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– Eso está bien -dijo Francis, y miró a Lucy-. Me preocuparía que lo que tenemos que hacer fuera imposible.

– De hecho, Pajarillo -prosiguió Peter tras soltar una risita-, es simplemente cuestión de usar otros medios para averiguar quién es el ángel. Prepararemos una lista de posibles sospechosos y la iremos reduciendo hasta que estemos más o menos seguros de su identidad. O, por lo menos, algunos nombres de posibles culpables. Después aplicaremos lo que sabemos sobre cada crimen a estos sospechosos. Confío que uno se destacará. Y, cuando lo tengamos, no será difícil relacionarlo con las víctimas. Las cosas encajarán entre sí, aunque todavía no sabemos cómo o por qué. Pero habrá algo en este embrollo de papeles, informes y pruebas que permitirá atraparlo.

Francis inspiró hondo.

– ¿De qué medios estás hablando? -preguntó.

– Bueno, amigo mío -sonrió Peter-, ahí está la pega. Eso es lo que tenemos que averiguar. Aquí hay alguien que no es lo que parece ser. Tiene una clase totalmente distinta de locura, Pajarillo. Y la oculta muy bien. Sólo tenemos que averiguar quién finge.

Francis miró a Lucy, que asentía con la cabeza.

– Eso es más fácil de decir que de hacer, claro -indicó ésta.

12

A veces la demarcación entre los sueños y la realidad se vuelve borrosa. Me cuesta saber qué es qué. Supongo que por eso tengo que tomar tantos medicamentos, como si la realidad pudiera favorecerse químicamente. Ingiere los miligramos suficientes de esta o aquella pastilla y el mundo vuelve a estar enfocado. Eso es tristemente cierto y, en su mayoría, todos esos fármacos cumplen con su cometido, aparte de sus desagradables efectos secundarios. Y supongo que, en general, es positivo. Sólo depende del valor que concedas a tener las cosas enfocadas.

Actualmente, yo no le concedía demasiado.

Dormí no sé cuántas horas en el suelo del salón. Había cogido una almohada y una manta y me había acostado junto a todas mis palabras, reacio a separarme de ellas, casi como un padre, temeroso de dejar solo a un niño enfermo. El suelo era duro, y mis articulaciones protestaron al despertarme. La luz del alba se colaba en el piso, como un heraldo anunciando algo nuevo. Me levanté para seguir con mi tarea sin haberme refrescado pero, por lo menos, un poco menos grogui.

Miré un momento alrededor para convencerme de que estaba solo.

Sabía que el ángel no estaba lejos. No se había ido. No era su estilo. Tampoco se había vuelto a esconder tras mi hombro. Tenía los nervios de punta, a pesar de las horas de sueño. Él estaba cerca, observando, esperando. En algún sitio próximo. Pero la habitación estaba vacía, por lo menos de momento. Los únicos ecos eran los míos.

Tenía que ser muy cuidadoso. En el Hospital Estatal Western habíamos sido tres quienes lo habíamos enfrentado. Y, aun así, había sido una lucha igualada. Ahora, solo en mi casa, temía no ser capaz de vencerlo.

Me volví hacia la pared. Recordé una pregunta que hice a Peter y también su respuesta: «El trabajo policial consiste en un examen constante y cuidadoso de los hechos. El pensamiento creativo está bien, pero sólo ciñéndose a los detalles conocidos.»

Reí en voz alta. Esta vez la ironía pudo más que yo y solté: «Pero no fue eso lo que funcionó, ¿verdad?» Quizás en el mundo real, sobre todo hoy, con las pruebas de ADN, los microscopios electrónicos y las actuales técnicas forenses, la tecnología y las capacidades modernas, no habría sido tan difícil. Puede que en absoluto. Pon las sustancias adecuadas en un tubo de ensayo, un poco de esto y un poco de aquello, pásalo por un cronómetro de gas, aplícale algo de tecnología espacial, obtén una lectura informática y tendrás a tu hombre. Pero por aquel entonces, en el Hospital Estatal Western, no teníamos ninguna de estas cosas.

Sólo nos teníamos a nosotros mismos.

