– ¿Es éste su deporte, señor Winter?
Simon se giró en el asiento al oír la voz.
– Lo fue, inspector.
– A mí no me va -dijo Robinson tras sentarse a su lado en el banco-. No quise jugarlo nunca. Era lo que todo el mundo esperaba: eres negro y atlético, seguro que juegas al baloncesto. Pero yo jugaba al fútbol americano en la secundaria, de ala en un equipo muy bueno. Ganamos el campeonato de la ciudad.
– Debió de ser estimulante.
– Es probable que fuera el mejor día que pueda tener alguien. Diecisiete años, a punto de cumplir dieciocho. Dejamos el campo ensangrentados, aturdidos y agotados, pero vencedores. Nunca más he vivido nada parecido. Tiene una especie de pureza.
– ¿Era buen jugador, inspector?
– No lo hacía mal, nada mal. Pero no era lo bastante corpulento para jugar en esa posición en la universidad. Ser ala es difícil, señor Winter. La mayoría de las veces luchas en la línea enfrentándote con apoyadores y defensas exteriores; otro currante que defiende a los chicos que hacen de corredor y de headquarter y que se llevan la gloria. Pero a menudo, como una especie de recompensa a todo este trabajo duro, te zafas y te plantas en la línea media, por fin solo, y el balón vuela a ti. Siempre hay este momento fantástico en que estás rodeado de defensas mientras el balón se dirige hacia tus manos y te das cuenta de que todo depende de ti. Si se te cae, vuelta al tajo, vuelta a ser la abeja obrera. Pero si lo atrapas, eres libre de hacer lo que quieras, de sacarle todo el provecho que puedas. Ésos eran los momentos que me gustaban.
– El deporte contiene poesía -comentó Winter con una sonrisa.
– Y también metáfora -añadió Robinson.
– ¿Cómo supo que estaba aquí?
– Por los Kadosh. Me dijeron que le gustaba venir aquí, al parque, después del anochecer para ver los partidos de baloncesto.
– No me imaginaba que fueran tan observadores.
Robinson sonrió de oreja a oreja y Winter se encogió de hombros.
– Por supuesto -añadió-. Tiene razón. Primera lección: los vecinos siempre saben más de lo que parece. Es verdad. Bueno, eso explica cómo supo que estaba aquí. Ahora cabe preguntar por qué me buscaba.
– Porque Leroy Jefferson comparecerá ante el juez mañana por la mañana, y al mediodía estará sentado junto a un dibujante de la policía para darnos una descripción y una declaración, y cuando las tengamos, debemos dar el siguiente paso.
– Poner la carnaza en el anzuelo.
– Exacto.
– Creo que tenemos que ir con cuidado -advirtió Simon.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque estamos en una posición muy vulnerable.
– Adelante -pidió Robinson tras asentir con la cabeza.
– Esta vez tenemos que encontrar a ese hombre. Ahora disponemos de una oportunidad única y no podemos desaprovecharla.
– Continúe -pidió el inspector.
Simon hizo una pausa mientras observaba cómo los jugadores serpenteaban por la cancha. Las farolas imprimían un tono amarillento a su piel, casi como si su sudor y sus músculos fueran enfermizos, y libraran la lucha por hacerse con la pelota contra alguna dolencia extraña.
– Si no identificamos y detenemos a la Sombra, si sólo lo asustamos, desaparecerá. Puede irse a cualquier parte y adoptar otra identidad. Si se nos escapa, es imposible saber adónde irá. No sabemos nada sobre sus orígenes ni sobre su historia desde el final de la guerra. De modo que no sabemos nada sobre sus recursos. ¿Cómo se sigue a alguien sin sustancia? ¿Cree que dejaría un rastro que pudiéramos seguir? Lo dudo, más si ha llegado hasta este punto después de tantos años. Así que deberíamos suponer que este tal Leroy Jefferson nos va a proporcionar nuestra única y mejor esperanza. Tenemos que atraparlo esta vez.
– Ha estado pensando en ello, ¿eh?
Winter asintió y miró a Robinson.
– Como usted. De hecho, apuesto a que por eso ha venido a verme esta tarde.
Robinson extendió los pies y se estiró hacia atrás para relajarse.
– Usted tenía muy buena reputación en la policía de Miami City.
