Изменить стиль страницы

Cowart asintió.

– ¿Y por qué iba a creerle yo ahora?

– No lo sé. -Por un instante, fulminó a Cowart con la mirada-. A lo mejor, porque le estoy diciendo la verdad.

– ¿Se sometería al detector de mentiras?

– Ya lo hice con mi abogado. Aquí tengo los resultados. Esa puta máquina dijo que eran «no concluyentes». Creo que estaba demasiado nervioso cuando me pusieron todos esos cables. No me hizo ningún bien, pero si quiere volveré a intentarlo. No sé si servirá de algo, no puedo presentarlo como prueba.

– Cierto. De todos modos necesito algo que corrobore su versión.

– Sí, lo sé. Pero eso es lo que ocurrió, ¡joder!

– ¿Cómo puedo confirmar su historia para luego publicarla en el periódico?

Ferguson pensó por un momento, sin apartar sus ojos de los de Cowart. Al cabo de unos segundos, un atisbo de sonrisa traspasó parte de la gravedad de aquel rostro.

– La pistola -dijo-. Eso podría servir.

– ¿Cómo?

– Bueno, recuerdo que antes de meterme en aquel cuartucho, hicieron aspavientos inspeccionando sus armas reglamentarias en la entrada. Brown llevaba una pequeña sorpresa escondida en el tobillo. Apuesto a que le mentirá sobre aquella pistola, y si usted hallara la manera de lograr que meta la pata…

Cowart asintió.

– Tal vez.

Ambos volvieron a guardar silencio. Cowart bajó la mirada hacia la grabadora y vio que la cinta giraba.

– ¿Por qué usted? -preguntó.

– Les iba al dedillo. Yo estaba allí y era negro y tenía un coche verde. Y mi grupo sanguíneo era el mismo… aunque eso lo descubrieron más tarde. El caso es que yo estaba allí y la comunidad estaba a punto de enloquecer; quiero decir, la comunidad blanca. Buscaban a alguien y me tenían a mano. ¿Quién mejor?

– Parece un razonamiento convincente.

Los ojos de Ferguson relampaguearon y Cowart vio que apretaba el puño. Observó cómo el preso luchaba por recuperar el control.

– Aquí siempre me han odiado porque no soy uno de esos pobres palurdos negros de pueblo con los que están acostumbrados a tratar. No soportaban que fuera a la universidad, les molestaba que conociera la vida de la gran ciudad. Me conocían y me odiaban. Por lo que era y por lo que iba a ser.

Cowart iba a formular una pregunta, pero Ferguson se aferró al borde de la mesa para serenarse. Apenas podía contener la voz y Cowart se vio invadido por su rabia. Los tendones se marcaban en el cuello del preso, su rostro enrojecía, la voz había perdido firmeza y temblaba de emoción. Cowart veía cómo Ferguson se debatía consigo mismo, como si estuviera a punto de estallar bajo la tensión del recuerdo. En aquel momento, Cowart se preguntó cómo sería ponerse en el camino de toda aquella furia.

– Vaya allí. Eche un vistazo a Pachoula, condado de Escambia. Está al sur de Alabama, a unos cuarenta o cincuenta kilómetros. Hace medio siglo, cuando llevaban trajes blancos con pequeños capirotes y cruces en llamas, se habrían limitado a colgarme del árbol más cercano. Pero los tiempos han cambiado -dijo con amargura-, aunque no mucho. Ahora cuelgan a las personas con todas las ventajas y la parafernalia de la civilización. Tuve un juicio, sí señor. Tuve un abogado, sí señor. Fui juzgado por mis iguales, sí señor. Gocé de todos mis derechos constitucionales, sí señor. ¡Joder! Un puto linchamiento justo y legal. -La voz le temblaba-. Vaya allí, señor periodista blanco, empiece a hacer preguntas, y verá. ¿Acaso cree que estamos en los noventa? Va a descubrir que las cosas no han evolucionado tan rápido. Ya lo verá.

