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Lucy esbozó una sonrisa que curvó la cicatriz de su rostro y Francis pensó que lo más curioso sobre una imperfección tan marcada era que resaltaba el resto de su belleza.

– ¿Soy demasiado protestón? -preguntó Peter, aún sonriente.

– ¿Cómo era aquello que se dice de los irlandeses?

– Dicen muchas cosas. En particular, que nos gusta mucho oírnos hablar a nosotros mismos. Es un tópico de lo más trillado. Pero, por desgracia, basado en siglos de evidencia.

– Muy bien -repuso Lucy-. Francis, ¿por qué no vas a ver a la señorita Cleo mientras Peter me acompaña a mi despacho?

Francis dudó.

– Si te parece bien -insistió Lucy.

Asintió con la cabeza. Y notó una sensación extraña: quería ayudarla porque cada vez que la miraba la encontraba más bonita que antes. Pero se sintió un poco celoso de que Peter la acompañara mientras él tenía que ir en busca de Cleo. Sus voces interiores sonaban en su cabeza, pero las ignoró y, tras una leve vacilación, se marchó por el pasillo hacia la sala de estar, donde Cleo estaría en la mesa de ping-pong, en su sitio acostumbrado, tratando de conseguir una víctima para una partida.

Francis tenía razón. Cleo estaba al fondo de la sala de estar, tras la mesa de ping-pong. Había dispuesto a tres pacientes al otro lado, los había provisto de sendas palas y a cada uno le había designado una zona para devolver sus golpes. Estaba enseñándoles cómo tenían que agacharse, sujetar la pala y cambiar el peso de un pie a otro para anticiparse a la acción. Se trataba de una clase práctica, Francis supuso que estaba destinada al fracaso. Todos eran hombres mayores, de pelo canoso y greñudo y piel flácida salpicada de manchas de la edad. Observó cómo intentaban con aire bobalicón concentrarse en lo que Cleo les decía y esforzarse en hacerlo bien.

– ¿Preparados? -preguntó Cleo tres veces, mirando a cada uno a los ojos, dispuesta a sacar.

Los tres asintieron a su pesar.

Con un hábil giro de muñeca, Cleo sacó con un sonoro clic y la pelota botó en el otro lado de la mesa pasando directamente entre dos de sus adversarios, sin que ninguno de los dos se moviera lo más mínimo.

Cleo se enfureció y esbozó una fiera mueca. Pero entonces, con la misma rapidez, el torbellino de furia se desvaneció. Uno de los contrincantes recogió la pelota blanca y la lanzó por encima de la red hacia ella. Cleo la retuvo sobre la superficie verde en su pala.

– Gracias por la partida -suspiró con una resignación que sustituía la rabia anterior-. Después practicaremos un poco más el movimiento de pies.

Los tres contrincantes parecieron aliviados y se marcharon arrastrando los pies.

La sala estaba tan llena como de costumbre, con una extraña mezcla de actividades. Era una pieza bien iluminada, con una hilera de ventanas con barrotes en una pared que dejaban entrar el sol y alguna que otra brisa suave. Las paredes blancas parecían reflejar la luz y la energía contenida. Los pacientes exhibían diversos atuendos, desde las omnipresentes batas holgadas y zapatillas hasta vaqueros y gruesos abrigos. Diseminados por la habitación había sofás baratos de piel roja y verde y sillones raídos, ocupados por hombres o mujeres que leían o pensaban tranquilamente a pesar del murmullo circundante. Los que leían al menos lo aparentaban, pero rara vez pasaban las páginas. En unas mesitas de centro de madera había revistas viejas y sobadas novelas en rústica. En dos rincones había televisores, cada uno de ellos con un grupo de habituales a su alrededor absortos en las telenovelas. Los dos televisores mantenían un diálogo conflictivo, sintonizados en canales distintos, como si los personajes de cada serie estuvieran ajustando las cuentas a los de la otra. Se trataba de una concesión a las peleas casi diarias que habían estallado entre los partidarios de un programa y los que preferían otro.

