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El teniente se apoyó el revólver contra la frente, como quien se coloca un cubo de hielo para aliviar un dolor de cabeza. Su mente no le daba tregua; se volvió hacia Ferguson y le preguntó: «¿Qué clase de alimaña eras tú?», como si el cadáver pudiera responder. Luego se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso hacia donde había dejado a Cowart y Shaeffer. Volvió la vista atrás una vez, sólo para cerciorarse de que Ferguson no se había movido, para confirmar que continuaba muerto en los zarzales, como si no confiara en que la muerte fuera definitiva.

Caminó despacio, consciente por primera vez de que el día se había adueñado del bosque. Los rayos de sol atravesaban la techumbre de ramas e iluminaban el camino. Eso le provocó una ligera incomodidad. De pronto prefería la penumbra.

Tardó unos minutos en llegar al pequeño claro donde Cowart se había quedado con Shaeffer.

El periodista se había quitado la chaqueta para cubrir a la detective, que había palidecido y temblaba a pesar de que el calor apretaba cada vez más. La sangre que le brotaba del codo herido había empapado el torniquete. Estaba consciente y se esforzaba por no perder el conocimiento.

– He oído disparos -dijo Cowart-. ¿Qué ha pasado?

Brown suspiró.

– Ha escapado -respondió.

– Que ha… ¡pero cómo! -exclamó Cowart.

– Hay que atraparlo -farfulló Shaeffer, removiéndose de rabia y dolor, al borde de la inconsciencia.

– Se metió en el agua -respondió Brown-. Lo intenté desde lejos, pero…

– Pero ¿cómo que se escapó? -insistió Cowart con incredulidad.

– Desapareció. Se adentró en la ciénaga. Ya les dije lo que ocurriría si se metía ahí. Nunca lo encontraremos.

– Pero yo le di -replicó Cowart-. Estoy seguro.

El teniente no respondió.

– Le di -insistió el periodista.

– Sí, usted le dio -murmuró Brown.

– ¿Cómo? ¿Qué? ¿Cómo…? -empezó Cowart, pero se interrumpió y miró fijamente al policía.

Brown apartó la vista, incómodo ante el escrutinio del periodista. Luego se recompuso y dijo:

– Tiene que llevarse a Shaeffer de aquí. La herida no es muy grave, pero necesita atención inmediata.

– ¿Y usted?

– Yo voy a echar otro vistazo. Después regresaré con ustedes.

– Pero…

– Cuando lleguemos a Pachoula presentaremos cargos. Lo introduciremos en la base de datos nacional e implicaremos al FBI. Usted váyase a escribir su artículo.

Cowart continuaba mirándolo fijamente, tratando de leer entre líneas en sus palabras.

– Se ha escapado -repitió Brown con frialdad.

Y entonces Cowart lo comprendió. En su interior se desató una lucha entre el miedo y la ira. Miró enfurecido al policía.

– Lo ha matado -susurró-. Yo oí los disparos.

El teniente no dijo nada.

– Usted lo ha matado -repitió el periodista.

Brown negó con la cabeza, pero dijo:

– Debe entender una cosa, Cowart: si Ferguson aparece muerto en el pantano, nunca se sabrá nada. Ni de Wilcox ni de los demás. Todo acabará aquí y nadie volverá a interesarse por Ferguson. Sólo se preocuparán por usted y por mí: un policía que buscaba una venganza personal y un periodista que intentaba salvar su carrera. Nadie querrá que le hablen de sospechas, ni de teorías o pruebas contaminadas. Lo único que preguntarán es por qué vinimos aquí y matamos a un hombre. Un hombre inocente, ¿recuerda? Un hombre inocente. Pero si él se da a la fuga…

Cowart le clavó la mirada y pensó: «Se ha acabado, pero en cierto modo nunca acabará.» Dio un hondo suspiro y acabó el razonamiento del teniente:

– El que huye siempre es culpable. Un hombre culpable.

– Exacto.

– Y entonces todo continuará. La gente seguirá buscando respuestas…

– Y usted y yo se las daremos, ¿no es así? -Cowart cogió aire con un gesto dolorido-. Pero Ferguson está muerto. Usted lo mató…

Brown lo miró.

– Y yo también lo maté… -continuó el periodista, y titubeó antes de añadir lo obvio-: Nosotros lo matamos. -Volvió a respirar hondo.

