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– No mucho. Ni la policía ni los abogados. Estaba muy nerviosa cuando subí al estrado a testificar, todo pasó en cuestión de segundos.

– ¿Qué le preguntaron en el estrado?

– El fiscal sólo quería saber si estaba segura del color, como usted. Y yo dije que podía equivocarme, pero que creía estar segura. Pareció complacido, y eso fue todo.

Cowart volvió a echar un vistazo calle abajo, y luego miró a la joven. Parecía absorta en sus recuerdos, con la mirada abstraída.

– ¿Cree que Ferguson es culpable?

La joven respiró hondo.

– Lo que siempre me ha turbado es por qué ella subió al coche. No pareció vacilar ni un instante. Si no lo conocía, no entiendo por qué lo hizo. Procuramos enseñar a los niños a ser prudentes e inteligentes, señor Cowart. Damos clases de seguridad; para que nunca se fíen de un desconocido. Incluso aquí, en Pachoula, no somos tan palurdos como pueda creerse. Mucha gente de ciudad se instala aquí, como yo. Y también hay quien va cada día a trabajar a Pensacola o Mobile, porque éste es un lugar seguro y agradable para vivir. Pero a los niños se les enseña a ser prudentes, y ellos aprenden a serlo. Por eso nunca entendí lo de Joanie. Nunca me pareció lógico que se subiera a aquel coche como si tal cosa.

Cowart asintió con la cabeza.

– Eso mismo me pregunto yo.

Ella se volvió súbitamente hacia él.

– Bueno, la primera persona a la que yo le haría esa pregunta es a Robert Earl Ferguson, ¿no cree?

Cowart no respondió, y al cabo ella se aplacó.

– Siento hablarle de esta manera. Todos nos culpabilizamos por lo ocurrido, todo el colegio. No sabe cómo se lo tomaron los demás niños, tenían miedo de venir a clase; cuando llegaban, estaban demasiado asustados para prestar atención; en casa no podían dormir, y por la noche tenían pesadillas. Berrinches, camas mojadas, arrebatos de ira o lloreras. Los niños con problemas de disciplina se volvieron más rebeldes, los retraídos y temperamentales fueron a peor, y los niños normales y disciplinados tuvieron dificultades. Convocamos reuniones y también vinieron psicólogos de la universidad. Fue terrible, y seguirá siéndolo. -La joven miró alrededor-. No sé, pero es como si aquel día se hubiera roto algo. Tal vez para siempre.

Permanecieron en silencio unos instantes, hasta que la joven preguntó:

– ¿Le he ayudado?

– Claro. Sabe -dijo Cowart-, podría volver a necesitar su ayuda después de hablar con algunas personas. Por ejemplo, los policías.

– No hay problema -dijo la joven-. Ya sabe dónde encontrarme.

Cowart sonrió.

– Sólo dígame una cosa más: qué le pasó por la cabeza hace un par de minutos, cuando hablábamos sobre las fotografías del coche y usted cambió de tema.

Ella frunció el entrecejo.

– Nada -respondió.

Cowart se quedó mirándola.

– Bueno, había algo.

– ¿El qué?

– Cuando la policía me enseñó las fotografías, me dijeron que tenían al asesino, que había confesado y todo. Dijeron que mi identificación del coche era una mera formalidad. Yo no supe que era tan importante hasta pasados unos meses, justo antes del juicio. Eso siempre me ha molestado, ¿sabe? Me mostraron las fotografías y dijeron: «Éste es el coche del asesino, ¿correcto?» Y yo les miré y dije: «Sí»… Me molesta que lo hicieran de esa manera.

Cowart guardó silencio, pero pensó: «A mí también.»

