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– No tenía opción… -dijo.

Esas palabras sacaron del trance catatónico al periodista. Cruzó la habitación y recogió la escopeta del suelo. La abrió rápidamente y comprobó que las dos recámaras estaban vacías.

– Vacía -dijo.

– Oh, no -respondió Shaeffer.

Él le entregó la escopeta.

– Oh, no -repitió ella en voz baja-. ¡Mierda! -Miró al periodista en busca de consuelo. De pronto parecía tremendamente joven-. No tuve opción -repitió.

En el exterior, oyeron el estampido de los disparos.

Cowart se agachó instintivamente. Entre las detonaciones, el silencio era más profundo y denso, y él se sintió como un nadador en medio del océano. Cogió aire y corrió hacia la puerta. Shaeffer lo siguió.

Vio a Brown en la esquina del porche, disparando ansiosamente con su revólver ya vacío. El gatillo resonaba en vano, hasta que el teniente comenzó a recargar su arma.

– ¿Dónde está? -preguntó Cowart.

Brown repuso:

– ¿Y la anciana?

– Ha muerto -respondió Shaeffer-. Yo no sabía…

– Usted no podía evitarlo…

– La escopeta estaba vacía -añadió Cowart.

Brown lo miró con gesto de resignación. A continuación se incorporó y señaló hacia el bosque.

– Voy tras él.

Shaeffer asintió con la sensación de estar siendo arrastrada por una corriente invisible. Cowart también asintió.

El teniente bajó del porche de un salto y se lanzó a cruzar el claro a paso ligero, camino de las sombras que comenzaban unos cincuenta metros más allá. Fue acelerando el ritmo a medida que avanzaba, de modo que, al llegar a la oscura vegetación que había engullido a Ferguson no corría muy deprisa pero sí lo suficiente para compensar los minutos que el asesino le llevaba de ventaja.

Era consciente de que los otros dos iban jadeando tras él a unos metros de distancia, pero no les prestó atención. En lugar de esperarlos, se adentró en la frondosidad del bosque, con la mirada fija en un estrecho sendero, sabiendo que su presa no tardaría en aparecer en medio de la espesura. Se dijo: «Este también es mi territorio. Yo también me he criado aquí. Lo conozco tan bien como él.» Continuó avanzando.

El calor iba creciendo, absorbiéndoles la energía a medida que se internaban en la maraña de ramas y enredaderas. Sin abandonar el estrecho sendero, Shaeffer y Cowart seguían a Brown con el impulso de su determinación. El teniente avanzaba sin parar, intentando anticiparse a los movimientos de Ferguson.

De vez en cuando aparecían señales de que Ferguson también iba por aquel sendero: Brown vio una huella en la tierra húmeda y Cowart encontró un desgarrón de la sudadera gris enganchado en un espino.

La tensión y el sudor les nublaban la vista.

Brown recordó la guerra, y pensó: «Yo he estado en sitios mucho peores que éste.» Sintió una mezcla de temor y emoción y continuó. Shaeffer avanzaba con dificultad, sin poder apartar de su cabeza la imagen de la anciana abatida en el suelo de la cabaña, mezclada con un recuerdo difuso de Wilcox desapareciendo en la oscuridad de aquel barrio siniestro. Pensó que la muerte se estaba burlando de ella; cada vez que intentaba hacer lo correcto, le ponía la zancadilla y ella caía de bruces en el error. Tenía muchas cosas que corregir pero no sabía cómo.

Cowart tenía la sensación de que con cada paso se iba adentrando más y más en una pesadilla. Había perdido su libreta y su bolígrafo; una mata de zarzas se los había arrebatado de la mano, produciéndole un corte que le escocía de un modo irritante. Por un instante se preguntó qué hacía allí. Luego se dijo: «Escribir el último párrafo.»

El suelo era cada vez más blando y los zapatos se les quedaban pegados a la tierra. Hacía un calor denso y húmedo. El bosque tenía un aspecto más espeso y tupido a medida que se acercaban al pantano, como si ambos lucharan por la posesión de la tierra. A esas alturas los tres estaban llenos de mugre y barro y tenían rasgones en la ropa. Cowart pensó que en algún lugar la mañana debía de ser despejada y acogedora, pero no allí, no bajo aquel entramado de ramas que tapaba el cielo. Ya ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaban persiguiendo a Ferguson. Cinco minutos, una hora, un día… tal vez la vida entera.

