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Hizo una pausa. Cowart vio que el sudor resbalaba por la frente de aquel hombre.

– Si tiene alguna pregunta, no dude en hacérmela.

Cowart espetó:

– ¿Se acuerda de la hora, el día y el lugar?

– Vale, vale. Intentaré recordarlo. Necesita detalles.

Sullivan se relajó, pensativo, y a continuación soltó una breve carcajada.

– Caray, debería llevar una libreta, igual que usted. Tengo que fiarme de mi memoria.

Sullivan volvió a recostarse, evocando detalles, lugares y nombres, sin prisa pero sin pausa, revolviendo en su pasado.

Cowart escuchó atentamente, haciendo preguntas de vez en cuando, intentando sacar algún provecho de las historias que Sullivan le contaba. La fuerte aprensión del principio se desvaneció después de haber oído unas cuantas. Se sucedían en una especie de terror regular, en el que todos los horrores que una vez habían sufrido personas de carne y hueso quedaban reducidos a los recuerdos de aquel psicópata. Cowart escarbaba en los detalles del asesino y la acumulación de palabras restaba pasión a cada caso. Eran palabras sin sustancia, sin apenas conexión con este mundo. De alguna manera, el hecho de que aquellos sucesos hubieran llenado los últimos momentos de las vidas de seres humanos perdía importancia cuando Blair Sullivan los relataba con aquella maldad creciente, carente de imaginación y totalmente monótona.

Las horas transcurrían inexorablemente.

El sargento Rogers trajo comida. Sullivan le hizo señas para que se fuera. La tradicional última comida, un filete a la plancha con puré de patatas y tarta de manzana, se espesaba en una bandeja. Cowart se limitaba a escuchar.

Pasaban unos minutos de las once de la noche cuando Sullivan terminó y esbozó una pálida sonrisa.

– Esos son los treinta y nueve -dijo-. Casi nada, ¿no? Puede que no bata ningún récord, pero por ahí andará la cosa, ¿eh?

Suspiró profundamente.

– ¿Sabe? Me hubiera gustado batir el récord. ¿Cuál es el récord para un tipo como yo? ¿Lo sabe usted, Cowart? ¿Soy el número uno, o es otro el que se lleva la palma? -Rió con frialdad-. Claro que aunque no sea el número uno en cifras, estoy seguro de que soy el mejor en cuanto a, ¿cómo lo diría usted, Cowart? ¿Originalidad?

– Señor Sullivan, no queda mucho tiempo. Si quiere…

De repente Sullivan se puso en pie, con ojos de maníaco.

– ¿Es que no me ha oído, amigo?

Cowart levantó la mano.

– Sólo quería…

– ¡Lo que usted quería no importa! ¡Lo que yo quiero, sí!

– Está bien.

Sullivan miró entre los barrotes. Respiró hondo y bajó la voz.

– Es hora de contarle una última historia, Cowart. Antes de dejar este mundo, antes de despegar en el cohete del estado.

Cowart sintió una terrible sequedad en su interior, como si el calor que emanaba de las palabras de aquel hombre hubiera evaporado toda la humedad de su cuerpo.

– Ahora le contaré la verdad sobre la pequeña Joanie Shriver. Como lo llaman en el tribunal, una prueba testifical in articulo mortis. El último testimonio antes de morir. Se supone que nadie debería irse al más allá con una mentira en los labios. -Soltó una estentórea carcajada-. Eso quiere decir que será la verdad… -Hizo una pausa, y añadió-: Si usted se la cree. -Miró fijamente al periodista-. La preciosa Joanie Shriver. La pequeña y dulce Joanie.

– La número cuarenta -señaló Cowart.

Sullivan hizo un gesto de negación.

– No. -Sonrió-. Yo no la maté.

A Cowart se le hizo un nudo en el estómago.

– ¿Qué quiere decir?

– Yo no la maté. Maté a todos los demás, pero a ella no. Es cierto que estaba en el condado de Escambia. Y desde luego, si la hubiera visto me habría gustado hacerlo. No me cabe ninguna duda; si hubiera estado aparcado a la salida del colegio, habría hecho exactamente lo que le hicieron. Habría bajado la ventanilla y le habría dicho: «Ven aquí, pequeña…» Se lo aseguro. Pero no lo hice, no señor. Yo no cometí ese crimen. -Hizo una pausa y concluyó-: Inocente.

– Pero la carta…

– Cualquiera puede escribir una carta.

– Y el cuchillo…

– Bueno, en eso tiene razón. Ése fue el cuchillo que mató a la pobre niña.

