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– ¿Tienes algún inconveniente en trabajar con la policía? -preguntó Nolan.

Lo miré.

– Sí -respondí-. Pero depende de! alcance del trabajo.

Nolan asintió.

– Yo también -agregó.

El jefe de redacción negó con la cabeza.

– Necesitamos más tiempo para tomar algunas decisiones. Pero hay una que tomaré ahora mismo. Les entregaremos una copia de la cinta con la condición de que nos garanticen que no caerá en manos de la competencia. En cuanto a nosotros, publicaremos la historia. -Se volvió hacia mí-. Necesitamos a esos policías, ¿de acuerdo?

– Son ellos quienes llevan la voz cantante en este asunto -observé-. Si es verdad que el asesino planea matar a más gente, podrían dejamos fuera de juego.

– Correcto -dijo-. Eso es lo que yo pensaba. Muy bien. -Batió palmas como un maestro de primaria, en señal de entusiasmo-. Negociaremos un poco. No abran la boca sin consultarme primero.

Saludé a ambos policías con un movimiento de cabeza y estreché la mano del jefe. Tras un momento de tenso silencio, el jefe de redacción les preguntó qué era exactamente lo que deseaban.

– Queremos tomar declaración a este empleado suyo -señaló el detective jefe- y echar un vistazo a todas sus notas. Queremos su cooperación. Después de todo, estamos investigando un asesinato y no veo la necesidad de solicitar una orden judicial.

El jefe de redacción se desperezó e hizo un gesto de asentimiento.

– Yo tampoco veo esa necesidad, pero no podemos entregarles las notas. Antes de que se enfaden, déjenme decirles algo. Hemos grabado una segunda conversación con el asesino. Les facilitaremos una copia de esa cinta para que avancen en su investigación, pero sólo si aceptan ciertas condiciones.

– ¿Qué condiciones?

– Queremos los derechos exclusivos de difusión -respondió el jefe de redacción-. Que ustedes no filtren esa información a otros periódicos ni a la televisión. Además, queremos ser los primeros en enterarnos de los sucesos relacionados en el caso. Después de todo, el asesino podría volver a llamar.

El policía guardó silencio por un momento.

– Creo que puedo aceptar eso -decidió al fin.

– Bien -dijo el jefe de redacción, poniéndose en pie.

– Después de todo, somos miembros de la misma comunidad.

– Es verdad -convino el jefe.

– También lo es el asesino -señaló Martínez.

Mientras regresaba a mi escritorio, Wilson me abordó. Me sujetó el hombro con una mano y yo la miré fijamente hasta que la retiró.

– Escucha -susurró-, sigue siendo importante para nosotros conocer más detalles de la primera conversación. Ésta es una calle de doble dirección, ¿sabes?

– Está bien -accedí-. Te llamaré cuando haya escrito lo que recuerdo.

No me esforcé demasiado. El hecho de revelar información, la información que yo había conseguido, me perturbaba, me resultaba extraño. En eso estriba la hipocresía inherente a la profesión periodística: en que recogemos pero no damos.

Al poco rato, una de las secretarias se acercó a mi escritorio con una transcripción a máquina de la cinta. Repasé las palabras escritas, intentando recordar el tono con que el asesino las había pronunciado. Una vez más, me puse a imaginar las circunstancias de la llamada: la habitación, el teléfono, tal vez la pistola sobre la mesa, frente a él.

Nolan pasó por allí.

– Mantén esa cosa conectada al teléfono en todo momento. Ten siempre lista una cinta en blanco.

Por un momento me pregunté adónde llegaría todo eso, cuánto daría de sí la historia. Luego sacudí la cabeza, miré las notas y la transcripción, coloqué una hoja de papel en la máquina de escribir y comencé a construir el artículo:

El asesino de la adolescente Amy Hooks ha llamado al Miami Journal y ha asegurado que la muerte de esa muchacha de la zona suroeste no es más que el primero de una serie de asesinatos que planea cometer. «Bienvenido -dijo el asesino por teléfono- a los parámetros de la pesadilla.»