Se reclinó en la silla, desafiando a Cowart con la mirada.

Los sonidos de la prisión parecían lejanos, como si vinieran de paredes, pasillos y celdas a kilómetros de distancia. De pronto, Cowart se percató de lo pequeña que era aquella sala. «Una historia sobre espacios reducidos», pensó. Sintió cómo el preso irradiaba oleadas de odio; una incesante corriente de frustración y desesperación por la que él mismo se vio arrastrado.

Ferguson siguió mirando a Cowart.

– Vamos, Cowart. ¿Piensa que la vida es igual en Pachoula que en Miami?

– No.

– Claro que no. ¿Y sabe qué es lo más gracioso de todo esto? Si yo hubiera cometido ese crimen, cosa que no hice, ¿qué pasaría si hubiera sido en Miami? ¿Sabe qué habría ocurrido con las pruebas falsas presentadas en mi contra? Que me habrían ofrecido un trato: homicidio involuntario y sentencia de cinco años; tal vez cuatro. Y eso sólo en caso de que mi abogado de oficio no lo negara todo, que lo habría hecho. No tengo antecedentes. ¿Qué le parece que habría ocurrido en Miami, señor Cowart?

– Tal vez esté en lo cierto. En Miami se le ofrecería un trato. Sin duda.

– Pero en Pachoula la pena de muerte. Sin duda.

– Es el sistema.

– A la mierda el sistema. Al infierno. Y una cosa más: yo no lo hice. Yo no cometí ese crimen. Vale, no soy perfecto, en Newark me metí en líos de adolescente, igual que en Pachoula, puede comprobarlo. Pero, ¡coño!, yo no maté a esa niña. -Hizo una pausa-. Aunque sé quién lo hizo.

Ambos guardaron silencio por un instante.

– ¿Quién y cómo? -preguntó Cowart.

Ferguson se meció en la silla. Cowart vio una sonrisa; no una mueca, ni el presagio de una carcajada, sino una especie de amarga cicatriz. Algo había desaparecido, parte de la intensidad de su ira, porque Ferguson cambió en segundos con la misma facilidad con que antes había cambiado de acento.

– Todavía no se lo puedo decir -respondió.

– Venga ya -replicó Cowart-. No me venga con evasivas.

Ferguson negó con la cabeza.

– Se lo diré, pero sólo cuando me crea.

– ¿A qué está jugando?

Ferguson se inclinó, reduciendo el espacio entre ambos, y fijó en Cowart una mirada aterradora.

– Esto no es un puto juego -susurró-. Es mi puta vida; quieren quitármela, ¿sabe?, y ésta es mi mejor carta. No me pida que la enseñe antes de tiempo.

Cowart no contestó.

– Vaya a comprobar lo que le he contado. Y entonces, cuando se convenza de que soy inocente, cuando vea que esos cabrones me han condenado injustamente, entonces se lo diré.

Cuando un hombre desesperado te pide que juegues, como Hawkins le había dicho una vez, es mejor que lo hagas siguiendo sus reglas.

Cowart asintió con la cabeza.

Se hizo el silencio. Ferguson clavó sus ojos en los de Cowart, esperando una respuesta. Ninguno de los dos se movió, como si estuvieran ligados el uno al otro. Cowart cayó en la cuenta de que no le quedaba otra alternativa, de que ése era el dilema del periodista: había escuchado una historia sobre la injusticia y el mal. Y ahora se veía obligado a descubrir la verdad; no podía marcharse tan tranquilo.

– Así pues, señor Cowart -concluyó Ferguson-, ésa es la historia. ¿Va a ayudarme?

Cowart pensó en los miles de palabras que había escrito sobre muerte y agonía, sobre todas las historias de tormento y dolor que habían pasado por sus manos para dejarle una minúscula cicatriz, el germen de sus terribles pesadillas. En ninguno de sus artículos había escatimado nunca un ápice de desesperación. Y tampoco había salvado nunca ninguna vida.

– Haré lo que pueda -respondió.