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– Ya hablaremos de eso. ¿Puede empezar diciéndome cómo llegó el caso a sus manos?

– Bueno, por designación judicial. El juez me telefoneó y me preguntó si podía encargarme. Por entonces los abogados de oficio estaban desbordados de trabajo, como siempre, aunque supongo que aquello habría sido demasiado delicado para ellos. La gente pedía a gritos la cabeza del chico. No creo que los de oficio estuvieran interesados en representar a Ferguson, en absoluto.

– ¿Y usted lo aceptó?

– Cuando el juez llama, uno responde. Diablos, la mayoría de mis casos son por designación judicial; razón de más para no rechazar éste.

– Después usted cobró veinte mil dólares a los tribunales.

– Lleva mucho tiempo defender a un asesino.

– ¿A cien pavos la hora?

– Joder, pero si fui yo el que salió perdiendo. ¡Madre mía!, pasaron semanas hasta que la gente volvió a dirigirme la palabra. Actuaban como si yo fuera una especie de paria, un Judas. Y todo por representar legalmente a ese muchacho. Iba por la calle y ya nadie me decía: «Buenos días, señor Burns», «Que tenga un buen día, señor Burns»; cambiaban de acera para no hablar conmigo. Esto es un pueblo. Imagínese cuántos casos llegué a perder a manos de otros abogados, sólo porque yo había defendido a Bobby Earl. Piense en ello antes de criticarme por lo que me pagaron.

El abogado parecía indignado. Cowart se preguntó si pensaba que el condenado había sido él y no Ferguson.

– ¿Había llevado antes un caso de asesinato?

– Un par de veces.

– ¿Casos de pena capital?

– No. La mayoría se derivaban de disputas domésticas. Ya sabe, marido y mujer empiezan a discutir y uno de ellos decide hacer valer sus razones con una pistola… -Soltó una carcajada-. Eso sería homicidio sin premeditación, como mucho asesinato en segundo grado. Llevo muchos casos de muerte por atropello y demás. El hijo del alcalde se emborracha y destroza un coche. Pero ¡qué demonios!, a la larga es lo mismo defender a un acusado de provocar un accidente que a un acusado de asesinato. Los abogados tenemos que cumplir con nuestra obligación.

– Ya -dijo Cowart, escribiendo rápidamente en su libreta-. Hábleme de la defensa.

– No hay mucho que decir. Propuse un traslado de jurisdicción. Denegado. Propuse excluir la confesión. Denegado. Fui a ver a Bobby Earl y le dije: «Muchacho, tienes que declararte culpable. Asesinato en primer grado. Vamos, acepta los veinticinco años, sin fianza. Sálvate la vida.» De esta manera, todavía le quedaría algo de tiempo cuando saliera en libertad. Me contestó que ni hablar. Se mantuvo en sus trece y adoptó aquella jodida pose chulesca. No dejó de repetir que él no lo hizo. Así pues, ¿qué más podía hacer yo? Intenté conseguirle un jurado sin prejuicios. Hubo suerte. El juicio siguió adelante. Argumenté duda razonable hasta la saciedad. Perdimos. ¿Qué quiere que le diga?

– ¿Cómo es que no llamó a la abuela para que confirmara su coartada?

– Nadie la hubiese creído. ¿Ha hablado con esa vieja sargenta? Lo único que sabe es que su querido nieto es casi perfecto y que no mataría una mosca; claro que es la única que lo cree así. Si la hubiera subido al estrado y hubiera empezado a soltar mentiras, sólo habría empeorado las cosas… mucho más.

– No creo que pudiesen ir peor.

– Bueno, eso lo dice ahora, señor Cowart, a toro pasado.

– Supongamos que Ferguson dijera la verdad.

– Podría ser. Era una declaración bajo juramento.

– ¿Y el coche?

– Esa maldita maestra llegó a admitir que podría ser de otro color. ¡Joder! Lo dijo justo en el estrado. No entiendo por qué el jurado no lo tuvo en cuenta.

– ¿Sabe que la policía le enseñó una fotografía del coche después de decirle que Ferguson había confesado?

– ¿De decirle qué? No. Ella no declaró eso cuando la interrogué.

– Me lo dijo a mí.

– Pues ahí me vendió.

El abogado se sirvió otro vaso y se lo bebió de un trago. «No, a usted no -pensó Cowart-, a Ferguson.»

