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– ¿A qué se refiere?

– Para cuando llegaba a mi destino, habían pasado casi treinta interminables y extenuantes horas. Aquello no me gustaba nada, por eso me compré el coche; un Ford Granada verde oscuro de segunda mano. Se lo compré a otro estudiante por mil doscientos pavos. Sólo tenía unos cien mil kilómetros de rodaje. Joder, me encantaba conducir aquel coche, pero… -La voz de Ferguson sonaba suave y ausente.

– Pero…

– De no haber sido por aquel coche, jamás me habrían detenido por ese crimen.

– Hábleme de eso.

– Tampoco hay mucho que contar. La tarde del asesinato yo estaba en casa con mi abuela. Ella lo habría confirmado si alguien hubiera tenido el detalle de preguntárselo…

– ¿Alguien más le vio? ¿Alguien que no fuera de la familia?

– No recuerdo a nadie. Sólo estábamos ella y yo. Si va usted a verla, sabrá por qué. Vive en una vieja barraca a casi un kilómetro del resto de las casuchas; en una calle humilde y polvorienta.

– Continúe.

– Bueno, al poco rato de hallar el cuerpo de la niña, aparecieron dos detectives. Yo estaba en la entrada, lavando el coche. ¡Me encantaba ver relucir aquella máquina! Allí estaba yo, a mediodía, hasta que llegaron ellos y me preguntaron qué había hecho un par de días antes. Empezaron a mirarnos al coche y a mí, sin escuchar realmente mis palabras.

– ¿Qué detectives?

– Brown y Wilcox. Conocía a esos hijos de perra y sabía que me odiaban. Debería haber imaginado que no eran de fiar.

– ¿Por qué le odiaban?

– Pachoula es un lugar pequeño. A algunos les gusta que todo siga igual, como suelen decir. Me refiero a que sabían que yo tenía un futuro; sabían que iba a ser alguien, y eso no les gustaba. Supongo que no les gustaba mi actitud.

– Continúe.

– Me dijeron que necesitaban tomarme declaración en comisaría; así que fui con ellos sin rechistar. ¡Joder! Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora… Pero ya ve, señor Cowart, no creía que tuviera nada que temer. Me dijeron que era por el caso de una persona desaparecida. No por asesinato.

– ¿Y?

– Como le expliqué en mi carta, aquélla fue la última vez que vi la luz del día en treinta y seis horas. Me metieron en un cuartucho como éste y me preguntaron si quería un abogado. Todavía no sabía lo que estaba ocurriendo, así que contesté que no. Me entregaron un impreso con mis derechos constitucionales y me dijeron que lo firmara. ¡Joder, qué tonto fui! Debería haber sabido que, cuando sientan a un negro en una de esas salas de interrogatorio, la única manera que tendrá de volver a salir es diciéndoles lo que quieren oír, lo haya hecho o no.

La voz de Ferguson había perdido toda jocosidad, reemplazada por un tono de ira debido a la tensión contenida. Cowart se sintió arrastrado por la historia que estaba escuchando, como atrapado en una marejada de palabras.

– Brown era el poli bueno; Wilcox, el malo. La rutina más vieja del mundo. -Torció el gesto.

– ¿Y?

– Entonces empiezan a preguntarme esto, a preguntarme lo otro, a preguntarme sobre la niña desaparecida. Les repito que no sé nada, pero ellos insisten. Así todo el día, hasta entrada la noche. Las mismas preguntas una y otra vez, e igual que cuando les dije «No», mis contestaciones no valen una mierda. No puedo ir al lavabo. No me dan de comer ni de beber. Sólo me hacen preguntas sin parar. Por fin, después de muchas horas, pierden la paciencia. Empiezan a gritarme con rabia y Wilcox me da una bofetada en la cara. ¡Zas! Luego, con su cara a unos centímetros de la mía, me dice: «¿Me prestarás atención ahora, chaval?»

Ferguson miró a Cowart como para valorar la impresión que estaban causando sus palabras, y prosiguió con voz pausada y llena de amargura.

