Brown se lanzó hacia delante, rodó por el suelo y trató de colocar el arma en posición de tiro, sin saber hacia dónde disparar.
Sin embargo, Shaeffer no se agachó, sino que se dio la vuelta gritando hacia el movimiento y disparando a ciegas. El disparo se desvaneció en el aire. Pero el estruendo de su 9 mm fue ahogado por tres atronadoras detonaciones procedentes del revólver de Ferguson.
Brown lanzó un grito sofocado cuando una bala impactó en el suelo, junto a su cabeza. Cowart intentó pegarse al máximo a la tierra mojada. Shaeffer volvió a gritar, esta vez de dolor, y se desplomó en el suelo como un pájaro con un ala rota, sujetándose el codo herido. Se retorció entre gritos agudos. Cowart alargó el brazo y la arrastró hacia sí mientras Brown se incorporaba, apuntando con el arma aunque sin ver nada. Tenía el dedo en el gatillo, pero no disparó. Al quedarse en silencio, oyó el ruido de los árboles y arbustos entre los que Ferguson corría.
Shaeffer sostenía su pistola sin fuerza, la sangre le corría brazo abajo hacia la muñeca e iba manchando el brillante acero del arma. El periodista cogió la pistola y se puso en pie, siguiendo el rastro de la huida de Ferguson.
No fue consciente de que se estaba saltando el guión.
Disparó.
Sin vacilar, dejó que el estruendo de la pistola borrara toda reflexión acerca de lo que estaba haciendo, apretó el gatillo y disparó las ocho balas que quedaban contra la espesura de árboles y matorrales.
Continuó apretando el gatillo con la recámara ya vacía, plantado en medio del claro y escuchando el eco de las detonaciones. Luego dejó caer el brazo de la pistola con gesto de agotamiento.
Por un momento los tres parecieron congelados, hasta que Shaeffer soltó un gemido de dolor y Cowart se agachó a socorrerla. El quejido hizo reaccionar a Brown, que aparentó volver en sí. Se arrastró por el suelo y examinó la herida en el brazo de la detective. Vio el hueso astillado que traspasaba la piel. La sangre arterial manaba a borbotones de la carne desgarrada. Levantó la vista hacia el bosque, como si buscara consejo, y volvió a agachar la cabeza. Tan rápido como pudo, rasgó una tira de su chaqueta e hizo un torniquete alrededor del brazo herido. Rompió una rama verde de un árbol y la anudó con la tela. Sus manos se movían con agilidad: hay viejas lecciones que nunca se olvidan. Tras girar la rama para ajustar la ligadura, vio que la hemorragia disminuía. Miró a Cowart, que había ido hasta el extremo del claro para escudriñar la frondosidad del bosque. El periodista continuaba con la pistola en la mano.
– Creo que le he dado -dijo y se volvió hacia Brown extendiendo la mano: estaba manchada de sangre.
Brown se puso en pie, asintiendo.
– Quédese con Shaeffer -le dijo.
Cowart negó con la cabeza.
– No, yo voy con usted.
La herida gimió.
– Quédese -repitió Brown.
Cowart se disponía a decir algo, pero el policía añadió:
– Ahora es mío.
El periodista resopló con frustración. Las sensaciones se agolpaban en su interior. Pensó en todo lo que había hecho hasta ese momento y se dijo: «Esto no puede acabarse aquí para mí.»
Shaeffer volvió a quejarse.
Cowart vio que no le quedaba elección y asintió con la cabeza. Se quedó esperando junto a la detective herida, pero se sentía más solo que nunca.
El teniente se adentró en el bosque, sorteando la maraña de zarzales y ramas que se le venían encima y le tiraban de la ropa, arañándole las manos y la cara como un gato salvaje. Avanzaba a paso rápido y firme, pensando: «Si está herido, habrá salido corriendo en línea recta.» Tenía que recuperar los segundos que había perdido haciendo el vendaje a la detective.
Vio la mancha de sangre que había encontrado Cowart al asomarse desde el claro, luego otra unos quince metros más allá en dirección a la ciénaga. Una tercera marcaba el camino unos diez metros después. Eran pequeñas, sólo gotas rojas que contrastaban con las sombras verdes.
