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– Correcto -repitió ella lentamente.

– No a menos que usted supiera que el uso de un arma letal era el único recurso que le quedaba, ¿correcto?

En el rostro de la mujer se atisbo un asomo de comprensión, a pesar de que Brown sabía que no había entendido ni la mitad de las palabras que había empleado en sus preguntas.

– Bueno -dijo ella con un hilo de voz-. Vi que levantaba una cosa hacia mí…

– Y usted sabía que tenía una pistola porque la había amenazado y había disparado contra usted antes…

– Eso es, señor Brown. Yo tenía miedo.

– ¿Y no pudo correr a esconderse en algún lugar?

La mujer hizo un aspaviento.

– ¿Dónde quiere que me esconda aquí dentro? No hay donde meterse.

Brown asintió con la cabeza y volvió a mirar las fotos de los niños.

– ¿Tres niños? ¿Todos con él?

– No, señor. Buck no era su padre y nunca le gustaron mucho. Supongo que le recordaban a mi anterior marido. Pero ellos son buenos chicos, señor Brown. Muy buenos chicos.

– ¿Dónde está su padre?

– Dijo que se iba a Louisiana para conseguir trabajo en una plataforma petrolífera. Pero eso fue hace casi siete años. O sea que se fue. No éramos marido y mujer, ni mucho menos.

Tanny Brown iba a formular otra pregunta cuando comenzó el alboroto fuera. Se oyó un griterío y una discusión entre policías. La mujer dio un grito sofocado, encogiéndose en el sillón.

– Es su hermano. Me matará. ¡Dios mío!, seguro que me mata.

– No, no lo hará -masculló Brown.

Devolvió a la mujer las fotos y ella estrechó el álbum contra su pecho. A continuación el teniente le indicó al agente uniformado que vigilara la puerta y él se asomó fuera.

Desde la puerta vio que dos agentes intentaban retener a un hombretón enfurecido que se revolvía como un oso. Los de la policía científica se habían apartado. El hombre bramaba, iba dando tirones y sacudidas, empujando a los policías.

– ¡Buck, Buck! -gritó al cadáver-. ¡Dios mío, Buck, no me lo puedo creer! ¡Dios mío, suéltenme! ¡Suéltenme, cabrones! ¡Voy a matar a esa puta! ¡La voy a matar!

Se abría paso arrastrando consigo a los policías. Otros dos agentes le cerraron el paso, pero uno cayó derribado por un puñetazo. Los curiosos y mirones comenzaron a silbar y gritar, contribuyendo así a aumentar la cólera del hombre.

– ¡Voy a matar a esa zorra, joder! -gritaba fuera de sí.

Las luces de los coches patrulla iluminaban su rostro desencajado. Soltó una patada a uno de los policías que intentaban retenerlo y le dio en la espinilla. El agente lanzó un grito de dolor y cayó agarrándose la pierna.

Tanny Brown bajó de la caravana y se dirigió hacia el hermano del muerto. Se colocó justo delante.

– ¡Cállese! -le espetó.

El hombre enloquecido lo miró fijamente, vacilando por un instante. Luego comenzó a dar bandazos de nuevo.

– ¡Mataré a esa puta! -gritó.

– ¿Es éste su hermano? -preguntó Brown a voz en grito.

El hombre se retorcía intentando liberarse de los policías.

– Ella mató a Buck y ahora voy a por ella. ¡Puta! ¡Date por muerta, pedazo de zorra! -exclamó.

– ¿Es éste su hermano? -repitió Brown.

– ¡Te mato, zorra vieja! ¡Te mato!… ¿Quién eres tú, negro?

El epíteto racial le dolió, pero no se inmutó. Se planteó la posibilidad de meterle el puño en la boca, pero se lo pensó mejor. Aquel hombre tenía que ser muy estúpido para insultarlo, aunque probablemente no tanto como para no presentar una denuncia. Tuvo una breve visión de una enorme pila de documentos.

Uno de los policías que intentaban retener al hombre sacó la porra. Brown lo detuvo con un gesto y se acercó a unos centímetros de la cara del desquiciado.

– Soy el teniente de policía Theodore Brown, hijo de puta, y dentro de un segundo se me van a hinchar los cojones y entonces desearás no tenerme delante, so cabrón.

El hombre titubeó.

– Ella lo ha matado, la muy puta…

– Eso ya lo has dicho.

– ¿Y qué piensan hacer?

Tanny Brown no respondió a la pregunta.

– ¿Es tuya la pistola? -le preguntó.

