Una mampara de cristal los separaba de la sala de ejecución, de modo que parecían estar presenciando la acción en un escenario o en algún extraño televisor tridimensional. Había cuatro hombres en la sala: dos funcionarios de prisiones con uniforme; un tercer hombre, el doctor, que llevaba un pequeño maletín médico, y otro hombre con traje, de quien alguien susurró que venía «del despacho del fiscal general del estado», que esperaba bajo un reloj eléctrico de pared.
Cowart vio cómo el segundero guadañaba el tiempo.
– Siéntese, Cowart -susurró el detective-. El espectáculo va a empezar.
Cowart vio a otros dos periodistas del Tampa Tribune y del St. Petersburg Times. Parecían serios y anotaban los detalles en sus libretas. Detrás de ellos había una mujer de un canal de televisión de Miami; sus ojos miraban al frente, hacia la todavía vacía silla eléctrica; en el puño llevaba enroscado un pañuelo blanco.
Cowart casi tropezó en el asiento que tenía reservado, y el rígido metal de la silla le escaldó la espalda.
– Una noche dura, ¿eh, Cowart? -susurró el detective.
El aludido no respondió.
– Aunque para otros es mucho más dura -gruñó Wilcox.
– No esté tan seguro de ello -contestó Cowart-. ¿Qué pinta usted aquí?
– Tanny tiene amigos. Quería comprobar si el viejo Sully mantenía su palabra. Seguimos sin creernos esa mierda que usted escribió, donde decía que él había matado a la pequeña Joanie. Tanny no sabía muy bien qué pasaría si Sullivan no se retractaba; pero pensó que si no lo hacía y yo venía a verlo con mis propios ojos, eso me enseñaría a respetar el sistema judicial. Tanny siempre intenta aleccionarme. Dice que saber lo que puede ocurrir al final hace de un hombre un mejor policía. -Los ojos del detective irradiaban humor negro.
– ¿Ya lo ha aprendido? -preguntó Cowart.
Wilcox negó con la cabeza.
– Todavía no ha surtido efecto. La clase todavía no ha terminado. -Sonrió-. Está un poco pálido. ¿Le preocupa algo? -Antes de que Cowart pudiera responder, Wilcox le susurró-: ¿Cuáles son sus últimas palabras? Es medianoche.
Una puerta lateral se abrió y el alcaide entró en la sala. Lo seguía Blair Sullivan, flanqueado por dos guardias y arrastrado por un tercero. Tenía la cara rígida y pálida, y aspecto cadavérico; de hecho, todo su cuerpo nervudo parecía más pequeño y enfermizo. Llevaba una sencilla camisa blanca con el cuello abotonado y unos pantalones azul marino. El sacerdote con alzacuellos y Biblia en mano iba a la zaga del grupo con expresión compungida; se dirigió al lateral de la sala, deteniéndose sólo para encogerse de hombros hacia el alcaide, y abrió la Santa Biblia. Empezó a leer en voz muy queda. Cowart observó que Sullivan abría los ojos de par en par al ver la silla y desviaba la miraba hacia el teléfono de pared, y que durante una fracción de segundo las rodillas le flaqueaban.
No obstante, recobró la compostura casi al instante y aquella vacilación se desvaneció. Cowart pensaba que era la primera vez que veía a Sullivan reaccionar de una manera ligeramente humana. Después todo empezó a discurrir rápidamente, con el movimiento espasmódico de una película muda.
Sentaron a Sullivan en la silla y dos guardias empezaron a ajustarle las abrazaderas de piernas y brazos. Unas correas marrones de cuero le aprisionaban el pecho, frunciéndole la camisa. Un guardia le colocó un electrodo en la pierna; otro, apostado detrás de la silla con un capuchón en las manos, se preparaba para cubrir la cabeza de Sullivan.
El alcaide dio un paso al frente y empezó a leer una orden de ejecución con ribete negro firmada por el gobernador de Florida. Cada sílaba avivaba el miedo de Cowart, como si fuera dirigida a él. El alcaide leía apresuradamente, hasta que respiró hondo y procuró hablar más despacio. Su voz sonaba extrañamente metálica y remota. Había altavoces empotrados en las paredes y micrófonos ocultos en la sala de ejecución.