Un torbellino de pensamientos se agolpó en su cabeza. Vio a Ferguson y recordó la risa de Sullivan al preguntarle «¿Acaso lo he matado a usted, Cowart?»; respondió «No» con la esperanza de estar en lo cierto; luego se le arremolinaron los recuerdos de su familia, de su hija, de la niña asesinada, de las niñas desaparecidas y de todo cuanto había sucedido. Pensó: «Esto es una pesadilla. Di la verdad y serás castigado; miente y se hará justicia.» Le parecía estar cayendo al vacío, como si sus manos se hubieran soltado de la escarpada pared de un acantilado; un acantilado que él mismo había decidido escalar. Hizo acopio de fuerzas y se imaginó que clavaba un piolet en la roca y lograba detener la caída. «Puedes vivir con ello, aunque solo», se dijo. Miró a Tanny Brown, que estaba agachado, examinando el vendaje ensangrentado de Andrea Shaeffer, y entonces se dio cuenta de que se equivocaba. La pesadilla sería compartida. Se fijó en Shaeffer y pensó: «Al menos su herida cicatrizará.»

– Se ha escapado -dijo finalmente.

Tanny Brown se limitó a mirarlo.

– Sí, teniente, se ha escapado por la ciénaga. Vuelva allí y eche un vistazo, pero no creo que lo encuentre. Lo más seguro es que logre marcharse a algún sitio. Atlanta, Chicago, Detroit, Dallas… A cualquier sitio.

Luego se agachó y levantó a la detective del suelo dejando que apoyara el brazo en su hombro.

– Escriba el artículo -dijo entonces Tanny Brown.

– Lo haré.

– Un artículo absolutamente convincente -añadió el policía.

– Lo será.

Brown asintió con la cabeza.

Matthew Cowart empezó a conducir a Andrea Shaeffer por el sendero de regreso a la civilización. Iba apoyándose en él. El periodista notaba que la detective apretaba los dientes para aguantar el dolor, sin quejarse. La mente de Cowart comenzó a cavilar mientras sostenía el peso de la policía herida. «Escríbelo de tal modo que elogien la valentía de esta joven. Cuéntale a todo el mundo cómo se enfrentó a un sádico asesino y recibió el impacto de una bala. Conviértela en una heroína. En televisión se pelearán por la historia. La prensa sensacionalista también. Eso le brindará una oportunidad.» Comenzaron a surgirle ideas en la cabeza y se sintió reconfortado… Se imaginaba las columnas impresas, los titulares saliendo de las rotativas. Había avanzado unos diez metros cuando se volvió para mirar al teniente, que continuaba en el linde del claro.

– ¿Cree que hacemos bien? -preguntó Cowart espontáneamente.

Brown se encogió de hombros.

– En esta historia nada ha estado bien. Desde el comienzo. De todas maneras, tampoco nos quedaba otra opción.

Cowart asintió con la cabeza. Aquélla era la única verdad incontestable. No sonrió, pero dijo:

– Una circunstancia un tanto extraña para empezar a confiar el uno en el otro, ¿no cree?

Luego se volvió y continuó ayudando a la joven herida en el camino de vuelta a la seguridad. Ella lanzó un pequeño gemido y se apoyó en él. Lo que estaba haciendo era algo insignificante para el mundo, se dijo Cowart. Pero al menos estaba salvando a una persona. Y encontró consuelo en el pensamiento de que tal vez había salvado a otras.

Tanny Brown esperó hasta que Cowart y Shaeffer desaparecieron por el sendero entre la densa vegetación. Luego se encaminó hacia el pantano. Tardó sólo unos minutos en localizar el cuerpo de Ferguson.

El cadáver ofreció resistencia mientras él intentaba sacarlo de la trampa de los zarzales. Sintió la fría agua del pantano al llegar a la orilla y meter un pie. Notó el barrizal pegajoso del fondo. Luego avanzó arrastrando el cuerpo por el agua, lejos de la orilla, hacia un entramado de árboles, poblado de helechos colgantes y lianas, a unos cincuenta metros de distancia pantano adentro. A veces empujaba el cuerpo del asesino, otras lo arrastraba flotando, mientras resollaba a causa del agotamiento, hasta que al fin llegó a un lugar apropiado. Reunió las últimas fuerzas que le quedaban y sumergió el cuerpo, lo hundió hasta el fondo y lo sujetó con las raíces hasta que quedó bien amarrado. No sabía si permanecería allí para siempre. Ferguson se había preguntado lo mismo en una ocasión, pensó. Retrocedió y miró desde unos metros de distancia: no se veía el menor rastro del cuerpo, sujeto por las raíces y enteramente cubierto por el agua.