– Sí, en efecto, no dejaba de gritarme. Recuerdo haber pensado que le iba a dar un infarto o un derrame cerebral o algo así, tan colorada tenía la cara. Parecía un poseso. Entonces va y me grita: «¡Quiero saber qué hiciste con esa niña! ¡Dime lo que le hiciste!» No deja de vociferar y Brown abandona la sala, así que me quedo a solas con ese energúmeno. Insistió durante horas: «Dime, ¿te la follaste primero y luego la mataste, o fue al revés?» Yo negaba y volvía a negar, decía cosas como ¿a qué se refiere?, ¿de qué me habla? Él me mostraba las fotos de la niña y me preguntaba una y otra vez: «¿Estuvo bien? ¿Te gustaba que se resistiera? ¿Te excitaban sus gritos? ¿Sentiste placer la primera vez que la rajaste? Y cuando la rajaste por enésima vez, ¿también te gustó?» Así una y otra vez, y otra más, hora tras hora. -Respiró hondo-. Cuando necesitaba un descanso, me dejaba en aquel cuartucho, esposado a la silla. Quizá salía a respirar el aire fresco, echaba una cabezadita o iba a comer algo. A veces pasaba cinco minutos fuera y otras media hora o más. En una ocasión me dejó allí sentado un par de horas; y yo permanecí allí sentado, ¿sabe?, demasiado atontado y asustado para reaccionar.

«Supongo que al final se sintió frustrado por mis negativas, porque empezó a usar la fuerza. Al principio me pegaba bofetones en la cara y los hombros con más frecuencia de lo habitual, hasta que me puso en pie para darme un puñetazo en el estómago. Yo estaba temblando. Ni siquiera me habían metido en el trullo y ya me había orinado en los pantalones. Cuando cogió la guía de teléfonos y la enrolló no entendí qué pretendía. Tío, era como si me aporrearan con un bate de béisbol; caí redondo.

Cowart asintió con la cabeza; había oído hablar de aquella técnica.

Hawkins se lo había explicado una noche. Una guía de teléfonos tiene la potencia de una correa de cuero, sólo que el papel no rasga la piel ni deja hematomas.

– Como yo no abandono mi negativa, acaba desistiendo. Brown entra, tras horas de ausencia. Yo tiemblo, doy gemidos, y pienso que voy a morir allí mismo. Brown me levanta del suelo. Como la noche y el día. Tío, me pide disculpas por lo que ha hecho Wilcox. Que sabe cómo duele. Me ayuda, me trae algo de comer y una Coca-Cola, me consigue ropa limpia y me deja ir al lavabo. Todo lo que tengo que hacer es confiar en él, confiar en él y confesar lo que le hice a aquella niña. Yo no le digo nada, pero él insiste. Me dice: «Bobby Earl, creo que estás malherido; vas a mear sangre. Me parece que necesitas un médico urgentemente, así que dime qué le hiciste y te llevaremos inmediatamente a enfermería.» Yo le digo que no hice nada, y él pierde la paciencia. Me grita: «Sabemos que lo hiciste tú, ¡sólo tienes que decírnoslo!» Entonces saca el arma, no la de reglamento sino una del calibre 38 que lleva en una pistolera de tobillo. En ese momento entra Wilcox y me esposa las manos a la espalda, luego me empuja la cabeza justo delante del cañón del arma. Brown dice: «¡Confiesa ahora!» Yo repito que no he hecho nada, y entonces aprieta el gatillo. ¡La hostia! Todavía veo ese dedo jalando el gatillo muy despacio. Pensé que se me paraba el corazón. Un ruido seco suena en la cámara vacía. Me pongo a lloriquear como un niño. Luego él me dice: «Bobby Earl, has tenido mucha suerte esta vez. ¿Crees que hoy es tu día de suerte? ¿Cuántas cámaras vacías me quedan?» Vuelve a apretar el gatillo y vuelvo a oír un chasquido. Él exclama: «¡Joder! Me parece que ha fallado.» Luego abre aquella pistolita, saca el tambor y extrae una bala. La mira detenidamente y dice: «¡Eh!, ¿qué te parece esto? Vaya birria. Tal vez funcione esta vez.» Veo cómo vuelve a Cargarla. Me apunta y añade: «Es tu última oportunidad, negro.» Le creo y confieso: «Fui yo, fui yo; lo que queráis, lo hice yo.» Y ésa fue mi confesión.

Cowart respiró hondo y trató de asimilar aquello. De repente sintió que le faltaba aire, como si las paredes se hubieran caldeado, como si él se estuviera asando en el repentino bochorno.

– ¿Y después? -preguntó.

– Ya lo ve, estoy aquí -contestó Ferguson.

– ¿Le ha contado esto a su abogado?

– Por supuesto. Él señaló lo obvio: era la palabra de dos agentes de policía contra la mía. Y en medio había una preciosa niña blanca asesinada. ¿A quién le parece que iban a creer?