– Y las muestras de sangre, ¿qué?

– Tipo cero positivo. Apuesto a que la mitad de los hombres de este país tiene ese grupo sanguíneo. Lo contrasté con los peritos, y les pregunté por qué no habían analizado la sangre hasta llegar a la base enzimática y por qué no habían hecho una prueba de ADN o alguna otra mierda de prueba. Claro que conozco la respuesta. Tenían una buena cabeza de turco y no querían hacer nada que lo estropeara todo. Así que, ¡coño!, todo parecía encajar. Y ahí estaba Robert Earl, sentado en el banquillo de los acusados, sin saber dónde meterse, abatido y más culpable que el mismísimo diablo. Sencillamente, aquello no sirvió de nada.

– ¿Y la confesión?

– Debería haber sido desechada. Estoy convencido de que al pobre muchacho se la hicieron escupir a golpes. Sí, señor, totalmente convencido. Pero, mire usted por dónde, cuando la sacaron a colación fue la piedra de toque, ya sabe a qué me refiero. Ningún miembro del jurado iba a poner en duda las palabras que habían salido de boca del muchacho. Cada vez que le preguntaban: «¿hiciste esto?» o «¿hiciste lo otro?», él respondía: «sí, señor», «sí, señor». Todos esos «sí, señor»… no se podía hacer demasiado al respecto. Eso era todo lo que decía la declaración. Yo lo intenté, vaya si lo intenté, hice todo lo que pude. Argumenté duda razonable, argumenté falta de pruebas concluyentes, pregunté a los miembros del jurado dónde estaba el arma del crimen. Y algo que justifica la inocencia de Bobby Earl: les expliqué que uno no puede matar a una persona sin que le quede algún tipo de marca; cosa que él no tenía. Argumenté a favor y en contra y de todas las maneras; se lo aseguro. Pero no sirvió de nada. Me quedé mirando a esos tipos del jurado y enseguida supe que les importaba una mierda lo que yo dijera. Todo lo que oían era la maldita confesión. Sus propias palabras se salieron de la página para clavarse en él. Sí, señor. Sí, señor. Sí, señor. Él mismo se sentó en la silla eléctrica, como quien se sienta a la mesa para cenar. Aquí la gente estaba muy disgustada por lo que le había ocurrido a la pequeña y todos querían acabar de una vez, echar tierra sobre el asunto y darle carpetazo ya, para que todo volviera a la normalidad. No sabría encontrar a nadie en este lugar que se hubiera levantado para decir algo bueno del muchacho. Algo sobre él, ya sabe, sobre su actitud y esas cosas. No señor, nadie lo apreciaba; ni siquiera los negros. Y con esto no digo que no hubiera prejuicios de por medio…

– Todo el jurado blanco. ¿No encontró ningún negro capacitado?

– Lo intenté, señor. Lo intenté. Pero la acusación usó sus perentorias recusaciones para descartar del jurado a todos y cada uno de ellos.

– ¿Usted protestó?

– Protesta denegada. Se hizo constar en acta. Tal vez la acepten en la apelación.

– ¿Y eso no le fastidia?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Bueno, lo que usted me está diciendo es que Ferguson no tuvo un juicio justo y que tal vez sea inocente. Y resulta que ahora mismo está en el corredor de la muerte.

El abogado se encogió de hombros.

– No sé… -dijo-. Sí, lo del juicio, bueno, eso sí. Pero lo de su inocencia… ¡Joder!, aquella maldita confesión contenía sus propias palabras.

– Pero usted acaba de decir que se la hicieron escupir a golpes.

– Así es, señor. Pero…

– Pero ¿qué?

– Estoy chapado a la antigua. Me gusta creer que si uno es inocente, no hay nada en el mundo que le haga decir lo contrario. Eso me fastidia.

– Ya -repuso Cowart con frialdad-, pero la justicia está repleta de ejemplos de confesiones coaccionadas y tergiversadas, ¿no?

– Correcto.

– Cientos. Miles.

– Correcto. -El abogado apartó la mirada, ruborizado-. Supongo. Desde luego, ahora que Roy Black lleva el caso y que usted escribirá algo que espabilará a ese juez o que el gobernador no pueda pasar por alto, bueno… las cosas tienen pinta de arreglarse.