Una vez escritas las primeras líneas, el resto del texto fluyó con facilidad. Me basé principalmente en las palabras del asesino y expuse parte de su propio razonamiento. Sólo me referí indirectamente a la larga historia que contó de su pasado. Sentí remordimientos al reproducir las frases que describían los últimos momentos de la muchacha. Me vino a la mente la imagen fugaz de la madre y el padre en medio de la sala de su casa, rodeados de fotografías de su hija muerta. Me pregunté cómo reaccionarían al leer la crónica. Cerré los ojos por un momento, pensando en ese nuevo dolor que les causaría; luego, con la misma rapidez, dejé a un lado este pensamiento y me centré de nuevo en las declaraciones y comentarios del asesino.

Nolan leyó con atención el artículo en la pantalla que tenía delante.

– Joder -exclamó.

– ¿Qué?

– Fíjate en esto, en su manera de hablar. Sus descripciones, las frases que construye, las ideas que expresa. No hay oraciones incompletas ni vacilaciones. ¿Conoces a alguien más que hable así?

– Bueno, es inteligente -admití-. ¿Y qué?

– No lo sé -dijo Nolan, clavando en mí la vista-. Pero ten cuidado, Malcolm, ¿eh?

– Claro -respondí, pensando: «¿Cuidado con qué?»

Nolan se volvió hacia la pantalla.

– Me pregunto cómo terminará todo esto -murmuró.

6

A la mañana siguiente se publicó la noticia con grandes titulares:

EL ASESINO ANUNCIA UNA «PESADILLA»;

PROMETE MÁS ASESINATOS.

Mi teléfono sonó a las 5.30 de la mañana, la hora en que la edición principal del periódico, con la crónica impresa justo debajo de la cabecera, pasaba de la imprenta a los camiones de reparto. La primera llamada fue de un periodista de la oficina de Associated Press en Miami. Christine intentó explicarle que yo aún dormía, pero me incorporé y respondí sus preguntas medio atontado. Esa noche había soñado varias veces que perseguía a mi tío por toda la ciudad. En ese sueño, las formas y las sombras aparecían deformes y extrañas, como vistas en un espejo curvo. Dalinianas.

Mientras yo hablaba, Christine se sentó a beber café y a leer el periódico desplegado ante ella sobre la mesa. La luz de las primeras horas de la mañana inundaba la habitación. Cada pocos segundos, Christine me miraba y sacudía la cabeza. Yo sorteé las preguntas como buenamente pude. Todos querían una copia de la cinta. Terminé con el de AP, y sólo un par de minutos después volvió a sonar el teléfono. Era un reportero del Miami Post que preparaba su artículo para la primera edición. Parecía furioso porque el asesino se había puesto en contacto conmigo y no con él. Me libré de él lo más rápidamente posible. Al cabo de otro minuto o dos, llamaron de United Press International para asediarme con las mismas preguntas y peticiones. Yo les contesté que podían leer toda esa información en el periódico y aprovechar lo que quisieran. Pero ellos querían entrevistarme. Los de UPI incluso pretendían que les facilitase una fotografía. Les dije que no. Luego dejé el teléfono descolgado. Por un rato emitió un pitido electrónico que tenía algo de grito y finalmente enmudeció. Christine levantó la vista del periódico.

– Esto es apenas el comienzo, ¿sabes? -dijo.

Posé las manos sobre sus hombros y se los masajeé por un momento; luego las deslicé bajo su bata y las coloqué sobre sus senos. Sentí que los pezones se endurecían al contacto de mis dedos, pero ella me agarró los brazos y los apartó.

– Lo siento -dijo-, pero leer esto me quita las ganas. No sé cómo tú puedes soportado. Creo que a mí me habrían entrado ganas de chillar. -Reflexionó por un instante-. ¿Le pediste al tipo que se entregara?

– No. -La idea me pilló por sorpresa-. No se me ocurrió. Hablaba con demasiada serenidad; daba la impresión de haberse preparado muy bien, de estar muy inmerso en lo que hacía y decía. No hablaba como un hombre dispuesto a entregarse.