De pronto Brown se detuvo, se arrodilló y les indicó que se agacharan. Ellos se acuclillaron junto a él y siguieron la dirección de sus ojos.

– ¿Sabe dónde estamos? -preguntó Shaeffer entre susurros.

El teniente asintió.

– Él lo sabe -respondió señalando a Cowart.

El periodista respiró hondo.

– Cerca de donde encontraron el cuerpo de la niña -dijo.

Brown asintió.

– ¿Ve algo? -preguntó Shaeffer.

– Aún no.

Guardaron silencio y escucharon. Un pájaro levantó el vuelo entre las ramas de un arbusto. Se oía un ruidito en otro arbusto. «Una serpiente», pensó. Temblaba a pesar del calor. La brisa que soplaba sobre la copa de los árboles parecía muy lejana.

– Está allí -dijo Brown.

Señaló un claro del denso lodazal de bosque y pantano. Los rayos de sol iluminaban un pequeño espacio abierto en el camino. El claro, rodeado por un laberinto de follaje, tenía unos diez metros de largo. Lograron divisar por donde continuaba el sendero, entre dos árboles alejados, como un agujero de oscuridad.

– Atravesaremos ese claro -dijo Brown en voz baja-. Después no se tarda mucho en llegar al agua. El agua se extiende a lo largo de kilómetros, hasta el próximo condado. Ferguson tiene dos opciones: una, continuar pese a la dureza del camino y llegar al otro lado, suponiendo que lo logre sin perderse y sin que le pique una serpiente o lo devore un cocodrilo o algo así, pero tendrá frío y estará mojado y sabe que yo lo estaré esperando; y dos, hacer lo que en realidad quiere hacer: volver sobre sus pasos, acabar con nosotros, coger su coche y no parar hasta la frontera de Alabama.

– Pero ¿cómo va a hacerlo? -preguntó Cowart.

– Intentará tendernos una emboscada. Sabe que si lo logra podrá moverse a sus anchas. -Brown reflexionó un instante antes de añadir-: Exactamente lo que ha estado haciendo hasta ahora.

– ¿Cree que en el claro…? -preguntó Cowart.

– Es un buen lugar para intentarlo.

Shaeffer miró al frente y dijo:

– Así pues, pretende matarnos. ¿Qué vamos a hacer?

Brown se encogió de hombros.

– Impedírselo.

Cowart miró el claro y susurró:

– Al parecer, ese claro es ineludible. Hay que cruzarlo por fuerza, ¿no?

El teniente, casi incorporado, asintió con la cabeza. Volvió a mirar el pequeño espacio abierto y pensó que era un buen lugar para el combate. Sin duda era el lugar elegido por Ferguson. No había forma de rodearlo, y tampoco de evitarlo. En aquel momento pensó en lo injusto que resultaba que la orilla del pantano conspirara con Ferguson para ayudarlo a escapar. Cada rama de árbol, cada obstáculo, les estorbaba a ellos y lo ocultaba a él. Escrutó la hilera de árboles en busca de algún color o alguna forma que no encajara. «Muévete, cabrón -pensó-. Sólo un pequeño movimiento para que yo te vea.» Al no ver ninguno, maldijo para sus adentros.

No veía más opción que seguir avanzando.

– No bajéis la guardia ni un segundo -les advirtió.

Salió al claro revólver en mano, con los músculos tensos y los sentidos alertas. Shaeffer lo siguió a un metro por detrás; sujetaba su arma con las dos manos, pensando: «Aquí se decidirá todo.» Sintió el deseo de hacer una sola cosa antes de morir. Cowart se incorporó y siguió a Shaeffer a otro metro de distancia. Se preguntó si los otros estarían tan asustados como él, y se contestó que eso no importaba.

El silencio los envolvió.

Brown estaba nervioso. La sensación de encontrarse en el punto de mira de Ferguson era acuciante y le quitaba el aire.

Cowart sólo notaba el calor y una vulnerabilidad extrema. Sentía que caminaba a ciegas. Sin embargo, él fue quien se percató de un leve movimiento: la vibración de unas hojas, un chasquido entre los arbustos y un cañón metálico que les apuntaba. Gritó «¡Cuidado!» al tiempo que se arrojaba al suelo, sin poder creer que, en pleno ataque de pánico, hubiera logrado articular una palabra.