Sólo en el edificio Amherst había casi trescientos pacientes varones. Esa cifra se multiplicaba por dos en las demás unidades, y el total del hospital ascendía a unos dos mil cien. La población femenina era ligeramente menor, con ciento veinticinco pacientes en Amherst, y poco más de novecientas en todo el hospital. Las enfermeras, las enfermeras en prácticas, los auxiliares, el personal de seguridad, los psicólogos y los psiquiatras aumentaban la cifra de personas a más de tres mil. Francis pensó que el mundo era más grande, pero aun así, éste era considerable.

Los días posteriores a la llegada de Lucy Jones, Francis empezó a observar a los hombres que transitaban por los pasillos con una clase distinta de interés. La idea de que uno de ellos fuera un asesino lo inquietaba, y se daba la vuelta cada vez que alguien se le acercaba por detrás. Sabía que eso era irracional, y también que sus temores eran infundados. Pero le costaba reprimir una sensación de temor constante.

Trataba de mirar a los ojos en un lugar que disuadía de hacerlo. Estaba rodeado de toda clase de enfermedades mentales, con diversos grados de intensidad, y no tenía idea de cómo mirar ese padecimiento para detectar otro muy distinto. El clamor que sentía en su interior, procedente de todas sus voces, aumentaba su nerviosismo. Se sentía cargado de impulsos eléctricos que se disparaban al azar. Sus esfuerzos por tranquilizarse fracasaban y se sentía exhausto.

Peter el Bombero no parecía tan frustrado. De hecho, Francis observó que, cuanto peor se sentía él, mejor parecía estar Peter. Su voz reflejaba más decisión y su paso, más rapidez por los pasillos. Parte de la tristeza esquiva que mostraba cuando llegó al Hospital Estatal Western había desaparecido. Peter tenía energía, algo que Francis envidiaba, porque él sólo tenía miedo.

Pero el tiempo que pasaba con Lucy y Peter en el despacho de esta conseguía sosegarlo un poco. En ese espacio reducido, hasta sus voces interiores callaban y podía escuchar lo que ellos le decían en relativa tranquilidad.

La prioridad, como le explicó Lucy, era establecer una forma de reducir la lista de posibles sospechosos. Dijo que podía consultar las historias clínicas de cada paciente y decidir quién había estado en condiciones de matar a las demás víctimas que ella creía relacionadas con el asesinato de Rubita. Tenía otras tres fechas, además de la de Rubita. Cada asesinato había tenido lugar unos días antes de que se encontrara el cadáver. Era evidente que la gran mayoría de los pacientes no estaba en la calle durante la época en que se cometieron. Era fácil desechar a los pacientes de larga estancia, en especial los ancianos.

No informó de esta primera investigación ni a Gulptilil ni a Evans, aunque Peter y Francis sabían lo que estaba haciendo. Eso creó cierta tensión cuando pidió al señor del Mal las historias clínicas del edificio Amherst.

– Por supuesto -dijo Evans-. Guardo los expedientes principales en mi despacho, en unos archivadores. Puede ir y revisarlos siempre que quiera.

Estaban frente al despacho de Lucy. Era primera hora de la tarde y el señor del Mal ya había ido dos veces esa mañana a preguntarle si podía ayudarla en algo, y para recordar a Francis y Peter que la sesión en grupo iba a celebrarse como siempre y que tenían que asistir.

– Ahora me iría bien -respondió Lucy y se dispuso a entrar, pero el señor del Mal la detuvo.

– Sólo usted -dijo con frialdad-. Los otros dos no.

– Me están ayudando -replicó Lucy-. Ya lo sabe.

El señor del Mal asintió, pero a continuación negó con la cabeza.

– Puede que sí -dijo-. Eso está por verse y, como usted sabe, tengo mis dudas. Pero eso no les da derecho a ver las historias de otros pacientes. En esos expedientes hay información personal y confidencial, obtenida en sesiones terapéuticas, y no puedo permitir que otros pacientes la examinen. Eso no sería ético por mi parte y supondría una violación de las normas sobre la confidencialidad. Debería saberlo, señorita Jones.