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El silencio y la tenue luz de la mañana inundaban la habitación. Ni la anciana ni Tanny Brown se movieron.

«Brown no disparará -pensó Cowart-. Si hubiera querido ya lo habría hecho. Al principio, cuando vio por primera vez la escopeta. Ahora ya no lo hará.» Miró a Brown y supo que una marejada de sentimientos lo inundaba.

El teniente tenía el estómago encogido y notaba una desagradable acidez en la lengua. Miró fijamente a la anciana, observando su fragilidad de mujer consumida por la edad y, al mismo tiempo, su voluntad de hierro. «¡Mátala! -se dijo. Y pensó-: ¿Cómo podrías hacer algo así?» Intentaba sopesarlo todo en su cabeza, pero la balanza se inclinaba precipitadamente de un lado a otro.

Ferguson volvió a la sala. Esta vez ya iba vestido del todo: sudadera gris, vaqueros y zapatillas de deporte. Llevaba un pequeño petate de lona en la mano. Hizo un último intento.

– Venga, abuela, mátalos de una vez. -Pero su voz no denotaba confianza en que la anciana fuera a hacerlo.

– Márchate -le dijo ella con voz gélida-. Márchate y no vuelvas nunca más.

– Pero abuela… -dijo él, sin cariño ni tristeza, sólo con cierto tono de fastidio.

– No vuelvas a Pachoula. No vuelvas a mi casa. Nunca más. Estáis todos llenos de una maldad que me supera. Márchate a otra parte a hacer lo que sea. Yo lo he intentado -dijo amargamente-. Tal vez no lo haya hecho muy bien, pero he puesto todo mi empeño. Habría sido mejor que murieras de pequeño y así no habrías causado tanto dolor aquí. Ahora coge tu dolor y llévatelo para siempre. Es todo lo que puedo darte ahora mismo. Márchate. Todo lo que pase a partir de que salgas por esa puerta será asunto tuyo, ya no tendrá que ver conmigo. ¿Entiendes?

– Abuela…

– No más sangre, ya no más, después de esto -dijo ella con determinación.

Ferguson se rió y respondió con tono de indiferencia.

– Está bien. Si ésa es tu decisión, me voy. -Se volvió hacia Cowart y Brown. Sonrió y dijo-: Pensé que acabaríamos hoy, pero me temo que no podrá ser. Tal vez en otra ocasión.

– Él no se va -dijo Brown.

– Sí, sí se va -repuso la anciana-. Si lo quieres, tendrás que buscarlo en otra parte, pero no en mi casa. Mi casa, Tanny Brown, no es gran cosa, pero es mía. Y tú te llevarás este condenado asunto a otra parte, igual que él. Te digo lo mismo a ti. Vete. Ésta es la morada del Señor y quiero que continúe siéndolo.

Brown asintió con la cabeza e hizo un gesto de aquiescencia, pero no bajó el arma, sino que continuó apuntando a la abuela mientras el nieto pasaba por su lado, casi rozándolo, y se dirigía a paso cauteloso hacia la destrozada puerta. Los ojos de Brown lo siguieron, y su pistola temblaba ligeramente como queriendo seguirlo también.

– Márchate ya -dijo la anciana. Su voz denotaba profunda tristeza y sus ojos enrojecieron con lágrimas de sufrimiento. Cowart pensó: «Ferguson también ha matado a su abuela.»

Ya en la puerta, Ferguson volvió la vista atrás.

Brown, con furia y frustración, le dijo:

– No te preocupes, volveré a encontrarte.

– Aunque lo haga, eso no significará nada porque volveré a quedar en libertad -le respondió Ferguson-. Siempre quedaré libre, Tanny Brown. Siempre.

Que fuera o no un mero alarde carecía de importancia. Las palabras fueron pronunciadas y resonaron en el espacio que los separaba.

Cowart pensó que aquello era el mundo al revés: el asesino quedaba libre y el policía no podía moverse. Quiso hacer algo, pero no supo qué. El miedo y la amenaza lo obnubilaban como una terrible pesadilla. «Tengo que hacerlo», se ordenó, y se dispuso a decir algo, pero en ese momento vio que los ojos de Ferguson se abrían como platos. Después oyó el grito estridente y al borde de la angustia.

– ¡Quietos!