– Sí, es mía. Se la di hace un rato.

– ¿Tu pistola? ¿Tu hermano?

– Sí. ¿Piensan arrestar a esa puta o voy a tener que matarla?

Había cesado el forcejeo, pero la voz del hombre había adquirido un tono furibundo, desafiante.

– ¿Tú sabías que iba a venir?

– Se lo dijo a todo el mundo en el bar.

– ¿Para qué era la pistola?

– Quería asustarla un poco, igual que la otra noche.

Brown se volvió y miró al agente de uniforme apostado en la puerta de la caravana, y a la mujer encogida detrás de él. Miró de nuevo al hombre enfurecido, que permanecía tenso, a la espera, con los brazos sujetos por dos policías.

El teniente se acercó al cadáver y lo miró. Con un tono muy bajo, susurró:

– ¿Sabes una cosa? No vale la pena todo esto por ti.

– ¿Piensan hacer algo o qué? -preguntó el hombre.

Brown sonrió.

– Desde luego -respondió.

Se giró hacia un agente de la policía científica.

– Tom, ve por la escopeta de la señora Collins.

El hombre fue hasta uno de los coches y volvió con la escopeta. Brown la cogió y tiró del percutor, cargando un cartucho nuevo.

Miró al hermano del muerto y sonrió de nuevo.

– Devuélvele la escopeta a la señora Collins -dijo, y se quedó mirando fijamente el cadáver-. Oficial Davis, ponle a la señora Collins una de esas multas por tirar desechos sin autorización. Tendrá que pagar cincuenta pavos. Y llama a Sanidad y diles que vengan a recoger esta basura.

Señaló al cadáver.

– ¡Eh! -saltó el hermano.

– Ponle una multa por disparar a este trozo de mierda y tirarlo aquí fuera.

– ¡Eh, qué coño…! -se enardeció el hermano.

– Dile a la señora Collins que si vuelve a tirar otro cuerpo en su patio le costará cincuenta pavos cada vez. -Señaló con el dedo al hermano del muerto-. Como éste de aquí. Dile que tiene permiso para volar la cabeza a este hijoputa. Pero que va a costarle otros cincuenta.

– No pueden hacer eso -dijo el hombre, ahora inquietándose de verdad.

– ¿De veras crees que no? -repuso Brown. Volvió a acercarse y le gritó a la cara-: ¿De veras crees que no?

– ¡Eh, Tanny! -dijo uno de los agentes de uniforme-. Puedo prestarle cincuenta a la señora Collins…

Hubo un estallido de carcajadas entre los policías.

– Qué demonios -dijo otra voz-, podemos hacer una colecta. Reunir lo necesario para que pueda volarle los sesos a todos los hijos de puta.

– Apúntame diez -dijo otro policía, frotándose la espinilla.

– ¿Os habéis vuelto locos? -dijo el hombre.

Tanny Brown sonrió.

– Un momento, no pueden hacer eso -se desesperó el hombre.

– Mira lo que puedo hacer -musitó el teniente-. Arrestad a este capullo.

– ¡Pero qué…! -gritó el hombre mientras un policía lo esposaba.

– Allanamiento de morada. Obstrucción. Agresión a un oficial de policía. Acoso. Y, veamos, ¿qué me dices de conspiración para cometer un asesinato? Ya sabes, por haberle dado una pistola al borracho de tu hermano.

– ¡No pueden hacerlo! -repitió el hombre, cada vez más nervioso y asustado.

– Tienes un buen montón de delitos en tu haber, capullo. Y supongo que ni siquiera tienes licencia de armas. Y sumémosle conducción bajo los efectos del alcohol.

– ¡Eh!, yo no estoy borracho.

Brown lo miró fijamente.

– Mírame bien -siseó-. Si vuelves a ver esta cara otra vez, tendrás serios problemas. ¿Entendido?

– No pueden hacer esto.

– Lleváoslo -les dijo Brown a los agentes uniformados-. Y dadle una idea acerca de la hospitalidad de este condado.

– Será un placer -murmuró el policía que había recibido la patada, y se llevó al hombre a empellones.

– Con cuidado -dijo Brown. El policía miró dubitativo al teniente-. Vale -cedió éste sonriendo-, aunque tampoco te pases. -Luego dio una última orden-: Y aseguraos de que lo encierren en una celda con los negros más grandes y más capullos de la trena, con los que tengan más mala hostia. A lo mejor ellos le enseñan que no está bien ir insultando por ahí a la gente.