– ¿Ha echado un vistazo a mi hoja de servicios?
– Por supuesto. Quería saber con quién estoy tratando.
– Todo eso son tonterías, ¿sabe? Resolvió tal caso, hizo tal detención, recibió tal distinción… Eso no explica quién soy.
– Tiene razón. Dígame pues, ¿quién es usted, señor Winter?
Simon esperó un instante antes de contestar.
– ¿Ve al chico que tiene la pelota? -preguntó a la vez que señalaba la cancha.
– ¿El que no para de hacer lanzamientos de media distancia?
– Sí, ése.
– ¿Qué pasa con él?
– No podría jugar así contra mí.
Robinson rio, pero observó cómo jugaba el adolescente. Vio la rapidez de su primer paso, observó su punta de velocidad al hacer una finta.
– ¿Le ganaría en fortaleza? -preguntó.
– No. Empezaría a quitarle cosas, una a una. Y entonces, cuando no se lo esperara, lo sometería a un mareaje a presión. Lo pillaría por sorpresa y tendría que hacer un pase.
– Lo veo difícil -comentó Robinson.
– Pero es la única forma.
– Tiene razón. ¿Es así como cree que deberíamos hacerlo?
– Sí. La trampa debe ser sutil, tener una defensa invisible. La Sombra debe creer que puede lograr algo, salirse con la suya, pero en realidad estará haciendo lo que queremos. Así es como debemos hacerlo.
Los dos hombres permanecieron en silencio.
– El rabino Rubinstein y Frieda Kroner…
– No se preocupe por ellos. Cuando llegue el momento, harán lo que tengan que hacer.
– He situado un coche patrulla delante de las dos casas las veinticuatro horas del día.
– Retírelos. No podemos volverlo más cauteloso de lo que ya es.
– Pero ¿y si…?
– Ellos conocen el riesgo. Son el anzuelo, y lo entienden.
– No me gusta.
– ¿Cómo va a hacerlo, sino?
Robinson no respondió de inmediato.
– Sigue sin gustarme demasiado -dijo por fin.
– Verá, ésta es la ventaja que yo tengo sobre usted, inspector -sonrió Winter-. No trabajo para nadie ni cobro ningún sueldo de la ciudad de Miami. No tengo que preocuparme por nada salvo conseguirlo. No tengo que preocuparme por cómo quedaré en los periódicos o ante mis superiores ni nada. Cuando dije que podíamos tenderle una trampa, hablaba en serio. Y una trampa necesita un anzuelo fresco y apetecible, y siempre corre el riesgo de acabar devorado, de que los resortes de la trampa no la cierren en el momento preciso y la presa logre huir después de haber robado el anzuelo. Así que lo que sugiero, inspector, es que planee esto muy en secreto. Que su amiga, la señorita Martínez, y usted no se lo cuenten a nadie. Así, si algo sale mal, podrán culparme a mí.
– Yo no haría eso.
– Claro que sí. Y estaría bien. Yo sólo soy un viejo ex policía chiflado, y no me molestaría lo más mínimo. Incluso es probable que volviera mi vida más interesante.
– Aun así, no lo haría.
– ¿Por qué no? Soy viejo, inspector Robinson. Y ¿sabe qué?, ya nada me asusta. ¿Comprende? Nada, excepto no atrapar a este hijo de puta. -Simon sonrió y aplaudió un buen lanzamiento-. No quiero que este hombre me sobreviva -sentenció.
– Aún le quedan sus buenos años por vivir.
– Bueno, por lo menos son años -bromeó el ex policía y soltó una carcajada-, aunque yo no me apresuraría a catalogarlos de «buenos».
– Muy bien. Retiraré los coches patrulla. Y luego qué.
– Luego le obligaremos a actuar. -La voz de Winter había adquirido cierta frialdad.
– ¿Y cómo lo conseguiremos?
– Bueno, generalmente, cuando se tiene el retrato de un sospechoso, lo más probable es que inundes la ciudad con él. Que lo saques en los noticiarios de televisión y que hagas que el Herald lo incluya en portada. Vamos, que cuelgues el retrato en todas partes, ¿no?, con la esperanza de que alguien llame.
– Es el procedimiento habitual.
– Pero no funcionará con este hombre, ¿verdad?