Un artículo periodístico es una recopilación de momentos aglutinados en citas, en la mirada de una persona, en el talle de su ropa; materializa en palabras las pequeñas observaciones del periodista, lo que ve y oye; está respaldado por el pasado, por unos sólidos cimientos hechos de detalles. Cowart sabía que necesitaba más sustancia, así que se pasó la tarde leyendo en la hemeroteca del Pensacola News. Eso le ayudó a comprender el insólito frenesí que se había apoderado de la ciudad cuando la madre de la pequeña había llamado a la policía para decir que su hija no había vuelto a casa. Se había producido un brote provinciano de alarma. En Miami, la policía habría dicho a la madre que en las primeras veinticuatro horas no se podía hacer nada, y habría dado por supuesto que la niña había escapado de casa, huyendo de una paliza o de los abusos sexuales de su padrastro, o corrido a reunirse en secreto con algún noviete.

En Pachoula no. La policía local salió de inmediato en busca de la niña. Recorrieron las calles y carreteras secundarias con megáfonos que la llamaban por su nombre. Los bomberos colaboraron, haciendo ulular las sirenas en la apacible noche de mayo. Los teléfonos comenzaron a sonar en todas las casas, la voz corrió con alarmante rapidez y se formaron pequeños piquetes de padres que recorrían los vecindarios en busca de la pequeña Joanie Shriver. También se movilizó a los boy scouts y la gente salía temprano del trabajo para unirse a la búsqueda. Cuando empezó a caer aquella noche de principios del verano, debía de parecer que toda la ciudad estaba en la calle buscando a la niña.

«Pero para entonces ya estaba muerta -pensó-. Estaba muerta cuando abandonó la curva en ese coche.»

La búsqueda había continuado con focos y un helicóptero que aquella misma noche trajeron del cuartel de la policía estatal cercano a Pensacola. Había pasado zumbando, con los rotores vibrando y el reflector barriendo la oscuridad, entrada ya la medianoche. Con las primeras luces del alba, vinieron los perros rastreadores y la partida de búsqueda se dispersó. Hacia mediodía la población se había dispuesto cual campamento militar que se prepara para una larga marcha, y todo ello era registrado por los cámaras de televisión y los periodistas que iban llegando. Entrada la tarde, dos bomberos que peinaban con diligencia la orilla del pantano habían descubierto el cuerpo sin vida de la niña, mientras avanzaban por el lodo espeso con botas de pescador, espantando los mosquitos y llamando a la niña. Uno de los hombres había visto un mechón de cabello rubio al borde del agua, iluminado por la luz mortecina del atardecer.

Cowart imaginó que las noticias debieron de crispar a la población, ya que la niña había sido violada. Se percató de dos cosas: de que ser detenido e interrogado por la muerte de Joanie Shriver era verse atrapado en el ojo del huracán, y de que la presión a que se habían visto sometidos aquellos dos detectives tenía que haber sido tremenda. «Tal vez insoportable», pensó.

Hamilton Burns era un hombre bajito, rubicundo y de pelo cano; su voz, como tantas otras de Pachoula, tenía el dejo de las rítmicas locuciones sureñas. Caía la tarde, y mientras indicaba a Matthew Cowart que tomara asiento en un mullido sillón de cuero rojo, dijo algo como «el sol sobre el penol» y se sirvió un vaso de bourbon tras haber sacado como por arte de magia una botella de uno de los últimos cajones del escritorio. Cowart negó con la cabeza cuando Burns le tendió la botella.

– Necesito un poco de hielo -dijo Burns, y fue hasta una esquina del pequeño despacho, donde una nevera pequeña con una pila de documentos encima ocupaba un precioso espacio de suelo. Cowart observó que cojeaba al caminar.

Echó un vistazo al despacho: revestido con paneles de madera y una pared repleta de libros de derecho. Había varios diplomas enmarcados y un certificado de los Caballeros de Colón de la zona; también vio algunas fotografías de un sonriente Hamilton Burns mano a mano con el gobernador y otros políticos. El abogado bebió un largo sorbo de su vaso, se recostó, haciendo girar su silla tras la mesa ante la que se encontraba Cowart, y dijo:

– Así que quiere que le hable de Robert Earl Ferguson. ¿Qué le puedo decir? Creo que ha dado en el blanco al solicitar un nuevo juicio, sobre todo con ese bastardo de Roy Black llevándole el caso.

– ¿En qué se basa?

– Pues en esa maldita confesión, ¿qué más quiere? El juez debería haberla desechado.