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Los demás permanecieron en silencio, incapaces de responder con palabras.

Simon se volvió hacia Robinson.

– ¿He resumido más o menos lo que pensó? -quiso saber.

– Más o menos, sí. Sólo que podría ser peor.

– ¿Peor? -exclamó Espy Martínez-. ¿Cómo?

– Aceptemos por un momento que este hombre, la Sombra existe y que ha matado puede que tres veces con éxito. ¿Cuántas más? ¿Durante cuántos años? ¿En cuántos sitios? ¿Llegó a Miami Beach el año pasado? ¿O hace veinticinco? ¿Dónde ha estado y cuánta gente ha perdido la vida? No sabemos nada, salvo quién era antes, hace cincuenta años, en Berlín, en medio de una guerra, y aun así no tenemos ningún nombre, ninguna identificación, ninguna huella dactilar ni marca identificativa. Sólo tenemos los recuerdos de esta gente. Recuerdos basados en el terror y en la imagen de alguien que vieron un segundo cuando apenas eran unos niños. ¿Cómo se puede relacionar el presente con el pasado?

Espy Martínez inspiró hondo.

– Yo sé cómo -aseguró en voz baja.

Los demás la miraron.

– A través del maldito Leroy Jefferson -añadió.

Frieda Kroner tardó unos instantes en reaccionar:

– Qué nombre tan raro para ponérselo a una persona…

Y Espy se percató de que había bautizado automáticamente al sospechoso sin tener en cuenta los oídos más delicados de gente mayor que no utilizaba calificativos malsonantes con la misma frecuencia que todos los relacionados con el sistema penal.

– Perdone, señora Kroner -se disculpó-. Leroy Jefferson es el hombre al que el inspector Robinson acusó inicialmente del asesinato de Sophie Millstein. Al parecer, estaba en su piso, o justo fuera de él, y presenció cómo este hombre, la Sombra, entraba y cometía el crimen.

– De modo que puede decirnos el aspecto que tiene la Sombra en la actualidad -dijo el rabino despacio-. ¿Puede describirlo?

– Sí. Creo que sí.

– Un retrato robot -concluyó Winter-. Un dibujante de la policía podría trabajar con él y obtener una imagen actual. Sería un buen principio. ¿Jefferson puede aportar más información? ¿Una matrícula, quizá?

– No lo sé -contestó la joven-. Aún no. El precio de la cooperación del señor Jefferson es alto.

– ¿Cómo de alto? -repuso Robinson.

– Quiere irse de rositas.

– ¡Mierda! -masculló el inspector.

– ¿De rositas? -preguntó Frieda Kroner-. ¿Le gustan las flores?

– Lo que quiere es que se retiren todos los cargos en su contra. Quedar libre.

– Ah, comprendo. ¿Y esto es un problema?

– Disparó e hirió a un policía -explicó Espy Martínez.

– Tiene que ser un mal hombre para hacer algo así -comentó la mujer.

– Ya.

– Si tuviéramos un buen retrato -intervino Winter, que pensaba con rapidez-, algo que se le pareciera razonablemente…

– ¿Sí? -Espy se volvió hacia él-. ¿Qué está pensando?

– Bueno, en primer lugar, facilitaría mucho las cosas al rabino y a la señora Kroner. Les permitiría estar preparados. No estarían de brazos cruzados esperando a reconocer a alguien que sólo vieron unos segundos hace cincuenta años. Sabrían cómo es el hombre que los está acechando. Supondría una ventaja enorme y permitiría nivelar la balanza.

– Es verdad -corroboró la señora Kroner-. No seríamos tan vulnerables.

– Pero, además, me da una o dos ideas.

– Me parece que sé lo que está pensando -dijo Robinson despacio-. Que hay una cosa en este mundo a la que ese hombre teme, y que le hace actuar deprisa. Una sola cosa: perder el anonimato. ¿Es así?

Winter asintió y sonrió.

– Parece que pensamos igual.

– Y si podemos poner en peligro su anonimato, quizá podamos hacer algo más -añadió Robinson.

– ¿Qué? -preguntó Rubinstein.

– Tenderle una trampa -respondió Winter por los dos.