Francis siguió mirando y vio algunos pacientes enfrascados en juegos de mesa, como el Monopoly o el Risk, y en partidas de ajedrez, de damas y de cartas. Corazones era el favorito de la sala. Tomapastillas había prohibido el póquer cuando se usaban cigarrillos a modo de fichas y algunos pacientes empezaron a acapararlos. Eran los menos locos o, en opinión de Francis, los que no habían roto todos los vínculos con el mundo exterior. Él se habría incluido en esa misma categoría, distinción con la que estaban de acuerdo todas sus voces interiores. Y después, claro, estaban los catos, que se limitaban a deambular por la sala, hablando con nadie y con todo el mundo a la vez. Algunos bailaban. Otros arrastraban los pies. Otros caminaban con nervio de un lado a otro. Pero todos seguían su propio ritmo, impulsados por visiones tan remotas que Francis no podía imaginarlas. Lo entristecían y lo asustaban un poco porque temía volverse como ellos. A veces creía que, en la barra de equilibrios que era su vida, estaba más cerca de ellos que de la normalidad. Los consideraba condenados.

El humo de cigarrillo envolvía a los presentes. Francis detestaba la sala y procuraba evitarla todo lo que podía. Era un sitio donde se daba rienda suelta a los pensamientos descontrolados de todo el mundo.

Cleo, por supuesto, dominaba la mesa de ping-pong y sus alrededores.

Sus modales bruscos y su aspecto intimidador acobardaban a la mayoría de los pacientes, incluso a Francis, pero éste creía que Cleo poseía una vivacidad de la que los demás carecían, y eso le gustaba. Sabía que podía ser divertida y que, con frecuencia, lograba hacer reír a los demás, una cualidad valiosa y escasa en el hospital. Cleo lo vio de pie, al borde de su zona y le sonrió de oreja a oreja.

– ¡Pajarillo! ¿Quieres jugar un poco?

– Sólo si me obligas.

– Pues insisto. Te obligo. Por favor…

Francis se acercó y cogió una pala.

– Tengo que hablar contigo sobre lo que viste la otra noche.

– ¿La noche del asesinato? ¿Te envió esa fiscal a hablar conmigo?

Francis asintió.

– ¿Tiene algo que ver con el asesino que está buscando?

– Exacto.

Cleo pareció reflexionar un momento. Luego levantó la pelota de ping-pong y la observó.

– ¿Sabes qué? -soltó-. Puedes hacerme preguntas mientras jugamos. Mientras me devuelvas la pelota, seguiré contestándote. Será un juego dentro de otro.

– No sé… -empezó Francis, pero ella desechó su protesta con un movimiento de la mano.

– Será un reto -aseguró, lanzó la pelota hacia arriba y sacó.

Francis se estiró y devolvió el golpe. Cleo replicó con facilidad y, de repente, un repiqueteo rítmico puntuó el ambiente mientras la pelota iba de un lado a otro.

– ¿Has pensado en lo que viste esa noche? -preguntó Francis, mientras se inclinaba para devolver un golpe.

– Por supuesto -respondió Cleo, y replicó sin problemas-. Y cuanto más lo pienso, más intrigada estoy. Se están tramando muchas cosas aquí en Egipto. Y Roma también tiene sus intereses, ¿no?

– ¿Cómo es eso? -jadeó Francis, y consiguió mantener la pelota en juego.

– Lo que vi duró sólo unos segundos, pero creo que fue muy revelador.

– Continúa.

Cleo devolvió el golpe siguiente con más brío y más ángulo, lo que exigía un golpe de revés que Francis, sorprendentemente, logró. Cleo sonreía al ver su empeño y superarlo con facilidad.

– Que entrara en la habitación y la examinara después de lo que había hecho me indica que no tiene miedo de nada, ¿no crees? -comentó.

– No te entiendo -dijo Francis.

– Ya lo creo que sí. -Esta vez le lanzó una pelota fácil hacia el centro de su lado de la mesa-. Aquí todos tenemos miedo, Pajarillo. Miedo de lo que hay en nuestro interior, miedo de lo que hay en el interior de los demás, miedo de lo que hay fuera. Nos asustan los cambios. Nos asusta quedarnos igual. Nos aterroriza cualquier cosa fuera de lo corriente, o un cambio en la rutina. Todo el mundo quiere ser distinto, pero ésa es la mayor amenaza. ¿Qué somos, pues? Vivimos en un mundo muy peligroso. ¿Me sigues?