El alcaide acabó la lectura. Se quedó un instante mirando la hoja como si buscara algo más para leer. A continuación, levantó la mirada y la posó en Sullivan.
– ¿Cuáles son sus últimas palabras? -preguntó en voz baja.
– Que ya puede irse al infierno. Deme la puta corriente -dijo Sullivan con una voz trémula poco propia de él.
El alcaide hizo una seña con la mano derecha, la que sostenía la orden de ejecución enrollada, al guardia apostado detrás de la silla, y éste colocó con poca delicadeza el capuchón y la máscara de cuero negro sobre la cabeza del condenado. Luego conectó un largo conductor eléctrico al capuchón. Sullivan empezó a retorcerse, en un repentino impulso contra las correas que lo sujetaban. Cowart vio cómo los dragones tatuados en los brazos cobraban vida cuando los músculos temblaron y se tensaron. Los tendones del cuello se le pusieron tirantes como los cabos de una embarcación azotada por el viento. Sullivan gritó algo, pero las palabras fueron sofocadas por un barboquejo de cuero y el protector que le habían introducido entre los dientes y la lengua. Las palabras se convirtieron en gruñidos y quejidos inarticulados, que aumentaban o disminuían de volumen según la intensidad del pánico. La sala de testigos permanecía en silencio, salvo por el lento inspirar y espirar de una respiración atormentada.
Cowart se fijó en que el alcaide asentía de manera casi imperceptible hacia un tabique que había en la parte posterior de la sala de ejecución. Atisbo una pequeña rendija y, por un instante, vio un par de ojos.
Los ojos del verdugo.
Echaron un vistazo al hombre sentado en la silla, y luego desaparecieron.
Se oyó un ruido sordo.
Alguien jadeó; otra persona tosió con fuerza; se oyeron unos cuantos insultos en voz baja. Las luces se atenuaron unos momentos, y luego el silencio volvió a apoderarse de la sala.
A Cowart le faltaba el aire, como si una ruano le oprimiese el pecho fuertemente. Observó inmóvil cómo el color de los puños de Sullivan había pasado de rosáceo a pálido y luego a gris.
El alcaide volvió a hacer un gesto de asentimiento hacia el tabique posterior.
Un remoto generador escupió un zumbido y sacudió el reducido espacio. Cowart empezó a percibir un ligero olor a carne chamuscada que le revolvió el estómago.
Transcurrieron unos segundos mientras el médico esperaba a que los 2.500 voltios se descargaran de aquel cuerpo sin vida. Luego se le acercó y sacó un estetoscopio de su maletín negro.
Y eso fue todo. Cowart vio cómo los funcionarios rodeaban el cuerpo de Sullivan, desplomado en la pulida silla de roble. Eran como actores de teatro preparándose para desmontar un escenario después de la última función de algún fracasado espectáculo. Él y los otros testigos se quedaron con la mirada fija, tratando de captar la imagen del rostro de aquel hombre inerte cuando lo trasladaron de la silla eléctrica a una bolsa negra para cadáveres. Pero lo hicieron demasiado rápido para que nadie viera si los globos oculares le habían estallado o si la piel se le había llenado de manchas rojas y costras negras. Enseguida lo sacaron en una camilla por una puerta lateral. Cowart pensó que era algo horrible, pero en el fondo mera rutina. Tal vez ésa fuera la faceta más aterradora de todo aquello. Había presenciado el tratamiento industrial del mal: muerte enlatada y embotellada y repartida con la matinal parafernalia del lechero.
– Un malo menos -dijo Wilcox con serena satisfacción-. Todo ha terminado… -Echó un vistazo a Cowart-. Salvo los gritos.
Cowart recorrió los pasillos de la cárcel con el resto de los testigos hacia donde se habían aglomerado los demás miembros del contingente de prensa y los manifestantes. Las luces de las cámaras de televisión invadían el vestíbulo, concediéndole una especie de resplandor espiritual. El suelo pulido relucía y las paredes encaladas parecían vibrar con la luz; se dispuso un banco con micrófonos tras un estrado improvisado. Cowart intentaba deslizarse hasta un lateral de la sala, no lejos de la puerta, cuando el alcaide se aproximó a la concurrencia, levantando la mano para eludir preguntas; allí no había sombras tras las que ocultarse.