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»Pero -continuó el psiquiatra-, y éste es un pero muy importante, sucede algo. En cierto momento alude al "verdadero horror". Lo ve como una especie de obra de teatro, una manera de describir lo que nosotros llamamos reacción disociativa, que consiste en verse a sí mismo como desde fuera. Y luego dice que hablará de eso más tarde.

»Supongo que ésa es la clave. Si yo fuese aficionado al juego, apostaría a que la serie de asesinatos en la que parece haberse embarcado es, en su mente enmarañada, una suerte de reconstrucción. En efecto, él está reproduciendo una experiencia personal. Es como esos casos tan sonados de veteranos de guerra que disputan con la gente en la calle; reconstrucciones inconscientes de momentos vividos en la guerra. La mente se confunde; la paz del hogar se convierte a sus ojos en escenario de guerra. Y el soldado que llevan dentro reacciona.

»Creo que nos ayudaría mucho a comprender la forma de pensar del asesino el que usted averiguase la naturaleza de ese "horror". Pero tenga cuidado: la mente del hombre aún puede adaptarse. Él todavía aprecia el simbolismo. No le propondrá necesariamente un trato equitativo.

El psiquiatra giró en su silla y se puso de pie. Se dirigió a la ventana panorámica y dirigió la vista a la bahía. Levantó las manos en un movimiento reflejo para apartarse un mechón de la frente. Sin dejar de mirar al exterior, prosiguió:

– Recuerdo cuando estuve en el ejército, en una unidad psiquiátrica a las afueras de Vacaville, en California. Allí tratamos miles de hombres aquejados de fatiga inducida por las condiciones de batalla, secuelas de la guerra de Carea. Dios mío, cuesta creer que haya pasado un cuarto de siglo. La mayor parte de los casos permanecen frescos en mi memoria. Eran como piezas en una cadena de montaje, ensambladas con rapidez y eficiencia, pero con algún defecto interior que no saltaba a la vista pero que les impedía funcionar de manera apropiada.

»En un pabellón teníamos que mantener las luces encendidas durante toda la noche porque los hombres tenían un miedo atroz a la oscuridad; eran hombres fuertes, que habían pasado por experiencias terribles y sobrevivido, pero, de pronto, no podían controlar sus temores cuando se apagaban las luces. Hay un caso que recuerdo particularmente. No estoy seguro de que venga a cuento: júzguelo usted mismo.

»Él llegó poco después de la invasión china, cuando los chinos cruzaron el río Yalu y dejaron divisiones enteras aisladas antes de que el mando estuviese centralizado y las líneas se formasen de nuevo. Tal vez usted no lo recuerde y, por cierto, pocas personas en Estados Unidos llegaron a enterarse de lo inesperado y aterrador que resultó ese ataque. En ese entonces prevalecía el racismo que aún encontramos hoy, en menor grado, en la guerra de Vietnam; el miedo derivado de la propaganda acerca del peligro amarillo y los orientales insensibles y bestiales. Todavía imperaban en buena medida el patrioterismo y el sentimiento anti oriental de la Segunda Guerra Mundial. Bueno, basta decir que era una época difícil.

»La desorientación y la consiguiente proyección de emociones que veo en el asesinato me recuerda a uno de los pacientes que traté entonces. Era un hombre joven, rubio, de pómulos altos, con un semblante que denotaba una buena educación. Por cierto, procedía de buena familia; la madre pertenecía a la alta sociedad de Nueva York, y el padre era lo que podríamos llamar un magnate de la industria. El hijo se había criado en un ambiente de colegios privados, chóferes, profesores de piano y ópera. A los diecisiete años ingresó en Harvard, donde se licenció en historia y ciencias políticas. Estaba destinado al servicio diplomático, al menos al principio; tal vez a la facultad de derecho, o quizás a emprender una carrera política. Un muchacho muy valioso, ¿verdad?, con un potencial tremendo. Me hablaba mucho de una conversación que había mantenido con su padre acerca del futuro, y de que ambos convenían en que servir en el ejército durante un tiempo sería una experiencia muy valiosa, incluso imprescindible. Otro paso en el camino al éxito.

