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Notaba cómo el ángel leía todas las palabras, pero la calma se mantenía intacta. Cuando estás loco, a veces la tranquilidad es como una niebla que oscurece las cosas cotidianas y corrientes, las imágenes y los sonidos familiares, de modo que todo se ve un poco desencajado, misterioso. Como una carretera conocida que, debido a la extraña forma en que la niebla refracta los faros por la noche, de repente parece girar a la derecha cuando el cerebro le grita a uno que sigue recta. La demencia es como ese momento de duda en que no sabría si debo confiar en los ojos o en la memoria porque ambas cosas parecen capaces de cometer los mismos errores insidiosos. Me noté unas gotas de sudor en la frente y sacudí todo el cuerpo, como un perro mojado, para librarme de la sensación húmeda y desesperada que el ángel había traído a mi casa.

– Déjame en paz -pedí al ver que la fuerza o seguridad que pudiera tener me había abandonado de golpe-. ¡Déjame solo! ¡Ya te combatí una vez!-grité-. ¡No debería tener que combatirte de nuevo!

Me temblaban las manos y quería llamar a Peter el Bombero. Pero sabía que estaba demasiado lejos, y que yo estaba solo, así que apreté los puños para contener el temblor de las manos.

Mientras inspiraba hondo, llamaron de repente a la puerta. Los golpes, como balazos, irrumpieron en mi ensueño y me levanté. La cabeza me dio vueltas un instante. Crucé la habitación con pasos rápidos.

Se oyeron más golpes en la puerta.

– ¡Señor Petrel!-llamó una voz-. ¿Señor Petrel? ¿Está bien?

Apoyé la frente contra la jamba. La noté fría al tacto, como si yo tuviera fiebre y la frente fuese de hielo. Repasé despacio el catálogo de voces que conocía. Habría reconocido al instante a una de mis dos hermanas. Sabía que no eran mis padres porque nunca habían venido a visitarme.

– ¡Señor Petrel! ¡Conteste, por favor! ¿Está bien?

Reconocí un acento familiar y sonreí.

Mi vecino de enfrente se llama Ramón Santiago y trabaja para el departamento de limpieza y recogida de basuras de la ciudad. El y su mujer Rosalita tienen una niña muy bonita, Esperanza, que parece muy inteligente, porque, desde su posición en los brazos de su madre, contempla el mundo que la rodea con la mirada atenta de un profesor universitario.

– ¿Señor Petrel?

– Estoy bien, señor Santiago. Gracias.

– ¿Está seguro? -Estábamos hablando a través de la puerta cerrada, a pocos centímetros de distancia-. Abra, por favor. Sólo quiero asegurarme de que todo va bien.

Santiago llamó otra vez a la puerta, y en esta ocasión giré el pomo para abrir sólo un poco. Nuestros ojos se encontraron y él me miró atentamente.

– Oímos gritos -dijo-. Era como si alguien fuera a pelear.

– No. Estoy solo.

– Le he oído hablar. Como si discutiera con alguien. ¿Seguro que está bien?

Era un hombre menudo, pero un par de años levantando pesados contenedores de madrugada le había fortalecido los brazos y los hombros. Sería un contrincante temible para cualquiera, y yo sospechaba que pocas veces tendría que recurrir a la confrontación para que sus opiniones fueran escuchadas.

– Estoy bien, gracias -repetí.

– No tiene muy buen aspecto, señor Petrel. ¿Se encuentra mal?

– He estado sometido a mucha tensión últimamente. Me he saltado unas cuantas comidas.

– ¿ Quiere que llame a alguien? ¿A una de sus hermanas?

– Por favor, señor Santiago -pedí mientras sacudía la cabeza-, son las últimas personas que querría ver.

– Le entiendo -aseguró sonriente-. La familia a veces te vuelve loco. -En cuanto esa palabra salió de sus labios pareció arrepentirse, como si me hubiera insultado.

– Tiene razón. -Sonreí-. Puede hacerlo. Y en mi caso lo hizo sin duda. Supongo que puede volver a hacerlo algún día. Pero de momento estoy bien.

Me siguió mirando con recelo.

– Aun así, me tiene algo preocupado, hombre. ¿Se está tomando las pastillas?

– Sí-mentí, y me encogí de hombros.

No me creyó. Me siguió observando atentamente, con los ojos fijos en mi cara, como si me examinara todas las arrugas, todas las líneas, en busca de algo que pudiera detectar, como si mi enfermedad pudiera identificarse mediante una erupción o ictericia. Sin desviar la mirada, le dijo algo en español a su mujer, que estaba, con la niña, en la puerta de su piso. Rosalita, un poco asustada, levantó la mano para saludarme. La pequeña me devolvió la sonrisa. Santiago volvió a usar el inglés.

– Rosie -dijo-, prepara al señor Petrel un plato con un poco del arroz con pollo que tenemos para cenar. Creo que le iría bien comer algo consistente.

Rosalita asintió y me dirigió una sonrisa tímida antes de meterse en su casa.

– Es usted muy amable, señor Santiago, pero no es necesario.