– Pero no entiendo…

La carcajada de Sullivan se convirtió en un acceso de tos áspera que retumbó en el pasillo.

– He estado esperando que llegara este momento -dijo casi lagrimeando de tanto reírse-. Deseaba ver esa cara.

– Yo…

– Es inolvidable, Cowart. Parece confundido y crispado. Como si fuera usted al que fueran a sentar en la silla y no a mí. ¿Qué está pasando aquí? -Se dio un golpecito en la frente.

Cowart clavó su mirada en aquel asesino burlón.

– Creía que lo sabía todo, ¿eh, Cowart? Se creía usted muy listo. Pues ahora, señor Premio Pulitzer, déjeme decirle una cosa: no es usted tan listo.

Siguió riéndose y tosiendo.

– Cuéntemelo -dijo Cowart.

Sullivan levantó la mirada.

– ¿Hay tiempo?

– Sí, lo hay -dijo Cowart entre dientes.

El reo se puso en pie y empezó a pasearse por la celda.

– Tengo frío -dijo.

– ¿Quién mató a Joanie Shriver?

Sullivan se detuvo y sonrió.

– Usted lo sabe -respondió.

Cowart sintió que el suelo se le abría bajo los pies. Se agarró a la silla, a la libreta, al bolígrafo, intentando no perder la compostura. Observó que el cabezal de su grabadora giraba, registrando el súbito silencio.

– Dígamelo -susurró.

Sullivan rió de nuevo.

– ¿De verdad quiere saberlo?

– ¡Dígamelo!

– Está bien. Imagínese a dos hombres en dos celdas contiguas del corredor de la muerte. Uno de ellos quiere salir porque tuvo la mala suerte de caer en desgracia con un detective que hizo lo imposible por incriminarlo, porque fue condenado por un jurado racista que posiblemente lo consideraba el asesino negro más despiadado de la última década. Por supuesto, hicieron bien en condenarlo. Pero todas las razones en que se basaron eran falsas. Así pues, este hombre está lleno de ira e impaciencia. En cambio, el otro hombre sabe que nunca se librará de su cita con la silla eléctrica; puede posponerla un poco, pero sabe que le llegará la hora. Y lo que más le jode es que todavía queda odio en su interior. Todavía hay algo que le gustaría hacer antes de morir, aunque tenga que hacerlo a las puertas de la muerte. Algo muy importante para él. Algo tan malvado y descabellado que sólo hay una persona en este mundo a la que podría pedirle que lo hiciera.

– ¿A quién?

– A alguien como él. -Sullivan se quedó mirando a Cowart, que se quedó petrificado en la silla-. Alguien exactamente igual que él.

Cowart guardaba silencio.

– Entonces descubren que tienen mucho en común. Como que habían estado en el mismo lugar al mismo tiempo, conduciendo el mismo tipo de coche. Y se les ocurre una idea, ¿sabe? Una idea muy buena. La clase de plan que no habría concebido ni el mismísimo ayudante del demonio. El hombre que jamás saldrá del corredor de la muerte se atribuirá el crimen del otro. Y a cambio, el otro hombre hará algo por su socio cuando salga en libertad. ¿Me sigue?

Cowart permanecía inmóvil.

– ¿Lo ve, maldito cabrón? Nunca se lo habría tragado si las cosas hubiesen sido al revés. Por un lado, el pobre e inocente hombre negro, injustamente condenado; la gran víctima del racismo y el prejuicio. Por otro, el tipo blanco, malo y despiadado. Nunca habría funcionado si hubiera sido al contrario, no costaba tanto imaginárselo. Y lo más importante: todo lo que tuve que hacer fue hablarle a usted del cuchillo y escribir esa carta en el momento oportuno para que pudieran leerla en la vista. Pero lo mejor fue que sólo hizo falta negar la autoría del crimen, decir que yo no tenía nada que ver en el asunto. Lo cual era verdad. La mejor manera de hacer que una mentira funcione, Cowart, es añadirle un poco de verdad. Sabía que si yo confesaba, usted habría encontrado la manera de demostrar mi inocencia. Así que me limité a hacerle creer a usted y a todos sus colegas de la televisión y los periódicos que yo era el culpable; sólo hice que pareciera que ésa era la verdad. Luego dejé que la naturaleza siguiera su curso. Todo lo que tuve que hacer fue abrir apenas la puerta… -volvió a soltar una carcajada- para que Bobby Earl se colara por la rendija en cuanto usted la abriera del todo.