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– ¿Cuál es la verdad?

– Que estuvo aquí conmigo.

– ¿Y al día siguiente?

– Aquí conmigo.

– ¿Y cuando llegó la policía?

– Estaba fuera, sacando brillo a su viejo coche. No protestó. No se resistió. Sólo les dijo sí señor, no señor, y se fue con ellos. ¿Ve de qué le sirvió?

– Parece enfadada.

Aquella mujer menuda se inclinó hacia delante en la silla, con el cuerpo rígido de la emoción. Dio dos fuertes palmadas en los brazos de la mecedora, haciéndolas sonar como dos pistoletazos que retumbaron en aquella despejada mañana.

– ¿Enfadada? ¿Me está preguntando si estoy enfadada? Me robaron a mi niño y lo han encerrado para matarlo. El enfado es lo de menos, pero no tengo tanta maldad como para decirle lo que siento de verdad.

Se levantó y se dirigió hacia el interior de la casa.

– No me queda más que odio y un amargo vacío, señor periodista. Tome nota de ello.

Y cerró la puerta de un golpe seco mientras Matthew Cowart escribía apresuradamente sus palabras en la libreta.

Cowart llegó al colegio a mediodía. Tal como imaginaba, se trataba de un insulso edificio de hormigón con una bandera norteamericana ondeando lánguidamente en el húmedo exterior. Había autobuses escolares amarillos aparcados a la entrada, un patio con columpios y canastas y un patio de tierra en la parte de atrás. Aparcó el coche y se encaminó hacia la entrada, oyendo una oleada de voces infantiles. Era la hora de comer y se respiraba cierto caos contenido de puertas adentro; los niños correteaban de aquí para allá, con bolsas de papel o fiambreras, en un hervidero de conversaciones. Las paredes del colegio estaban decoradas con trabajos de los alumnos, composiciones de forma y color con pequeños letreros que explicaban su significado. Se quedó mirando las pinturas un instante; le recordaban los dibujos y maquetas que su hija le enviaba por correo y que ahora decoraban su despacho. Abriéndose camino, atravesó un vestíbulo hasta la puerta con el rótulo SECRETARÍA. En ese momento se abrió y vio salir dos niñas, riéndose de algún gran secreto. Una era negra, la otra blanca; Cowart las siguió con la mirada hasta que desaparecieron por el pasillo.

Una pequeña fotografía enmarcada colgaba de una pared y se acercó para echarle un vistazo. Era la fotografía de una niña. Tenía el pelo rubio, pecas y una amplia sonrisa con aparato de ortodoncia. Llevaba una impecable camisa blanca y una cadena de oro alrededor del cuello. En el centro de la cadena se alcanzaba a leer «Joanie» grabado en letras diminutas. Debajo de la fotografía había una pequeña placa que rezaba: «Joanie Shriver, 1976-1987. Querida amiga y compañera de clase, todos te echaremos de menos.»

Cowart añadió la fotografía de la pared a todas las notas mentales que iba tomando. Luego se apartó y entró en la secretaría del colegio.

Una mujer de mediana edad, con una expresión ligeramente tensa, se acercó al mostrador.

– ¿Puedo ayudarle?

– Estoy buscando a Amy Kaplan.

– Acaba de pasar por aquí. ¿Le espera?

– El otro día hablé con ella por teléfono. Mi nombre es Cowart. Vengo de Miami.

– ¿Es usted el periodista?

Él asintió con la cabeza.

– Dejó dicho que vendría. Veré si puedo localizarla. -Había una pizca de resentimiento en su voz. En ningún momento sonrió a Cowart.

La mujer cruzó la secretaría y desapareció en la sala de profesores para luego reaparecer acompañada de una joven. A Cowart le pareció atractiva; llevaba el cabello castaño rojizo recogido y tenía un rostro noble y simpático.

– Soy Amy Kaplan, señor Cowart.

Se dieron un apretón de manos.

– Siento interrumpirle la comida.

Ella se encogió de hombros.

– Tal vez sea el mejor momento. De todas formas, como le dije por teléfono, aún no sé muy bien qué puedo hacer por usted…

– Hábleme del coche. Y de lo que vio.

– ¿Sabe? Lo mejor será que le enseñe el lugar donde me encontraba. Se lo puedo explicar allí mismo.