18 Las cartas que te han tocado

El Leñador vivía en una casa modesta de tres dormitorios y dos baños en una tranquila calle sin salida de North Miami, un barrio de las afueras donde una de cada dos casas tenía un remolque con una lancha motora estacionado al lado, y donde los residentes vivían de barbacoa en barbacoa, de fin de semana en fin de semana. Era un lugar limpio y bien cuidado donde policías, bomberos y empleados municipales, en su tenaz intento de ascender socialmente, se gastaban el dinero en bungalós con una piscina pequeña en la parte trasera. Los tejados planos eran blancos o de tejas rojas. El césped de las entradas estaba bien segado y los setos, recortados. Los todoterrenos que arrastraban las lanchas motoras hasta el mar, a unos cinco o seis kilómetros, relucían al sol del mediodía.

Mientras recorría despacio la calle buscando la casa del Leñador, Walter Robinson oyó ladridos de perro. Supuso que ladrarían por el color de su piel: no había negros en ese barrio; sólo la mezcla de blancos y de hispanos bastante inevitable en el condado de Dade. Los negros de clase media como el Leñador solían agruparse en sus propios barrios, donde no había tantos árboles frondosos, ni libros para la biblioteca de la escuela primaria, pero sí había más manchas peladas en el césped de las entradas y era más difícil conseguir créditos bancarios. Esos barrios estaban más cerca de Liberty City u Overtown, más cerca de los límites de la pobreza. Cuando paró el coche delante de la casa del Leñador, tuvo un pensamiento extraño. Recordó cómo los primeros exploradores que zarparon hacia el Nuevo Mundo superaron su temor de que la Tierra fuera plana y navegaron más allá del abismo hacia el olvido. Ésta era la clase de conocimientos históricos que su madre, la maestra diligente, impartía a la hora de la cena, cuando no estaba corrigiéndole sus modales en la mesa. Pensó que estaban equivocados. La Tierra es redonda, pero es la gente que vive en ella la que crea los límites y hace que sea terriblemente fácil caer al abismo, donde todavía hay monstruos que esperan ansiosos para tragarte.

El calor lo recibió como una queja airada al salir del coche. El camino hasta la casa del Leñador relucía con una capa de aire vaporoso suspendida sobre el cemento. Vio un columpio de madera situado a un lado de la casa, y unas cuantas bicicletas y triciclos abandonados junto a la puerta del garaje. Al otro lado de la calle, una mujer de mediana edad, vestida con unos vaqueros recortados y una camiseta, estaba cortando el césped. Cuando lo vio, se detuvo y apagó el cortacésped. Robinson notó que lo seguía con la mirada mientras se acercaba a la casa.

Llamó al timbre y, al cabo de un momento, oyó unos pasos agobiados. Una mujer joven abrió la puerta. Llevaba unos pantalones cortos abombachados sobre un traje de baño y el pelo castaño recogido hacia atrás. En la cadera cargaba a un niño pequeño, aferrado a un biberón.

– ¿Sí?

– Soy el inspector Robinson. ¿Puedo ver a su marido?

– Todavía sufre dolores -respondió tras vacilar un instante.

– Necesito verlo -insistió Robinson.

– Tiene que descansar -susurró la mujer.

Antes de que pudiera contestar, una voz gritó desde el interior de la casa:

– ¿Quién es, cariño?

La mujer parecía querer cerrar la puerta, pero terminó de abrirla a la vez que contestaba:

– Es el inspector Robinson.

Señaló con la cabeza la parte trasera de la casa y Robinson entró. Enseguida observó que, para ser una casa con niños pequeños, estaba muy ordenada. Había plantas muy bien cuidadas en una estantería abierta, y no vio juguetes esparcidos por el suelo. En la entrada había un gran crucifijo colgado sobre una bendición. Vio los esperados adornos en la pared: fotografías enmarcadas de niños y padres, y una selección de pósteres que anunciaban exposiciones de arte poco memorables.

Al entrar en el salón, hubo algo que lo sorprendió. En la pared, justo sobre el sofá, había un cuadro grande, de colores alegres, exponente del realismo de la escuela primitiva haitiana, pintado por alguien con poca formación y un talento enorme. Mostraba un mercado con unas espléndidas manchas de color vivo interrumpidas por el negro impactante de las caras de los campesinos que transitaban por él. En cierto sentido, era impresionante, fascinante, porque lo transportó un momento a ese pequeño mundo, como si le permitiera captar una pequeña parte de la historia de cada persona del lienzo. Lo contempló, asombrado de verlo en casa del Leñador. Había visto muchos de estos cuadros, por lo general en las galerías de arte de las zonas ricas de South Miami y Coral Gables. Poseían un atractivo extraño para la gente adinerada: una combinación de algo indígena y algo articulado; las mejores muestras de arte de los países pobres del Caribe estaban destinadas a decorar las paredes de las casas millonarias que daban a la bahía de Vizcaíno.