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– Ella era parte de la confesión -dijo.

– ¿La mató él?

– Me explicó punto por punto cómo fue asesinada. Conocía todos los detalles que sólo el asesino podría conocer.

– ¿Por qué no dice sí o no?

Cowart procuró no sentirse incómodo.

– Amigos, Sullivan era un caso especial. No se explicaba con un sí o un no. No utilizaba términos absolutos, ni siquiera durante la confesión.

– ¿Qué dijo de Ferguson?

Cowart respiró hondo.

– Que sólo sentía odio hacia él.

– ¿Tiene Ferguson algo que ver en todo esto?

– Creo que Sullivan también lo habría matado si hubiese tenido ocasión de hacerlo. -Exhaló lentamente y los asistentes volvieron a centrarse en Sullivan. Al incluir a Ferguson en la lista de víctimas potenciales, Cowart había conseguido darle una categoría distinta de la que se merecía.

– ¿Nos proporcionará una transcripción de lo que le dijo?

Cowart negó con la cabeza.

– Yo no soy un periodista testimonial.

– ¿Qué va a hacer usted ahora? ¿Va a escribir un libro?

– ¿Por qué no comparte lo que sabe?

– ¿Acaso cree que ganará otro Pulitzer?

Cowart negó con la cabeza. Dudaba que tuviera por mucho más tiempo el que ya había ganado. «¿Un premio? Estaré de suerte si mi premio es superar todo esto.» Levantó la mano.

– Ojalá pudiera decir que la ejecución de esta noche pone fin a la historia de Blair Sullivan, pero no es así. Hay que atar muchos cabos sueltos. Hay unos detectives esperando para hablar conmigo, y también yo tengo que llegar a tiempo a la hora de cierre. Lo siento, pero las cosas funcionan así. No más preguntas. Gracias.

Bajó del estrado, seguido por las cámaras, preguntas a viva voz y una creciente tensión. Notó manos que lo agarraban, pero se abrió paso entre la multitud, alcanzó las puertas de la prisión y salió de allí para internarse en la oscuridad de la noche. El grupo contrario a la pena de muerte estaba apostado al pie de la carretera, con velas, pancartas y cánticos. El tono de sus voces lo envolvió y lo arrastró, como un viento borrascoso, lejos de la cárcel.

– ¡Jesús es nuestro amigo! -entonaban.

Una estudiante que llevaba una sudadera con capucha, como si se tratara de un extravagante sacerdote de la Inquisición, le gritó «¡Fuera! ¡Asesino!», palabras que cortaron como una cuchilla la agradable letanía del cántico.

Cowart se dirigió a su coche.

Buscaba a tientas las llaves cuando Andrea Shaeffer lo alcanzó.

– Tengo que hablar con usted -le dijo.

– No puedo. Ahora no.

Ella lo agarró por el brazo.

– ¿Y por qué no? ¿Qué pasa, Cowart? Ayer no podía. Hoy no podía. Esta noche no puede. ¿Cuándo nos dirá la verdad?

– Oiga -exclamó Cowart-, esos ancianos están muertos, ¿no lo entiende? ¡Él los odiaba, los hizo asesinar y no hay nada que hacer! Usted no necesita una respuesta ahora mismo. Puede esperar hasta mañana por la mañana. ¡Nadie más va a morir esta noche!

La detective se quedó mirándolo fijamente, como si fuera a decirle algo, pero apretó los labios con la mandíbula bien encajada. A continuación le dio tres fuertes toques en el pecho con el dedo índice, antes de apartarse para dejarlo subir al coche.

– Por la mañana -dijo Shaeffer.

– De acuerdo.

– ¿Dónde?

– En Miami. En mi despacho.

– Allí estaré. Y asegúrese de no faltar a la cita.

La detective se alejó del coche y de pronto exclamó:

– Vale, maldita sea, en Miami.

E hizo un breve gesto con la mano, como si le costara dejar que Cowart se marchase. Pero entornó los ojos, reflejando sospecha, y se contuvo.