Siguió avanzando, sintiendo el agua negra que se extendía ante él.
El bosque crepitaba a su alrededor. Iba apartando las trepadoras y los helechos que le cerraban el paso. La persecución ya no consistía más que en pura velocidad y fuerza bruta, en un auténtico arrebato de furia. Brown apartaba a golpes todo lo que se interponía en su camino.
No vio a Ferguson hasta que lo tuvo prácticamente encima.
El asesino estaba apoyado en un mangle retorcido a la orilla de las aguas pantanosas que se desplegaban tras él como tinta negra. Un pequeño reguero de sangre le recorría la pierna desde el muslo hasta el tobillo y resaltaba sobre sus desgastados vaqueros. Apuntaba con el arma en dirección a Brown cuando éste apareció exactamente en el punto de mira.
El policía tuvo un solo pensamiento: «Soy hombre muerto.»
Lo asaltó un miedo espeluznante; todos los recuerdos de su familia y sus amigos se le congelaron en una gélida estampa. Quiso agacharse, retroceder, esconderse de alguna manera, pero se movía a cámara lenta y lo único que logró fue llevarse una mano a la cara, como si así pudiera desviar la bala que estaba a punto de abatirlo.
Fue como si de pronto se le hubiera agudizado el oído y la visión. Vio que el percutor de la pistola se movía lentamente hacia atrás y luego percutía rápidamente hacia delante.
Abrió la boca en un grito mudo.
Pero todo lo que oyó fueron dos chasquidos: la pistola estaba vacía. Una turbia mirada de sorpresa se instaló en el rostro de Ferguson. Bajó los ojos hacia el arma como un niño pillado en plena travesura.
Brown advirtió que se había caído al suelo, pues estaba cubierto de barro. Hincó una rodilla en el suelo y apuntó con su revólver.
Ferguson hizo una mueca. Luego pareció encogerse de hombros. Después levantó las manos en gesto de rendición.
El teniente respiró hondo y en su cabeza oyó una cacofonía de voces que le pedían cosas contradictorias: voces que clamaban deber y responsabilidad y voces que exigían venganza. Alzó la mirada hacia Ferguson y recordó sus palabras: «Volveré a quedar libre otra vez.» Y esas palabras se unieron al tumulto y las turbulencias que oía en su interior, reverberando como un trueno en la distancia. La disonancia lo ensordeció tanto que apenas oyó la detonación de su propio revólver y sólo supo que había disparado por el temblor que sintió en el puño.
Los disparos impactaron en Robert Earl Ferguson, lanzándolo contra unos matorrales espinosos. Por un instante su cuerpo se retorció de dolor y confusión. La incredulidad cruzó su mirada y se dispuso a negar con la cabeza, pero el movimiento quedó interrumpido en el instante en que la muerte congeló la sorpresa de su rostro.
Los minutos transcurrían inexorables.
Brown permaneció de rodillas frente al cuerpo del asesino, tratando de recomponerse. Luchó contra una mareante sensación de vértigo seguida de náuseas. Cuando se recuperó, esperó a que se le calmara el corazón e inspiró la primera bocanada de aire de la que fue consciente desde que había comenzado la persecución.
Miró los ojos ciegos de Ferguson.
– ¿Ves? -le dijo con amargura-. Te equivocabas.
Los pensamientos se agolpaban en su mente mientras contemplaba absorto el cadáver y el revólver caído a su lado. Aquella arma le resultaba tan familiar como la voz y la risa de su compañero. Sabía que Ferguson sólo podía haber obtenido el revólver de un modo y eso le produjo tristeza y dolor.
– Querías matarme con el arma de mi compañero, hijo de puta, pero ella se negó a hacerlo, ¿verdad? -dijo en voz alta.
Se fijó en las manchas de sangre que el cadáver tenía en la pierna, que indicaban dónde le había dado el disparo fortuito de Cowart. No podría haber llegado muy lejos con esa herida, al menos no hasta la libertad. Aquel disparo al azar del periodista lo había matado tanto como las dos balas de Brown.