen se rieron y él se volvió hacia ellos.
– ¿Algún chiste?
– Un trámite de divorcio rápido -dijo uno de ellos, agachándose para introducir en una bolsa la botella de whisky-. Mejor que en Tijuana o Las Vegas.
– Supongo que ese Buck creyó que podría darle una paliza a su mujer, estuvieran casados o no. Y resulta que se equivocó -susurró otro de los agentes de la científica.
Se oyeron algunas carcajadas.
– Oye -dijo Brown con gravedad-. Si tenéis opiniones al respecto, guardáoslas. Al menos hasta que hayamos despejado la zona.
– Claro -dijo el fotógrafo mientras sacaba otra instantánea del cuerpo-. No estaría bien herir los sentimientos del tipo.
El propio Brown contuvo la risa y el otro policía se percató. Hizo un gesto de fingida indignación a los hombres que analizaban el cadáver, lo cual les hizo seguir sonriendo unos momentos más.
Brown había visto montones de cadáveres: víctimas de accidentes de tráfico, de asesinato, de guerra, de infartos y de accidentes de caza.
Recordaba a su anciana abuela en el ataúd abierto, su oscura piel frágil y tersa como la corteza crujiente del pan tostado, sus manos entrelazadas sobre el pecho como en actitud de oración. La inmensa oquedad de la iglesia parecía invadida por el llanto. Se acordaba de la presión que sentía en la garganta a causa del cuello blanco y almidonado de su nueva y única camisa de vestir. Tenía tan sólo seis años y lo que más recordaba era la mano de su padre apretándole el hombro para tranquilizarlo y dirigirlo hacia el ataúd. Le había dicho al oído: «Dile adiós a la abuela, venga, date prisa, se irá de viaje a un lugar mejor; pero se irá enseguida, así que date prisa, antes de que ya no pueda oírte.»
Brown sonrió. Durante años había pensado que los muertos nos oían, como si sólo estuvieran dormidos. Le admiraba lo poderosas que podían llegar a ser las palabras de un padre. Se recordaba a sí mismo en ultramar introduciendo en bolsas de plástico negras los cuerpos de hombres con los que había mantenido una relación tan breve como intensa. Al principio siempre procuraba decirles algo, unas palabras de consuelo, como para tranquilizarlos en su viaje hacia la muerte. Pero a medida que fue aumentando la cifra, y la frustración y el agotamiento se apoderaron de él, se limitó a pensar unas cuantas frases hasta que, cuando sólo le quedaban semanas y días de estancia allí, dejó de hacerlo y desempeñó su labor sumido en un amargo silencio.
Miró la hora. Las doce. Estarían entrando en la habitación de la silla. Se imaginó los nervios y el sudor de los guardias, las caras lívidas de los testigos, una ligera vacilación, luego los movimientos precipitados de los guardias al atar las muñecas y los tobillos de Sullivan.
Esperó un minuto.
«La primera descarga es ahora», pensó.
Otra pausa.
«Y ahora la segunda.»
Se imaginó al médico acercándose al cuerpo. Se inclinaría sobre él para auscultarle el corazón. Luego levantaría la cabeza y diría «Está muerto» y miraría su reloj. El alcaide daría unos pasos al frente y, de cara a los funcionarios, pronunciaría también en tono ritual: «La sentencia y condena del tribunal del undécimo distrito judicial del estado de Florida ha sido ejecutada conforme a la ley. Que en paz descanse.»
Brown sacudió la cabeza. «No descansará en paz -pensó-. Y yo tampoco.»
Volvió a entrar en la caravana. La mujer al fin se había serenado.
– Está bien, señora Collins, ¿quiere contarme qué ha ocurrido? ¿Quiere esperar a su abogado? ¿O prefiere hablar ahora y aclarar todo esto?
La voz de la mujer era una especie de sollozo.
– Él me llamó, ¿sabe?, desde ese maldito club deportivo, donde iba siempre al salir de su trabajo en la fábrica. Me dijo que no iba a permitir que yo le hiciera esto. Dijo que se iba a encargar de mí sin juicio ni abogados de divorcio. Eso dijo, señor.
– ¿Le dijo que llevaba un arma?
– Sí, señor Brown, me lo dijo. Me dijo que tenía la pistola de su hermano y que esta vez iba a usarla contra mí.
– ¿Esta vez?
– Ya había venido el domingo, como una cuba, aunque se tenía en pie, pero estaba muy borracho y disparó a las luces de fuera. Se reía y me insultaba. Luego empezó a pegarme, sí señor, a pegarme. Mi niño, el mayor, que sólo tiene once años, intentó defenderme y acabó con un brazo roto. Yo creí que nos iba a matar a todos. Estaba muy asustada; por eso mandé a los niños con sus primos. Los metí a los tres en el autobús esta mañana.
La mujer cogió un álbum de fotos de una mesita. Lo abrió y se lo mostró a Tanny Brown, que vio las tres caras impolutas en las fotos del colegio.
– Son buenos niños -dijo ella-. Me alegro de que no hayan visto todo esto.
Él asintió con la cabeza.
– ¿Por qué no llamó a la policía el domingo?
– No hubiera servido de nada. Si hasta tenía una orden de alejamiento del juez, pero ya ve. Nada servía de nada cuando estaba borracho. Lo único, esa escopeta. -Comenzó a temblarle el labio superior y las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos-. ¡Ay Dios mío!, ¡ay Dios! -sollozó.
– ¿La escopeta? ¿De dónde sacó la escopeta?
– Fui a Pensacola, al Sears de allí, después de que me curaran en la clínica. Todavía tengo la tarjeta de Sears de Buck y la pagué con eso. Estaba muy asustada, señor Brown. Y cuando lo oí aparcar su vieja furgoneta ahí fuera sabía que venía a matarme, lo sabía. -Rompió a llorar de nuevo.
– ¿Vio que llevaba la pistola en la mano antes de dispararle?
– No lo sé. Estaba oscuro y yo estaba tan asustada…
Brown hablaba en voz baja pero muy clara. Todavía tenía en la mano el álbum con las fotos de los niños.
– Intente recordar, señora Collins. ¿Qué fue lo que vio? -El teniente miró al oficial uniformado, que asintió con un gesto de comprensión-. Bien, usted no habría disparado si no hubiera visto que él la estaba apuntando con un arma, ¿verdad?
La mujer lo miró fijamente, con perplejidad.
– Usted no habría disparado -continuó él-, a menos que temiera por su propia vida, ¿correcto?