Cowart se puso al volante, metió la llave en el contacto y cerró la puerta de un golpe. Encendió el motor, puso la marcha atrás y reculó. Entonces los faros del coche iluminaron la burlona chaqueta a cuadros rojos de Wilcox. El detective estaba de pie en la calzada, con los brazos cruzados, observando a Cowart y cerrándole el paso. Sacudió la cabeza con exagerada lentitud, imitó una pistola con la mano y le disparó. Luego se apartó.

El periodista apartó la mirada. Ya no le importaba adónde se dirigiera, mientras fuera lejos de allí. Pisó el acelerador, girando el volante hacia la verja de salida y desapareció en la penumbra a toda velocidad. La noche lo perseguía.

SEGUNDA PARTE. EL FELIGRÉS

Llegará el día en que bailaré sobre tu tumba,

Si no puedo bailar, me arrastraré sobre ella,

Si no puedo bailar, me arrastraré.

Grateful Dead, Hell in a Bucket

12

EL INSOMNIO DEL TENIENTE

A las doce menos diez de la noche en que Blair Sullivan iba a ser ejecutado, el teniente Tanny Brown miró nervioso su reloj, con el pulso acelerado al pensar en el condenado. Frente a él, sentada en un sofá raído, una mujer lloraba desconsoladamente.

– Ay, Jesús, por el amor de Dios, ¿por qué, Dios mío, por qué? -se lamentaba.

Su voz se iba elevando y retumbaba en la pequeña caravana repleta de objetos y baratijas, con paredes revestidas de madera de imitación, y salía al espeso calor de la oscura noche, impasible ante el ajetreo humano. Cada pocos segundos, las luces giratorias azules y rojas de los coches patrulla aparcados en semicírculo iluminaban la parte trasera, de la que colgaba la talla de un crucifijo junto al recorte enmarcado de una bendición sacada del periódico. Los destellos parecían marcar el regular goteo de los segundos.

– ¿Por qué, Dios mío? -sollozó de nuevo la mujer.

«Esa es una pregunta que Él nunca parece dispuesto a responder -se dijo Brown cínicamente-. Especialmente en los asentamientos de caravanas.»

Se llevó la mano a la cabeza, con el deseo de imponer un poco de sosiego. De hecho, tras soltar un último quejido, los gritos de la mujer se fueron apagando.

Brown se volvió hacia ella. La mujer se había acurrucado en un rincón, había levantado los pies del suelo, como un niño, y se había sentado sobre ellos. En tanto que asesina, su aspecto era ridículo, su pelo castaño era áspero y despeinado y su figura frágil y esquelética. Tenía un ojo morado y un vendaje elástico envolvía una de sus huesudas muñecas. Llevaba una bata rosa deshilachada y remangada, lo cual permitía apreciar los moratones de los brazos. Brown iba tomando nota de todo ello mentalmente. Se fijó en las manchas de nicotina de los dedos en el momento en que ella se llevó las manos a la cara para enjugarse las lágrimas que resbalaban sin cesar por sus mejillas. Cuando se miró las manos húmedas, la expresión de su rostro hizo pensar al policía que esperaba encontrarlas manchadas sangre.

Tanny Brown miró fijamente a la mujer, dejando que el silencio fuera calmándola del todo. «Es mayor -pensó, pero rectificó-: No; es más joven que yo.» Los años habían pasado por ella a fuerza de palos, haciéndola envejecer más rápido que el propio transcurso del tiempo.

El policía se acercó a uno de los agentes uniformados apostados en la parte trasera de la caravana, tras la división de la cocina.

– Fred -dijo en voz baja-, ¿tienes un cigarrillo para la señora Collins?

El policía se acercó y ofreció a la mujer su paquete de tabaco. Ella cogió un cigarrillo y murmuró:

– Estoy intentando dejarlo.

Brown se inclinó para darle fuego.

– Está bien, señora Collins, tranquilícese y cuénteme qué sucedió cuando Buck llegó del turno de noche.

Fuera se oyó un chasquido y un breve fogonazo. «Mierda», pensó el teniente al ver pánico en los ojos de la mujer.

– Sólo es un fotógrafo de la policía, señora. ¿Le apetece un vaso de agua?

– Bebería algo más fuerte -contestó. Se llevó el cigarrillo a los labios con mano temblorosa y le dio una larga calada que acabó en un breve acceso de tos.