Era Andrea Shaeffer, agachada y en posición de tiro, con los brazos extendidos, la pistola amartillada y apuntando a Ferguson. Estaba tres metros por detrás de la anciana, en el pasillo que conducía a la cocina, por la que había entrado sin que nadie la oyera.

– ¡Baje la escopeta! -ordenó, tratando de camuflar la ansiedad con el volumen de su voz.

Pero la anciana no obedeció. En lugar de bajar el arma, se dio la vuelta con movimientos entrecortados, como en las películas antiguas, y buscó a la detective con el cañón de la escopeta, dispuesta a disparar.

– ¡Suéltela! -gritó Shaeffer. Los dos cañones, como ojos de depredador, la apuntaban al pecho. Sabía que la duda solía ir acompañada de la muerte y en esa ocasión no podía fallar.

Cowart abrió la boca y farfulló algo indescifrable.

– ¡Dios mío, no! -exclamó Brown, pero sus palabras se perdieron en el eco de la detonación: Shaeffer había disparado.

La pistola dio una sacudida en sus manos pero ella, repentinamente frenética, la dominó. Tres disparos sacudieron la quietud de la mañana, tres fogonazos que iluminaron fugazmente las habitaciones de aquella cabaña pequeña y oscura.

El primero elevó a la anciana y volvió a dejarla en el suelo, como si no pesara más que un suspiro. El segundo dio contra la pared, de la que salieron despedidos fragmentos de yeso y madera. El tercero hizo añicos una ventana y se desvaneció en el aire de la mañana. La abuela de Ferguson levantó los brazos y la escopeta cayó estrepitosamente al suelo. La anciana cayó hacia atrás, golpeándose contra la pared y quedando inerte en el suelo, con los brazos extendidos como en actitud de súplica.

– ¡Dios mío, no! -volvió a gritar el teniente Brown, y corrió hacia la mujer, luego vaciló.

Apartó la vista de la mancha carmesí que se extendía por el camisón de la anciana y se fijó en Cowart, que estaba inmóvil, pasmado, con la boca entreabierta. El periodista pestañeó, como si acabara de despertar de un mal sueño y dijo para sí «Dios mío»; y de repente se volvió hacia la puerta destrozada.

Ferguson había desaparecido.

Cowart señaló la puerta y farfulló sin palabras, sólo con agitación y desconcierto. Brown corrió hacia allí.

Shaeffer entró en la habitación con las manos temblorosas, la mirada clavada en la mujer agonizante.

Brown salió al porche y el silencio lo asustó; el mundo parecía un paisaje informe de niebla y luces del alba. No se oía nada. Ninguna señal de vida. Escudriñó el patio y luego se asomó al lateral de la casa, desde donde divisó a Ferguson corriendo hacia el coche aparcado detrás.

– ¡Alto! -le gritó.

Ferguson se detuvo, pero no para rendirse: en la mano derecha empuñaba un revólver de cañón corto. Disparó dos veces y las balas silbaron cerca del teniente. Brown se sorprendió al percibir que las detonaciones eran las del arma de Wilcox. Un maremoto de furia estalló en su interior.

– ¡Alto, hijo de la gran puta! -volvió a tronar, y salió corriendo por el porche, devolviendo los disparos.

Sus balas no alcanzaron a Ferguson, pero impactaron en el coche, una de cuyas ventanas estalló. Aquel fragor diabólico inundó el aire de la mañana.

Ferguson volvió a disparar mientras corría hacia la hilera de árboles que había al fondo del descampado. Brown tomó posición en el extremo del porche y se ordenó afinar la puntería. Respiró hondo y con los ojos enrojecidos de furia y dolor vio pasar por la mira de la pistola la espalda del asesino. «¡Ahora!»

Y apretó el gatillo.

La pistola se movió en su mano y el tiro se desvió, impactando contra el tronco de un árbol.

Ferguson se volvió, miró a Brown y disparó otra vez antes de desaparecer en la oscuridad del bosque.

En cuanto Brown salió por la puerta, Shaeffer corrió hacia la anciana. Se arrodilló, con la pistola aún en la mano, extendió la mano libre y palpó suavemente el pecho de la mujer, como un niño cuando toca algo para comprobar si es real. Al levantar la mano tenía los dedos manchados de sangre. La anciana respiró por última vez con un sonido sordo y entrecortado al inspirar. Después exhaló el último suspiro. Shaeffer se quedó mirándola fijamente y luego se volvió hacia Cowart.