»Poco después de su graduación, el joven obtuvo un cargo de oficial en el ejército. Se ofreció voluntario para la guerra de Corea después de largas discusiones con su familia; pensaba entrar en combate un par de veces y quizá conseguir una o dos medallas. El padre había prestado servicio militar en tiempos de paz, entre las dos guerras mundiales. Ninguno de ellos era consciente de lo peligrosa que era la situación en que se estaba poniendo el muchacho. No tiene usted idea del grado al que llegaba su ingenuidad; se manifestaba constantemente en nuestras conversaciones. Por tanto, cuando los chinos cruzaron el Yalu, este joven estaba al mando de una compañía de fusileros, cerca de la línea del frente.

»Fueron aislados, rodeados por una fuerza superior y masacrados. El joven estaba con un pelotón que acabó acribillado por las armas automáticas. Cuando el fuego cesó, él era el único que quedaba con vida. Entonces advirtió que los chinos recorrían el escenario de la carnicería, revisando sistemáticamente los cuerpos. En una fracción de segundo decidió que, para evitar que lo capturasen o lo matasen, tendría que hacerse el muerto. Mojó los dedos en la sangre de sus hombres y se manchó la ropa con ella. Según me contó, obró con rapidez, mecánicamente, sin pensar realmente en lo que hacía. Al final, cuando sus heridas parecían auténticas, colocó dos cadáveres de modo que él quedaba medio oculto debajo de ellos. Su último acto fue tomar un puñado de sangre y materia cerebral de un cadáver y embadurnarse la frente y la cabeza. Luego cerró los ojos y esperó, temeroso de que el aire frío delatara su respiración, sintiendo el peso muerto de los hombres que tenía encima.

»Entonces sufrió una alteración de la percepción; sus sentidos quedaron reducidos al oído y el olfato. Era como un ciego; cada sonido se le figuraba una nota de terror extraña, aterradora. Me dijo que oyó voces que se acercaban y pies que se arrastraban. En un momento, alguien habló en inglés, a lo que siguieron respuestas guturales en chino. Luego sonaron disparos, cada vez más cercanos. El joven sintió que el frío del suelo penetraba como la muerte misma en su cuerpo, ya sepultado bajo los cadáveres de sus soldados, los hombres que él había tenido a su cargo y a quienes había conocido apenas unas horas antes. Tenía las extremidades paralizadas de terror, pues creía que de un momento a otro lo sumirían en una oscuridad más profunda que la que encerraban sus párpados apretados. Finalmente, oyó pasos cerca de él y notó que los cuerpos bajo los que yacía se movían, como si alguien los empujase con la punta de un arma. Luego las pisadas se alejaron y él permaneció inmóvil durante horas, en espera de otro sonido. Me aseguró que tuvo que reunir todo su valor para abrir los ojos y mirar en torno a sí. Estaba solo, salvo por los muertos.

»Pasó dos días aislado tras las líneas enemigas. Vagó por allí, escondiéndose entre arbustos y árboles. Por las noches, se resguardaba de la nieve con ramas lo mejor que podía. No comía: no encontraba nada. Al tercer día se topó con un grupo de hombres que también habían quedado aislados pero que habían logrado establecer contacto por medio de la radio. En pocas horas, estuvo a salvo tras nuestras líneas. Presentó un informe a sus superiores describiendo el ataque y la pérdida de sus hombres con todo detalle. Según creo, los nombró a casi todos de memoria. Lo examinó un médico, que dictaminó que se encontraba en buen estado de salud a pesar del duro trance por el que había pasado, y poco después lo enviaron de regreso a Estados Unidos. El ejército le otorgó la Medalla al Servicio Distinguido.

»En su primera noche en casa, despertó gritando que no podía respirar, como si algún peso le aplastara los pulmones. Se echó a temblar descontroladamente a pesar del calor que hacía en la habitación y de las mantas sobre la cama. Lo aterrorizaba cerrar los ojos, porque temía no poder volver a abrirlos. Pocos días después, mientras disfrutaba una comida con su madre, su padre y algunos invitados, cerró los párpados con fuerza durante un minuto, tal vez dos, y cuando los abrió había perdido la vista. Estaba ciego. Poco después, me lo enviaron a Vacaville.