Salieron fuera sin cruzar palabra. La joven maestra se detuvo frente al edificio y se volvió, señalando la carretera.

– Mire -explicó-, siempre tenemos un profesor allí, vigilando a los alumnos después de las clases. Solíamos hacerlo para asegurarnos de que los niños no se metían en peleas y las niñas se iban directamente a casa en vez de quedarse cotilleando por aquí. Los niños hacen esas cosas, ¿sabe?, y al parecer más que los mayores. Ahora está claro que hay otro motivo para mantener la vigilancia. -Miró a Cowart por un instante. Luego prosiguió-. De todos modos, la tarde en que Joanie desapareció, casi todo el mundo se había marchado y yo estaba a punto de regresar al colegio cuando la vi allí, bajo aquel enorme sauce… -Señaló a unos cuarenta metros carretera abajo. Luego se llevó la mano a la boca-. ¡Oh, Dios mío! -musitó.

– Lo siento -se disculpó Cowart.

La joven no apartaba la mirada de aquel punto carretera abajo, como si lo reviviera todo en su memoria. El labio inferior le temblaba ligeramente, pero hizo un movimiento con la cabeza para indicar que se encontraba bien.

– Yo era joven -dijo-. Era mi primer año aquí. Recuerdo que ella me vio y se volvió para saludarme; por eso supe que era ella. -La firmeza de su voz había desaparecido.

– ¿Y?

– Echó a andar por la sombra, allí, hasta que pasó aquel coche verde. La vi volverse, supongo que porque el conductor le había dicho algo, y entonces la puerta se abrió y ella subió al coche, que a continuación arrancó. -La joven respiró hondo-. Subió al coche, maldita sea -susurró con un hilo de voz-. Subió al coche, señor Cowart, como si nada. A veces aún la veo en sueños, saludándome. Es horrible.

Cowart pensó en sus propias pesadillas y quiso decirle que él también se pasaba noches enteras sin dormir. Pero no lo hizo.

– Eso es lo que más me ha turbado -continuó ella-. Quiero decir, si la hubieran agarrado y ella hubiera forcejeado o pedido auxilio o algo… -la emoción del recuerdo quebró su voz- yo misma habría podido hacer algo. Habría gritado y puede que hasta echado a correr tras ella. Tal vez podría haber logrado salvarla. No lo sé. Algo. Pero era una tarde de mayo como cualquier otra, y hacía tanto calor que quería volver rápido a la escuela…

Cowart se quedó mirando calle abajo, calculando las distancias.

– ¿Ocurrió en la sombra?

– Sí.

– Pero está segura de que el coche era verde. ¿Verde oscuro?

– Sí.

– ¿No sería negro?

– Habla como los policías y los abogados. Claro que podía haber sido negro. Pero mi corazón y mi memoria me dicen que era verde oscuro.

– ¿No vio la mano que abría la puerta desde dentro?

La joven vaciló.

– Buena observación. Eso no me lo preguntaron. Me pidieron que les dijera si había visto al conductor. Tuvo que ladearse para abrir la puerta, ¿verdad? Pero no lo vi. -Hizo un esfuerzo por recordar-. No, no vi ninguna mano; sólo que la puerta se abría.

– ¿Y la matrícula?

– Bueno, como sabe, la matrícula de Florida indica el estado en relieve naranja sobre un fondo blanco. Aquélla era más oscura y de otro lugar.

– ¿Cuándo le enseñaron el coche de Ferguson?

– Sólo me enseñaron una fotografía, un par de días después.

– ¿Nunca llegó a ver el coche?

– No que yo recuerde. Excepto el día de los hechos.

– Hábleme de la fotografía.

– Había una pareja; parecía tomada con una Polaroid.

– ¿Desde qué perspectiva?

– ¿Perdón?

– ¿Desde qué ángulo se sacó aquella fotografía?

– Pues… bueno, el coche se veía de lado.

– Pero usted vio el coche desde atrás.

– Cierto. Pero el color coincidía. Y la forma. Y…

– ¿Y qué?

– Nada.

– Habrá visto las luces de freno cuando el coche arrancó. Al encender el motor, el conductor seguramente tocó el freno. ¿Recuerda qué forma tenían?

– No lo sé. Eso no me lo preguntaron.

– Entonces, ¿qué le preguntaron?