– No es ningún problema. En mi pueblo, señor Petrel, el arroz con pollo lo soluciona casi todo. ¿Estás enfermo?, arroz con pollo. ¿Te despiden?, arroz con pollo. ¿Te han roto el corazón?…

– … arroz con pollo -terminé su frase.

– Exacto. -Ambos sonreímos.

Rosie volvió un momento después con un plato de pollo humeante y un montón de arroz. Cruzó el pasillo para traérmelo. Cuando le rocé la mano para tomarlo, pensé que hacía bastante tiempo que no sentía el contacto de otra persona.

– No es necesario -insistí, pero el matrimonio Santiago sacudió la cabeza.

– ¿Seguro que no quiere que llame a nadie? Si no quiere que sea a su familia, ¿qué le parece a los servicios sociales? O tal vez a un amigo.

– Ya no tengo demasiados amigos, señor Santiago.

– Señor Petrel, usted le importa a más personas de las que imagina -aseguró.

Volvía negar con la cabeza.

– ¿Otra persona, pues?

– No. De verdad.

– ¿Seguro que no le ha molestado nadie? Oí voces altas. Era como si fuera a empezar una pelea…

Sonreí, porque lo cierto era que sí me había molestado alguien. Pero no estaba ahí. Abrí más la puerta y le dejé echar un vistazo dentro.

– Estoy solo, se lo aseguro -dije.

Él recorrió la habitación con los ojos y se fijó en las palabras escritas en las paredes. En ese momento creí que diría algo, pero no lo hizo. Me puso una mano en el hombro.

– Si necesita ayuda, señor Petrel, llame a nuestra puerta. A cualquier hora. De día o de noche. ¿Entendido?

– Se lo agradezco, señor Santiago. -Asentí con la cabeza-. Y gracias por la cena.

Cerré la puerta e inspiré hondo. Al notar el olor de la comida, me pareció que llevaba días sin comer. Quizá fuera así, aunque recordaba haber tomado algo de queso. Pero ¿cuándo había sido? Encontré un tenedor en un cajón y lo hundí en la especialidad de Rosalita. Me pregunté si el arroz con pollo, que iba bien para tantas dolencias del espíritu, serviría para las mías. Para mi sorpresa, cada mordisco pareció vigorizarme y, mientras masticaba, vi mis progresos en la pared. Columnas de historia.

Y me di cuenta de que volvía a estar solo.

El regresaría. No me cabía la menor duda. Acechaba incorpóreo en algún sitio fuera de mi alcance, y eludía mi conciencia. Me evitaba. Evitaba a la familia Santiago. Evitaba el arroz con pollo. Se escondía de mi memoria. Pero, de momento, para mi alivio, sólo me acompañaba el arroz con pollo, y las palabras. Pensé que todo aquello que se habló en el despacho de Tomapastillas sobre que el asunto debía ser confidencial sólo habían sido palabras vacías.

No llevó demasiado tiempo a todos los pacientes y miembros del personal darse cuenta de la presencia de Lucy Jones. No era sólo cómo iba vestida, con un jersey y unos holgados pantalones negros, ni cómo llevaba la cartera de piel con una pulcritud que contrastaba con el carácter descuidado del hospital. Ni tampoco su estatura y su porte, o la cicatriz de la cara, que la distinguían nítidamente. Era más bien cómo caminaba por los pasillos, taconeando en el suelo de linóleo, con una expresión alerta que daba la impresión de inspeccionarlo todo y a todos, y que buscaba algún signo revelador que pudiera encaminarla en la dirección adecuada. Era una actitud que no estaba marcada por la paranoia, las visiones o las voces interiores. Incluso los catos, de pie en los rincones o apoyados contra la pared, los ancianos seniles confinados en sillas de ruedas, perdidos al parecer en sus propios ensueños, o los retrasados mentales, que contemplaban sin ánimo casi todo lo que pasaba a su alrededor, parecían notar de alguna forma extraña que Lucy seguía los impulsos de unas fuerzas tan potentes como las que ellos combatían, aunque, en su caso, más normales. Más vinculadas con el mundo. Así que, cuando pasaba junto a ellos, las pacientes la seguían con la mirada sin dejar de murmurar y farfullar, o sin interrumpir el temblor de las manos, pero aun así con una atención que parecía desdecir sus enfermedades. Lucy se distinguía incluso en las comidas, que tomaba en la cafetería con los pacientes y el personal, tras hacer cola como todos para recibir las bandejas de comida sosa e institucionalizada. Solía sentarse en una mesa del rincón, desde donde podía ver a los demás comensales, dando la espalda a una pared de color verde lima. A veces, alguien se sentaba a su mesa, ya fuera el señor del Mal, que parecía muy interesado en todo lo que ella hacía, o Negro Grande o Negro Chico, que enseguida dirigían la conversación hacia remas deportivos. En ocasiones se le unía alguna enfermera, con su uniforme blanco y su cofia puntiaguda. Cuando charlaba con alguno de sus acompañantes, no dejaba de pasear la mirada por el comedor, de un modo que a Francis le recordaba a un halcón sobrevolando la pradera en busca de su presa.